La Tragedia De Los Trastulli. Guido Pagliarino

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La Tragedia De Los Trastulli - Guido Pagliarino


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¿Sus conclusiones? Se habría tratado de un plan de emergencia especial tutelado por el orden público, «un lamentable desvío», pero no un intento de golpe de Estado.

       FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

      La primera página del número 21 del 21 de mayo de1967 de la revista L’Espresso

      Aristide Trastulli, que salió de su tienda a las siete de la tarde del sábado, 18 de julio de 1964 para dar un paseo corto en solitario, había desaparecido.

      Todavía no habían aparecido los primero teléfonos móviles, así que los familiares no pudieron llamarle para saber dónde estaba. Ya hacia las diez de la noche, la mujer y sus dos hijos denunciaron la desaparición en la comisaría: la ley italiana de ese momento, contrariamente a las de otros Estados, no consideraba necesario que, antes de poder proceder al aviso de la desaparición de un familiar o pariente a un cuerpo de Policía, hubieran transcurrido cierto número de horas o incluso días, de hecho, consideraba que sería mayor la posibilidad de encontrar a la persona si se actuaba lo antes posible.

      El funcionario de turno encargado de recoger la denuncia, un brigada llamado Pitrini, después de invitar a sentarse al trío delante de su mesa, les preguntó:

      —¿Hay alguien en casa?

      Arturo le respondió:

      —Sí, mi mujer con mis hijas.

      —Su padre podría haber vuelto mientras ustedes venían aquí. Para empezar y hacer bien las cosas, ¿me dan su número de teléfono?

      Tras recibirlo, había llamado usando el disco del aparato que tenía sobre la mesa, pasando de inmediato el auricular a la madre.

      Clodette respondió, para su decepción:

      —No, por desgracia no está. Tampoco ha telefoneado.

      La suegra suspiró y, sin despedirse de la nuera, devolvió el auricular al brigada.

      El funcionario colgó y a continuación ordenó a un agente de su oficina, un tal Bianchini, que llamara a todas las casas de socorro de Turín preguntando si un tal Aristide Trastulli había sido ingresado allí.

      El agente lo hizo. Tiempo después comunicaría al brigada que no había nadie con esos datos.

      Entretanto, el brigada preguntó a los denunciantes si habían traído alguna foto del hombre.

      —Sí, lo habíamos pensado: dos fotografías —le respondió la señora Iride. Sacó de su bolso una foto a color de su marido, de cuerpo entero, y una foto de carnet en blanco y negro, igual que la que aparecía en su documento de identidad. Se las alargó al brigada.

      Pitrini las dejó sobre su mesa y ordenó al agente mecanógrafo que se sentaba poco distante, listo para pulsar la teclas de su máquina:

      —Te las llevas después y las adjuntas al expediente. Empezamos a escribir. —Preguntó a los denunciantes—: ¿Cuándo han visto por última vez al desaparecido?

      La madre dijo:

      —Poco después de las siete de la tarde, inmediatamente después de cerrar nuestra tienda…

      —… ¿Situada?

      —La tienda Trastulli está en via Garibaldi, casi en la piazza Statuto, unos treinta metros antes.

      —Ah, sí, una tienda con muchos escaparates, la conozco.

      —Sí, decía que mi marido salió inmediatamente después de cerrar, saliendo de la trastienda junto a sus dependientes, mientras que nosotros, como todas las tardes, nos quedamos para hacer la caja y comprobar que todo estaba bien antes de irnos. La mayor parte de las veces nos íbamos con él en el coche, pero esta tarde no ha dicho que, para abrir el apetito, quería dar un corto paseo por su ruta habitual.

      —Detállemelo, deberemos empezar a buscarlo en esas calles.

      —Saliendo de la tienda en via Garibaldi, gira a la izquierda en corso Valdocco, luego gira a la derecha en via del Carmine, continúa hasta la piazza Savoia, gira a la derecha en via della Consolata, luego, siempre recto, llega a corso Siccardi y finalmente gira a la derecha en via Cernaia y llega a nuestra casa, que está casi a la altura de corso Palestro.

      —Me ha dicho que el paseo no es un hecho demasiado excepcional.

      —Exactamente, brigada, la hace una y a veces dos veces por semana. Nos ha dicho al salir que nos veríamos en casa para cenar, lo decía siempre, por costumbre. Cuando volvimos a casa, no había llegado.

      —¿A qué hora?

      —Eran las ocho y algo, digamos las ocho y diez. Era raro que todavía no hubiera llegado, pero no mucho, ya había pasado un par de veces antes y en ambas se había encontrado a un buen amigo que vive en via del Carmine, el general de los Carabineros, Amedeo Ronzi di Valfenera, y se habían ido a sentarse en la mesa de un café, no sé cuál, para tomar un aperitivo y charlar un rato: ninguna de las dos veces pensó en telefonearnos desde el café. Es así, brigada. Hemos dejado pasar aproximadamente una hora. Ya estábamos muy preocupados, obviamente. Así que hemos pensado en comunicar inmediatamente la desaparición, pero antes quisimos telefonear a nuestros empleados por si habían advertido, al salir con él, en qué dirección había empezado a andar Aristide, por si esta vez hubiera cambiado el recorrido: podría ser útil para su investigación.

      —Han hecho bien. ¿Y?

      —Dos de ellos no estaban en casa…

      —… ¿Cuántos empleados tienen?

      —Cuatro.

      —Continúe, señora.

      —El teléfono del primero sonó…

      —… ¿Nombre y dirección?

      —Mario, Mario Rollini, vive en corso Francia, vive solo, al menos según el libro de familia que los dependientes nos entregan para eventuales asignaciones familiares. No sé en qué número vive, lo tenemos en la tienda, pero no lo recuerdo de memoria, sé que es cerca de la piazza Bernini.

      —Está bien, no importa, ya lo encontramos nosotros. ¿Después?

      —Decía que su teléfono sonó sin que nadie contestara.

      —¿Y los demás?

      —El segundo al que llamé es Cesare, Cesare Chiodi para ser exactos. Vive en via Don Bosco con su mujer. Estaba, pero me dijo que no se había fijado en qué dirección se había ido mi marido. El tercer empleado, Amilcare Nobis, sí que lo sabía: le había visto dirigirse precisamente hacia el corso Valdocco y entendí que había tomado la calle habitual. Tampoco estaba Umberto, me refiero a Umberto Ronzi di Valfenera, que es hijo del general amigo de mi marido: Marta, su madre, estaba sola en casa y me contó que su marido llegaría tarde, porque había tenido que quedarse con su comandante de brigada y, en cuanto al hijo, le había llamado desde un bar informándola de que no iba a llegar pronto.

      —¿Motivo?

      —Porque había comido en una pizzería con un compañero del último año de la superior al que se había encontrado por la calle, alguien que había sido su amigo y se había mudado a Milán tras diplomarse: solo estaba de paso por Turín y decidieron en ese momento ponerse al día comiendo juntos la pizza.

      —Ese tal Umberto tiene algún título, por lo que entiendo.

      —Sí, es contable, lo contratamos como un favor para el padre.

      —¿Como contable?

      —No, como dependiente. La contabilidad la lleva mi hijo. —Señaló a Clemente—. Umberto tiene el título, pero lo consiguió con


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