La isla misteriosa. Julio Verne
Читать онлайн книгу.que ni el cuerpo del perro ni el de su amo hayan sido arrojados a la costa.
—No es extraño, con una mar tan fuerte —contestó el marino—. Por otra parte, quizá las corrientes los hayan llevado más lejos de la playa.
—¿Cree usted que nuestro compañero ha perecido en las olas? —preguntó una vez más el periodista.
—Es mi parecer.
—Pues el mío —dijo Gedeón Spilett—, salvo el respeto que debo a su experiencia, Pencroff, es que el doble hecho de la desaparición de Ciro y de Top, vivos o muertos, tiene algo inexplicable e inverosímil.
—Quisiera pensar como usted, señor Spilett —contestó Pencroff—. Desgraciadamente, mi convicción es firme.
Esto dijo el marino, volviendo hacia las Chimeneas. Un buen fuego crepitaba en la lumbre. Harbert acababa de echar una brazada de leña seca, y la llama proyectaba grandes claridades en las partes oscuras del corredor.
Pencroff se ocupó en preparar la comida. Le pareció conveniente introducir en el menú algún plato fuerte, ya que todos tenían necesidad de reparar sus fuerzas. Las sartas de curucús fueron conservadas para el día siguiente, pero desplumó los tetraos y, puestas en una varita las gallináceas, se asaron al fuego.
A las siete de la tarde Nab no había vuelto todavía. Aquella ausencia prolongada inquietaba a Pencroff. Creía que le había ocurrido algún accidente en aquella tierra desconocida o que el desgraciado había cometido algún acto de desesperación; pero Harbert deducía de aquella ausencia consecuencias diferentes. Para él, si Nab no volvía, era porque alguna nueva circunstancia le había obligado a prolongar sus pesquisas; y toda novedad en este caso no podía ser más que en dirección de Ciro Smith. ¿Por qué Nab no habría vuelto si una esperanza cualquiera no lo retuviera? Quizá habría encontrado algún indicio, una huella de su paso, un resto de naufragio que le había puesto sobre la pista. Quizá seguía en aquel momento una pista verdadera y tal vez se hallaba al lado de su amo.
Así razonaba el joven y así habló. Sus compañeros le dejaron decir cuanto quiso; sólo el reportero lo aprobó con un gesto; mas, para Pencroff, lo más probable era que Nab había llevado más lejos que el día anterior sus pesquisas por el litoral y no podía estar aún de vuelta.
Entretanto, Harbert, muy agitado por vagos presentimientos, manifestó repetidas veces su intención de ir en busca de Nab; pero Pencroff le hizo comprender que sería inútil, que en aquella oscuridad y aquel tiempo tan malo no podría encontrar las huellas de Nab y que sería mejor esperar su vuelta; si al día siguiente no había aparecido el negro, Pencroff no titubearía en unirse a Harbert para ir a buscarlo.
Gedeón Spilett aprobó la opinión del marino sobre este punto, añadiendo que no debían separarse, y Harbert tuvo que renunciar a su proyecto; pero dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
El periodista no pudo menos que abrazar al generoso joven.
El mal tiempo se había desencadenado. Una borrasca de sudeste pasaba sobre la costa con violencia. Se oía el reflujo del mar que mugía contra las primeras rocas a lo largo del litoral. La lluvia, pulverizada por el huracán, se levantaba como una niebla líquida, semejante a jirones de vapor que se arrastraban sobre la costa, cuyos guijarros chocaban violentamente, como carretones de piedras que se vacían. La arena, levantada por el viento, se mezclaba con la lluvia y hacía imposible la salida del punto de abrigo; había en el aire tanto polvo mineral como agua. Entre la desembocadura del río y el lienzo de la muralla, giraban con violencia grandes remolinos, y las capas de aire que se escapaban en aquel maelstrom, no encontrando otra salida que el estrecho valle en cuyo fondo corría el río, penetraban en él con irresistible violencia. El humo de la lumbre, rechazado por el estrecho tubo, bajaba frecuentemente llenando corredores y haciéndolos inhabitables.
