Lo bueno llega de Nazaret. Flannery O'Connor
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Benjamin B. Alexander
LO BUENO LLEGA DE NAZARET
Colección inédita de la correspondencia de Flannery O’Connor y sus amigos, recogida por Benjamin B. Alexander
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Good things out of Nazareth
© 2019 by Convergent Books, un sello de Random House, una división de Penguin Random House LLC
© 2021 de la edición española traducida por AURORA RICE
by Ediciones Rialp, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5338-9
ISBN (versión digital): 978-84-321-5339-6
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In memoriam
Louise Boatwright Alexander (1920-2010)
ÍNDICE
2. «EL PRIMER CURA QUE ME DIJO PERRO PERDIGUERO»
3. «LA LITERATURA QUE A ELLA LE GUSTA: LUGARES Y GENTES»
4. «QUÉ PRONTO SE VAN LAS ALMAS SELECTAS»
PRÓLOGO
FLANNERY O’CONNOR ES MAESTRA del relato americano; desde su muerte prematura en 1964 figura en el canon literario junto con Hawthorne, Poe, Hemingway o Faulkner. Hoy está presente en todo libro de texto y en toda antología. Siempre mantuvo una poderosa visión ética enraizada en su fe, callada y devota. Esa fe informa todo lo que escribió y todo lo que hizo.
Flannery nació en 1925 en Savannah, en el estado de Georgia, pero vivió la mayor parte de su vida en una granja lechera en Milledgeville, donde se dedicaba a la cría del pavo real. Se entregaba a su arte en una estancia modesta, que daba a un amplio porche donde recibía a muchos visitantes. Utilizaba una vieja máquina de escribir, y tenía a mano su biblioteca de narrativa moderna, filosofía y teología, única entre los escritores americanos. Las novelas de William Faulkner, el Virgilio americano, junto a las ricas obras teológicas de santo Tomás, el Doctor Angélico, dan fe de la amplitud de sus estudios. Las novelas rusas ocupaban un estante, junto con tomos del sereno teólogo alemán Romano Guardini. Tenía su espacio la obra ingente del que puede considerarse el teórico político más perspicaz del siglo veinte, Eric Voegelin. La biblioteca de Flannery O’Connor me ha proporcionado una variada lista de lecturas que he procurado seguir. La primera vez que vi la composición de la habitación de Flannery, me conmovió su austeridad. En el rincón estaba la estrecha cama de hierro, donde pasó horas infinitas soportando con coraje el lupus que acabó con su vida a la temprana edad de treinta y nueve años.
O’Connor dejó un corpus de narrativa que presenta una combinación de violencia y verdades sacramentales que aún hoy impacta al lector. Su sensacionalismo, a punta de pistola o al final de una soga, nos recuerda lo que vemos en televisión. Flannery fue una atenta observadora de los primeros tiempos del medio. Unas historias enrarecidas, a cámara lenta, habrían divertido a los lectores de otros tiempos, pero no a los de la época del cine, como enseña el escritor Walker Percy, compatriota de Flannery. Ella reconoce que sus lectores están cada vez más condicionados por la televisión y el cine, y que por eso llena sus historias de acción dramática. Comenta en cierta ocasión: «A los sordos se les grita, y a los ciegos se les dibujan imágenes grandes y sorprendentes».
La estrategia de O’Connor sigue espabilando a los somnolientos estudiantes de lengua y literatura inglesa. Es capaz de romper una clase monótona con una historia en que un vendedor de biblias le roba la pata de palo a un filósofo ateo (La buena gente del campo), u otra en que, en una sala de espera donde los negros no se sientan con los blancos, una adolescente le arroja un libro a una anciana racista, llamándola «facóquero del infierno» (Revelación).
Siempre recordaré que oí esa frase de O’Connor a finales de los años sesenta, en la universidad. En aquellos días el radicalismo universitario y la oposición a la guerra de Vietnam imbuían a muchos estudiantes de un aborrecimiento de su país que aún pervive en algunos campus. Fue impactante la masacre de la universidad de Kent, en Ohio, que recuerda la matanza de inocentes en un cuento de O’Connor. En 1969 me matriculé en un curso de Andrew Lytle, que había sido profesor de O’Connor en el taller de escritores de la Universidad de Iowa, donde la escuchó leer Sangre sabia ante la clase. Lytle, novelista y crítico de talento, dramatizaba las historias de O’Connor en el aula: inolvidable su Inadaptado de acento sureño, nasal y cansino. A los estudiantes distraídos como yo, Lytle nos descubrió el dialecto y la fuerza de O’Connor. Nos despertó. Enseguida quise entenderla mejor y enseñar sus cuentos desde la tarima.
La vocación académica ha resultado a veces abrumadora, pero mis alumnos, no todos sureños, han respondido mejor a las obras de O’Connor que a las de otros grandes como Faulkner o Hemingway. Ha sido más fácil enseñar su obra a partir de 1979, cuando se publicaron sus cartas en El hábito de ser. Los lectores nuevos, entre ellos mi madre, leían y releían esas cartas, deleitándose en su humor contagioso y su sabiduría sucinta. En esas cartas hablaba una voz menos alarmante que la de los cuentos. Hacían más comprensible la narrativa de Flannery. Además, descubrían a la autora como apologista de la fe y directora espiritual de algunos amigos inquietos. O’Connor apaciguó mi propia sed espiritual en los años setenta; me había quedado huérfano cuando la Iglesia episcopal[1] implosionó al desechar inexplicablemente el histórico devocionario isabelino. Me hacía gracia su sentido del humor sin igual, pero además me instruía su valiente catequesis.
Habiendo anotado hasta el límite tres ejemplares de El hábito de ser, me enteré en congresos académicos de que existían cartas inéditas de Flannery. Se escribió mucho con un jesuita, el padre James H. McCown, que sale poco en El hábito de ser y la visitó muchas veces en la granja en Georgia. Esta amistad vital e inexplorada contribuyó al personaje de Ignatius Vogle, S. J., en El escalofrío interminable. El padre McCown le presentó a Thomas y Louise Gossett, intelectuales de prestigio los dos. A partir de 1956 y hasta la