Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa


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conozco uno...» –le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila–. «Conozco a un «inmouchar» del Kel-Talgimus, que fue y volvió...».

      –¿Qué se siente allí dentro?

      Gacel le miró largamente y se encogió de hombros:

      –Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas, y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir.

      –¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»?

      –No. Buscaba, en mí, restos de mis antepasados. Ellos vencieron a las «tierras vacías».

      El otro negó convencido:

      –Nadie vence a las «tierras vacías» –replicó seguro de lo que decía–. La prueba es que todos tus antepasados están muertos y ellas siguen tan inexplicables como cuando Alá las creó. –Hizo una pausa, agitó la cabeza e inquirió como preguntándose a sí mismo–. ¿Por qué lo haría? ¿Porque Él, capaz de crear cosas portentosas, creó también este desierto?

      La respuesta no resultó presuntuosa, aunque en un principio se pensara que lo era:

      –Para poder crear a los «imohag».

      Malik sonrió divertido.

      –Realmente... –admitió–. Realmente... –Señaló la pierna de antílope–. No me gusta la carne muy pasada –añadió–. Así está bien.

      Gacel apartó la baqueta, extrajo los dos pedazos de carne, le ofreció uno y con ayuda de su afiladísima gumía, comenzó a cortar gruesas tajadas del otro.

      –Si alguna vez estás en dificultades –indicó–, no cocines la carne. Cómela cruda. Come cualquier animal que encuentres y bébete su sangre. Pero no te muevas. Sobre todo no te muevas nunca.

      –Lo tendré en cuenta –admitió el sargento–. Lo tendré en cuenta, pero ruego a Alá que jamás me ponga, en semejante trance.

      Concluyeron de cenar en silencio, bebieron agua fresca del pozo, y Malik se puso en pie y se estiró satisfecho.

      –Tengo que irme –dijo–. He de dar el parte al capitán y ver que todo esté en orden. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

      Gacel se encogió de hombros señalando que no lo sabía.

      –Entiendo. Quédate cuanto quieras, pero no te acerques a los barracones. Los centinelas tienen orden de tirar a matar.

      –¿Por qué?

      El sargento Malik-el-Haideri sonrió enigmáticamente, y con un gesto de la cabeza señaló hacia la más apartada de las casetas de madera.

      –El capitán no tiene muchos amigos –puntualizó–. Ni él ni yo los tenemos, pero yo sé cuidarme por mí mismo.

      Se alejó cuando ya las sombras se iban escurriendo por el oasis, asentándose en los bordes de las palmeras, y las voces resonaban con mayor nitidez, mientras los soldados regresaban con sus palas al hombro, cansados y sudorosos, anhelando el rancho y el jergón que les condujera por unas horas al mundo de los sueños, lejos del infierno de Adoras.

      No hubo apenas crepúsculo, el cielo pasó, casi sin transición, del rojo al negro, y pronto brillaron luces de carburo en las cabañas.

      Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta.

      Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Lo vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarle a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre, de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando en la conveniencia de matarle en ese momento o dejarlo para más adelante.

      Para todos aquellos hombres de la ciudad trasplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar, y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuareg, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas «sifs» de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha.

      No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del «Pueblo del Velo», de un «imohag» del «Pueblo de la Espada», a un «inmouchar» de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén.

      Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido a «aquel maldito desharrapado maloliente», al que había tratado de enfrentársele cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuareg se descubrieran el rostro.

      Al fin, convencidos de que estos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos.

      Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes.

      Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa, y el lejano aullido de un chacal hambriento.

      Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido.

      El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus «gerbas», y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo.

      Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento, y se aproximó con su paso rápido y seguro.

      –¿Te vas?–, inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil–. Creí que te quedarías a descansar un par de días.

      –No estoy cansado.

      –Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño. Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres.

      Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello, no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba:

      –¿Si el capitán me diera


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