Por eso, cuando los tetraos estuvieron asados, Pencroff dejó apagar el fuego y no conservó más que algunas brasas entre las cenizas.
A las ocho de la noche aún no había vuelto Nab; pero podía suponerse que aquel terrible tiempo le había impedido volver y que había tenido que buscar refugio en alguna cueva para esperar el fin de la tormenta o por lo menos la vuelta del día.
En cuanto a ir en su busca, tratar de encontrarlo en aquellas condiciones, era imposible.
La caza formó el único plato de la cena. Se comió con ganas aquella carne, que estaba excelente. Pencroff y Harbert, a quienes su excursión les había abierto el apetito, la devoraron.
Después cada uno se retiró al rincón donde habían descansado la noche precedente. Harbert no tardó en dormirse cerca del marino, que se había tendido a lo largo, próximo a la lumbre.
Fuera, la tempestad, a medida que avanzaba la noche, tomaba proporciones mayores. Era un vendaval comparable al que había llevado a los prisioneros desde Richmond hasta aquella tierra del Pacífico; tempestades frecuentes durante la época del equinoccio, fecundas en catástrofes, terribles sobre todo en aquel ancho campo, que no ponía ningún obstáculo a su furor. Se comprende, pues, que una costa tan expuesta al este, es decir, directamente a los golpes del huracán y batida de frente, lo fuese con una fuerza de la cual ninguna descripción puede dar idea.
Por suerte, la agrupación de las rocas que formaban las Chimeneas era muy sólida. Eran enormes bloques de granito, de los cuales, sin embargo, unos, insuficientemente equilibrados, parecían temblar sobre su base. Pencroff sentía que bajo su mano, apoyada en la pared, tenían lugar unos estremecimientos; pero al fin, se decía, y con razón, que no había que temer nada y que aquel refugio improvisado no se hundiría. Sin embargo, oía el ruido de las piedras, arrancadas de la cima de la meseta y arrastradas por los remolinos de viento, que caían sobre la arena. Algunas rodaban sobre la parte superior de las Chimeneas o volaban en trozos cuando eran proyectadas perpendicularmente.
Por dos veces, el marino se levantó llegando al orificio del corredor para observar lo que ocurría fuera; pero aquellos hundimientos poco considerables no constituían ningún peligro y volvía a su sitio delante de la lumbre, cuyas brasas crepitaban bajo las cenizas. A pesar de los furores del huracán, el ruido de la tempestad, el trueno y la tormenta, Harbert dormía profundamente. El sueño acabó por apoderarse de Pencroff, que en su vida de marino se había habituado a todas aquellas violencias. Solamente Gedeón Spilett había permanecido despierto, se reprochaba no haber acompañado a Nab, pues la esperanza no le había abandonado. Los presentimientos de Harbert no habían cesado de agitarlo, su pensamiento estaba concentrado en Nab. ¿Por qué no había vuelto el negro? Daba vueltas en su cama de arena, fijando apenas su atención en aquella lucha de los elementos. A veces, sus ojos, fatigados por el cansancio, se cerraban un instante, pero algún rápido pensamiento los abría casi enseguida.
Entretanto la noche avanzaba. Podían ser las dos de la mañana, cuando Pencroff, profundamente dormido entonces, fue sacudido vigorosamente.
—¿Qué pasa? —exclamó, incorporándose completamente despierto con la prontitud de las gentes de mar.
El periodista estaba inclinado sobre él y le decía:
—¡Escuche, Pencroff, escuche!
El marino prestó oídos y no distinguía ningún ruido distinto al de las ráfagas de viento.
—Es el viento —dijo.
—No —contestó Gedeón Spilett, escuchando de nuevo—; me parece haber oído...
—¿Qué?
—Los ladridos de un perro.
—¡Un perro! —exclamó Pencroff, que se levantó de un salto.
—Sí, ladridos...
—¡No es posible! —contestó el marino—. Y por otra parte, cómo, con los mugidos de la tempestad...
—Escuche... —insistió el periodista.
Pencroff