El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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secretario.

      —No, por desgracia —contestó el secretario de modo inesperado, y le entregó a Pilatos otro trozo de pergamino.

      —¿Qué más hay? —preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.

      Tras leer lo que le dieron, su rostro se ensombreció aún más. Acaso fuera la oscura sangre que le afluyó al cuello y al rostro, o quizás alguna otra cosa, pero su piel perdió el toque amarillento, se puso de color pardo y los ojos parecieron hundírsele.

      Es probable que, otra vez, fuera a causa de la sangre que había afluido a sus sienes y comenzado a latir en ellas, pero lo concreto es que el procurador sintió que algo sucedía con su vista. Así, le pareció que la cabeza del preso se había ido flotando a alguna parte y en su lugar había aparecido otra. En esa cabeza calva había una corona dorada pero de pocos picos; en la frente, una llaga redonda, que carcomía la piel y estaba embadurnada con ungüento; la boca, hundida y desdentada, con un caprichoso labio inferior colgando. A Pilatos le pareció que habían desaparecido las rosadas columnas del balcón y los tejados de Yerushalaim que se extendían abajo y a lo lejos, tras el jardín, y que todo alrededor se ahogaba bajo el espeso verdor de los jardines de Caprea. También a su oído le sucedió algo extraño: fue como si en la lejanía tocaran trompetas, no muy alto, pero con aire amenazante. Además, sintió con claridad una voz nasal que estiraba altiva las palabras: “La ley sobre la ofensa de la majestad…”.

      Se sucedieron pensamientos breves, inconexos y extraños: “¡Estoy perdido!”. Luego: “¡Estamos perdidos!”. Y el más absurdo fue acerca de cierta inmortalidad inevitable —¡¿De quién?!—, inmortalidad que, por cierto, le provocaba una angustia insoportable.

      Pilatos se puso tenso, desechó la visión, retornó su mirada al balcón y volvieron a aparecer ante él los ojos del preso.

      —Óyeme, Ha-Notzri —habló el procurador, mirando a Yeshúa de forma extraña: el rostro del procurador era severo, pero los ojos expresaban turbación—, ¿alguna vez has dicho algo sobre el Gran César? ¡Responde! ¿Has dicho algo? ¿O… no… has dicho nada? —Pilatos estiró la palabra “nada” algo más de lo que corresponde en un juicio y pareció transmitirle a Yeshúa una idea con la mirada.

      —Es fácil y agradable decir la verdad —replicó el preso.

      —No necesito saber —contestó Pilatos con voz ahogada y furiosa— si te es agradable o no decir la verdad. Sólo tendrás que decirla. Pero, al hablar, sopesa cada palabra, si no quieres una muerte inevitable y dolorosa.

      Nadie sabe qué le sucedió al procurador de Judea, pero este se permitió alzar la mano como para protegerse de un rayo de sol, y esa mano, cual escudo, le sirvió para enviarle al preso una mirada insinuante.

      —Entonces —dijo—, contéstame si conoces a un tal Judas de Kariot y qué le has dicho exactamente, si es que algo le has dicho, acerca del César.

      —La cosa fue así —empezó a contar el preso con buena predisposición—: anteanoche, cerca del templo, conocí a un joven que se llamaba Judas, de la ciudad de Kariot. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja y me convidó…

      —¿Un buen hombre? —preguntó Pilatos, y un fuego diabólico destelló en sus ojos.

      —Es un hombre muy bueno y ávido de conocimientos —confirmó el preso—. Mostró un gran interés por mis ideas, me recibió muy amablemente…

      —Encendió los candiles… —dijo Pilatos entre dientes, en el mismo tono del preso, mientras sus ojos brillaban.

      —Sí —continuó Yeshúa, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el procurador—, me pidió que expresara mi opinión acerca del poder imperial. Esa cuestión le interesaba mucho.

      —¿Y qué dijiste? —preguntó Pilatos—. ¿O vas a contestar que has olvidado lo que dijiste? —pero el tono de Pilatos ya expresaba desesperanza.

