Lo bueno llega de Nazaret. Flannery O'Connor

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Lo bueno llega de Nazaret - Flannery O'Connor


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editor y amigo de Flannery, que lo animó a publicarlas. Gossett escribió en 1974 su primer artículo[2] sobre los tesoros contenidos en las cartas de Flannery, y esperaba ser el primero en publicarlas. El hábito de ser se le adelantó. Desde entonces, los lectores esperan impacientes más correspondencia.

      Cuatro décadas después, Lo bueno llega de Nazaret trae las cartas que Gossett recogió en su día, muchas de las cuales no aparecen en El hábito de ser. Además tiene anotaciones (idea de un sabio editor) que son en parte autobiografía espiritual, y en parte historia literaria. La voz serena de O’Connor en Diario de oración (2013), escritos suyos de sus tiempos de posgrado, se yuxtapone con sus comentarios más pedestres sacados de cartas más tardías. Aparecen nuevas percepciones.

      Muchas cartas tienen que ver con la amistad entre el padre McCown y Flannery y el animado vínculo de esta con los Gossett. Nos muestran el apoyo que ofrece O’Connor a estos amigos implicados en la defensa de los derechos civiles, y también por qué ella no se implicó. El padre McCown era un incansable guerrero por la justicia social en un tiempo en que, como descubrió también Martin Luther King, la Iglesia católica se resistía al cambio. El trabajo de Thomas Gossett en la universidad estuvo a punto de irse a pique en 1958, por su apoyo a la integración racial en Georgia. O’Connor coincidía con la observación de Gossett de que los Snopes de Faulkner, una red familiar de «basura blanca», se habían instalado en la intelectualidad académica. Eran «fenómenos vestidos de franela gris», según O’Connor. Hay otras cartas que dan respuesta a las indecorosas especulaciones de los estudiosos en cuanto al hecho de que O’Connor no se casara. Por último, varias cartas recogidas en Lo bueno llega de Nazaret silencian la cruel imagen que se había extendido de Regina, la madre de Flannery, como «simple» mujer rural e ignorante. La señora O’Connor fue una mujer muy especial, astuta en los negocios, la lechería o el protocolo; pero sobre todo fue una cariñosa cuidadora de su hija a medida que avanzó la enfermedad. Es verdad que en cierta ocasión preguntó a «Mary Flannery» por esa historia de un hombre que se convierte en cucaracha. Es posible que Regina viese su relación con las extrañas escenas que escribía su hija.

      Cierto memorable día caluroso de junio de hace unos años, me deleité en la lectura de estos animados diálogos en las cartas que Thomas Gossett había recogido y donado a los archivos de la Universidad de Duke. Aquella misma tarde de intenso calor me dirigí a Chapel Hill para descubrir otro tesoro entre los papeles de Walker Percy. Allí estaban las cartas de Caroline Gordon, novelista olvidada y de fuertes convicciones, excelente y precisa maestra de la narrativa. Escribió a Percy siendo este un aprendiz, antes de publicarse El cinéfilo, por el que ganó el Premio Nacional del Libro de Ficción en 1962. El aspirante a novelista, que firmaba sus poco leídas reseñas literarias «Walker Percy, doctor en medicina», poco sabía entonces de narrativa:

      Percy envió el manuscrito de La cartuja a Caroline Gordon, que recibió también por entonces Sangre sabia, que estudiaría línea a línea, y que en sendas cartas reconoció proféticamente el talento de los dos escritores. A otro novelista prometedor, Brainard Cheney, le escribe con convicción en diciembre de 1951 que O’Connor y Percy representan

      Gordon anima a Percy a visitar a O’Connor, sabiendo que para ambos escritores la fe imbuye toda su obra. Para Gordon, O’Connor y Percy encarnan lo contrario de la «generación perdida» de Gertrude Stein. En América y Europa, Hemingway, Fitzgerald y todos sus hermanos desilusionados se movían a tientas por la primera posguerra en estado de shock espiritual. O’Connor y Percy encontraron la fe que perdió en las terroríficas trincheras de la Gran Guerra aquella generación perdida; en la estela de otro conflicto global y en mitad del siglo, eran algo nuevo y original en la literatura americana: dos católicos del sur, ella creyente desde la cuna, él converso a una fe amada por ambos.

      Hace unos años se me ocurrió la posibilidad de publicar una colección de las cartas inéditas de O’Connor y sus amigos. Empecé a valorar el interés y el público que podrían tener. Se las enseñé a M.L. Jackson, querido amigo escritor nacido en Georgia y que vivía en Virginia, y que entonces y durante años defendió el interés de su publicación. También me llamó Robert Giroux animándome a publicarlas y contándome que «los conocía a casi todos». Poco después, el amable gerente de una caja de ahorros en tierra de hillbillies respondió con entusiasmo a la expresión «lo bueno de Nazaret». Salí del valle del río Ohio donde entonces enseñaba (cuna de Dean Martin, del entrenador Lou Holtz y de James Wright, ganador del Pulitzer), para dar conferencias en distintas «Nazaret» de Irlanda y Dinamarca; incluso hablé en un congreso dedicado a O’Connor en Roma, cerca del Vaticano, donde defendí que se considerase la beatificación de Flannery, igual que la de Dorothy Day.

      En un festival literario cerca de Dublín, dedicado a Gerard Manley Hopkins, impartí fragmentos de lo que O’Connor llamaba «una desagradable dosis de ortodoxia» a estudiosos venidos de Europa y los Estados Unidos. O’Connor le robó a Hopkins todo el protagonismo: incluso les dije que O’Connor (y Percy) iban a forzar una reevaluación del puesto que ocupaba Hopkins en el canon. Como había predicho Caroline Gordon, las cosas estaban cambiando. Los asistentes escuchaban entre el asombro y el impacto. O’Connor era una apologista, divertida pero seria, de la fe histórica aborrecida por ese irlandés desarraigado que fue James Joyce. O’Connor había aprendido de Caroline Gordon a valorar el arte exquisito y minucioso del Retrato del artista adolescente y de los relatos recogidos en Dublineses: Gordon insistía en que la narrativa de Joyce no debía juzgarse desde la doctrina ni la piedad. La enseñanza arraigó. Gordon escribió en mayo de 1951 a Robert Fitzgerald, amigo y mentor de Flannery O’Connor: «Esta muchacha es una auténtica novelista… Ya es un extraño fenómeno: novelista católica con verdadero sentido del drama, que depende más de su técnica que de su devoción».

      Este comentario es la base de Lo bueno llega de Nazaret. El énfasis que pone Gordon en la «técnica» por encima de la «devoción» es un principio vital que se ha abandonado en la pedagogía de muchos cursos de escritura creativa actuales, incluso en instituciones católicas. El dominio de la técnica exige disciplina, práctica y repetición, cosas que aún se observan en la formación musical y deportiva. La formación desaconseja lo que santo Tomás llama la «religiosidad» que conduce a las condenas literarias basadas en la piedad. El maestro que practica su arte por encima de la religiosidad tiene su origen en la época medieval y en otro «Nazaret», Florencia, y su hijo más famoso, Dante. Patriota exiliado y creyente, es recordado por su «sentido del drama» en los horrores sensacionales del Infierno y la belleza del Purgatorio y el Paraíso. La fe de Dante está implícita, pero es convincente, porque primero es narrador. Su presentación del Purgatorio, por ejemplo, no es un tratado sino la narración de la subida a una montaña. El Purgatorio no es sólo ecuménico sino interreligioso en su atracción: es decir, católico. He visto a estudiantes de distintas creencias, o ninguna, absortos en la narrativa de Dante, y


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