Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa

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Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa


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cómo voy a saber cómo me ves si no tengo espejo? Es el único que me dice la verdad.

      –¿La verdad? –se sorprendió el gomero–. ¿Qué verdad? La verdad de un pedazo de metal pulido que nada entiende de sentimientos, o la verdad de lo que tú quieres ver en él?

      –La única verdad que existe, pues sabido es que los espejos no mienten.

      –¿Quién asegura semejante tontería? –inquirió Cienfuegos, sorprendido–. En los espejos la derecha se refleja a la izquierda y la izquierda a la derecha. Esa es ya su primera mentira.

      –¿Y la segunda?

      –Pretender que una imagen plana representa a un ser humano –sentenció–. Puede que te muestre tus arrugas y tus canas, pero no sabe que cada una de esas arrugas tiene una razón de ser, y cada una de esas canas te ha salido por mi culpa. –Hizo una pausa en la que alargó la mano y le acarició con infinita ternura la mejilla–. Pero yo sí lo sé; para mí esas arrugas y esas canas lo significan todo, y te quiero más que cuando no las tenías. Antes no eras más que una muchacha muy hermosa; ahora eres la mujer a la que amo sobre todas las cosas.

      –¡Pico de oro! –sonrió ella–. ¡Y pensar que cuando me enamoré de ti ni siquiera te entendía…!

      –Si decir lo que se siente es tener pico de oro, me alegra que así sea. –El gomero tomó asiento frente a ella y la miró a lo más profundo de sus inmensos ojos–. Hay algo que debes tener siempre presente –añadió–. El hecho de que nos amáramos desde el primer momento ha causado mucho dolor y muchas muertes. No debes permitir que todo ese sufrimiento y todas esas vidas humanas se pierdan sin motivo.

      –No sé si entiendo bien lo que pretendes decirme.

      –Pues creo que está muy claro. Si el día que nos conocimos en aquella laguna no nos hubiéramos entregado el uno al otro como lo hicimos, yo ahora estaría cuidando cabras en La Gomera y tú seguirías siendo la rica y respetada vizcondesa de Teguise. Me habría ahorrado diez años de penalidades por tierras desconocidas, y tu marido y cuatro o cinco desgraciados más, a los que tuve que matar, seguirían con vida. –Le cogió las manos y le besó las palmas con infinito amor para añadir con un susurro–: Menospreciar todo eso por el simple hecho de que ya no te sientes tan joven como entonces se me antoja una crueldad impropia de alguien tan sensible como tú.

      Lo que no habían conseguido los brebajes de Yauco, ni los consejos de Anacaona o Bonifacio Cabrera, lo consiguieron en cierto modo las palabras del isleño, puesto que la alemana pareció reaccionar, esforzándose por volver a ser la maravillosa criatura que siempre había sido. Le rogó a Haitiké, que nadaba y buceaba como un pez, que recuperara el perdido espejo, pero ahora procuró no buscar en él nuevas canas y arrugas, sino que lo utilizó para acicalarse y aparecer lo más hermosa posible a los ojos del hombre que tanto amor le demostraba.

      Fue por aquel entonces cuando recibieron la inquietante noticia de que el gobernador Ovando acudía en visita de buena voluntad, acompañado por un nutrido séquito.

      –¿Por qué? –se apresuró a inquirir Cienfuegos–. ¿Por qué alguien que tiene infinitos problemas que solucionar en Santo Domingo decide emprender de pronto un viaje tan largo y tan incómodo?

      –Tal vez traiga la respuesta de mi carta a la reina –aventuró Anacaona.

      –España está muy lejos –le hizo notar el gomero–. Esa carta no ha tenido tiempo de ir y volver, teniendo en cuenta con cuánta parsimonia se toman las cosas en la corte.

      –Puede que lo único que desee sea conocerme –insinuó no sin cierta maliciosa intención la princesa–. Al fin y al cabo es un hombre.

      –No de ese tipo de hombres… –fue la desabrida respuesta–. Fray Nicolás de Ovando es ante todo gobernador, luego religioso y, si le queda algo, el ser humano más frío que he conocido. ¡Desconfiad de él!