      —Entre otras cosas —refirió el preso—, dije que todo poder es un acto de violencia sobre las personas y que llegará un día en el que ya no habrá poder ni de los Césares ni ningún otro. El hombre pasará al reino de la verdad y la justicia, donde no será necesario ningún tipo de poder.

      —¡Continúa!

      —No hay nada más —dijo el preso—. Luego entraron corriendo unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.

      El secretario, tratando de no perderse una sílaba, trazaba aprisa las palabras en el pergamino.

      —¡No hubo, no hay, ni habrá nunca en el mundo un poder más grande y mejor para los hombres que el poder del emperador Tiberio! —Se expandió la voz quebrada y enferma de Pilatos.

      El procurador miró con odio al secretario y a la escolta.

      —¡Y no serás tú, demente criminal, quien se ponga a hablar de ello! —Aquí Pilatos ordenó a gritos—: ¡Saquen a la escolta del balcón! —Y, dirigiéndose al secretario, agregó—: Déjeme con el criminal a solas, este es un asunto de Estado.

      La escolta alzó sus lanzas y, bajo el rítmico sonido de sus cáligas herradas, se retiró al jardín. El secretario la siguió.

      Durante unos instantes, el silencio en el balcón sólo era interrumpido por el canto del agua en la fuente. Pilatos veía cómo se henchía el plato de agua por encima del caño, se quebraban sus bordes y caía en pequeños chorros.

      El primero en hablar fue el preso:

      —Veo que algo malo ha sucedido por hablar con ese joven de Kariot. Tengo el presentimiento, hegémono, de que le va a suceder una desgracia, y me da mucha pena por él.

      —Yo creo —contestó el procurador con una sonrisa extraña— que hay alguien en este mundo de quien deberías apiadarte aún más que de Judas de Kariot, ¡y que lo va a pasar mucho peor que él! Así que entonces Marco Matarratas, un verdugo frío y convencido, las personas que, como veo —El procurador señaló el rostro de Yeshúa—, te han golpeado por tus prédicas, los delincuentes Dimas y Gestas, que mataron con sus secuaces a cuatro soldados y, finalmente, el sucio traidor de Judas ¿todos ellos son buenos hombres?

      —Sí —contestó el preso.

      —¿Y llegará el reino de la verdad?

      —Llegará, hegémono —contestó Yeshúa con convicción.

      —¡No llegará nunca! —gritó de pronto Pilatos con una voz tan terrible que Yeshúa se echó hacia atrás. Así había gritado Pilatos muchos años atrás en el valle de las Vírgenes a sus jinetes: “¡Destrócenlos! ¡Destrócenlos! ¡Han atrapado al gigante Matarratas!”. Alzó aún más su voz quebrada por las órdenes y gritó las palabras de tal manera que se oyeran en el jardín—: ¡Criminal! ¡Criminal! ¡Criminal! —Luego, en voz baja, preguntó—: Yeshúa Ha-Notzri, ¿crees en algún tipo de dioses?

      —Dios hay uno solo —contestó Yeshúa—, y yo creo en Él.

      —¡Entonces rézale! ¡Rézale con fuerza! Aunque —A Pilatos se le quebró la voz— eso no ayudará. ¿Tienes esposa? —preguntó con angustia, sin saber por qué y sin entender lo que le estaba sucediendo.

      —No, estoy solo.

      —Odiosa ciudad… —masculló de pronto el procurador, sacudiendo los hombros como si tuviera frío, y se frotó las manos como si se las lavara—. De hecho, hubiera sido mejor que te apuñalaran antes de tu encuentro con Judas de Kariot.

      —¿Y si me dejaras ir, hegémono? —Pidió de improviso el preso, y su voz expresó inquietud—. Ya veo que quieren matarme.

      Una convulsión desfiguró el rostro de Pilatos; alzó hacia Yeshúa sus ojos inflamados, llenos de venitas rojas, y dijo:

      —¿Tú crees, infeliz, que un procurador romano puede dejar ir a un hombre que ha dicho las cosas que tú dijiste? ¡Oh, dioses, dioses! ¿O crees que estoy dispuesto a ponerme en tu lugar? ¡No comparto


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