      –¡Querido amigo…! –le hizo notar la princesa sonriendo ladinamente–. Aprendí a desconfiar de los españoles el día que Alonso de Ojeda invitó a montar en su caballo a Canoabó y lo raptó ante las narices de sus guerreros. –Echó hacia atrás su espesa melena de color azabache y contempló el techo como si recordara momentos clave de su vida–. Y conocí muy bien, ¡demasiado bien!, a Bartolomé Colón, que es el hombre más falso que haya pisado jamás esta isla. Y a Francisco Roldán. Y a tantos otros cuyas traiciones y canalladas tardaría semanas en referir. ¡Quedad tranquilo! –concluyó–.

      Ovando nada podrá contra mí en pleno corazón de Xaraguá. Le brindaré la más fastuosa recepción que haya visto nunca, pero no me dejaré sorprender, tenedlo por seguro.

      Al canario le hubiera gustado compartir la confianza de la altiva Flor de Oro, pero la experiencia le había enseñado que los hombres como Fray Nicolás de Ovando no solían dar pasos inútiles, sobre todo si esos pasos les obligaban a trasladarse al otro lado de una isla húmeda y tórrida para enfrentarse a un ejército de imprevisibles salvajes desnudos.

      Por tanto decidió tomar sus propias precauciones, trasladando a una escondida cala de la vecina isla de Gonave un buen número de provisiones y todo cuanto pudieran necesitar en caso de que las cosas se pusieran difíciles.

      –Ovando aseguró que nos ahorcaría si nos encontraba en La Española, pero no dijo nada de Gonave, pese a que esté a la vista de la costa –le comentó a Bonifacio Cabrera–. Supongo que incluso desconoce su existencia.

      –Ovando te ahorcará dondequiera que estés si le apetece –le señaló su amigo con naturalidad–. Y no lo hará aunque te encuentre en el prostíbulo de Leonor Banderas si no está de humor para ejecuciones. Es lo bueno que tiene ser gobernador; puede hacer lo que le venga en gana sin rendir cuentas a nadie.

      Aquello era muy cierto y el gomero lo sabía. La Corona había establecido unas normas según las cuales lo único que importaba era lo que a la Corona le convenía, y sus súbditos no tenían más opción que aceptar sus decisiones por injustas que parecieran. Y como Ovando representaba a la Corona al oeste del Océano Tenebroso, sus órdenes o sus caprichos eran una ley contra la que nadie osaría nunca rebelarse.

      Gonave no era, por tanto, un lugar absolutamente seguro, pero sí constituía en aquellos momentos una isla lo suficiente agreste como para que ni todo el ejército del gobernador pudiese dar con un puñado de fugitivos si estos sabían cómo impedirlo.

      Y era también un punto desde el que se avistaba cualquier nave que llegara de mar abierto, incluido el «Milagro» que tanto tiempo llevaban esperando y a cuyo encuentro se podía salir fácilmente con una simple canoa. Una vez satisfecho con respecto a la seguridad de su familia, Cienfuegos hizo lo que mejor sabía hacer: esperar. Estableció su campamento en un cerro que dominaba desde el nordeste el poblado indígena, para asistir dos días más tarde a la llegada del gobernador y su tropa, quienes por lo visto habían hecho parte del viaje en barco y parte a pie, dejando las naves fondeadas en la costa sur de la isla para alcanzar más tarde la capital de Xaraguá en una corta jornada de cómodo paseo.

      Debió ser el propio Ovando –cuya aversión al mar era sobradamente conocida y muy propia de un religioso castellano de su época– quien llegara a la conclusión de que su entrada en el último reino independiente de La Española sería mucho más espectacular a lomos de un caballo lujosamente enjaezado y rodeado de valientes capitanes que si lo hacía desembarcando en una frágil chalupa, verde por el mareo y destrozado por una desagradable travesía, para tambalearse como un borracho al poner pie en tierra.

      Fue con redoble de tambores y relinchos de briosos corceles como hizo su aparición la comitiva por el sendero de la playa, y lo primero que advirtió el gomero fue el hecho de que la mayoría de quienes la componían eran hombres de armas, sin más presencia religiosa que la de Fray Bernardino de Sigüenza, ni más personal civil que un escribano.

      –Extraño séquito este, en el que no está presente ninguno de los cuarenta ciudadanos más notables de Santo Domingo –musitó para sus adentros–. Más parece expedición de castigo que visita de buena voluntad.


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