El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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gato asombró de tal modo a Iván, que se quedó petrificado junto al almacén de la esquina; pero volvió a sorprenderse —y aún más— con la actitud de la cobradora. Esta, al ver al gato, le gritó temblando de furia:

      —¡Los gatos no pueden subir! ¡No se permite entrar con gatos! ¡Fuera! ¡Bájate o llamo a la policía!

      Ni la cobradora ni los pasajeros se sorprendieron por lo esencial del asunto: no ya que un gato se metiera en el tranvía, lo que no sería para tanto, ¡sino que se dispusiera a pagar!

      El gato resultó ser no sólo un animal solvente, sino también bastante disciplinado. Ante el primer grito de la cobradora, desistió de la intrusión, se bajó del estribo y se sentó en la parada, donde se frotó los bigotes con la moneda. Pero apenas la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía se puso en marcha, el gato se comportó como lo haría cualquiera que, expulsado del tranvía, necesita de todos modos viajar. Dejó pasar los tres primeros vagones, saltó sobre el paragolpes del último, se aferró con una pata a una goma que allí colgaba y arrancó sin gastarse la moneda.

      A pesar de su frustración, no dejaba de asombrar a Iván la extraordinaria velocidad con la que se desarrollaba la persecución. No habían pasado ni veinte segundos cuando Iván Nikoláievich, tras abandonar el bulevar Nikitski, estaba ya cegado por las luces de la plaza Arbat. Un par de segundos más y salió a un oscuro callejón con veredas torcidas, donde tropezó y se lastimó la rodilla. Otra calle iluminada, la Kropótkina, y luego un callejón; después la Ostózhenka y otro callejón, deprimente, sucio y mal iluminado. Y fue allí donde Iván perdió definitivamente a quien tanto quería alcanzar. El profesor había desaparecido.

      Iván Nikoláievich se desconcertó, pero no por mucho tiempo, porque enseguida se le ocurrió que el profesor sin duda debía de estar en el edificio número 13, con toda seguridad en el departamento 47.

      Iván Nikoláievich irrumpió en el edificio y subió volando hasta el segundo piso. Enseguida encontró el departamento y tocó el timbre con impaciencia. No tuvo que esperar mucho: le abrió una niña de unos cinco años que, sin preguntarle nada al visitante, desapareció de inmediato en el interior.

      Era un vestíbulo enorme, descuidado hasta el extremo, apenas iluminado por una pequeñísima bombilla de carbón que colgaba de un techo negro de mugre. De la pared colgaba una bicicleta sin llantas; en el suelo había un enorme baúl forrado de hierro y en el estante encima del perchero había un gorro de invierno con sus largas orejeras colgando.

      Detrás de una de las puertas, una voz masculina, sonora y enfadada, gritaba algo en verso desde la radio.

      La extraña situación no turbó en absoluto a Iván Nikoláievich, que se encaminó por el pasillo reflexionando: “Seguro se habrá escondido en el baño”. El pasillo estaba oscuro. Luego de chocarse varias veces con las paredes, Iván divisó una débil línea de luz debajo de una puerta, encontró a tientas el picaporte y tiró de él con suavidad. Saltó la cerradura e Iván se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido suerte.

      ¡Pero no tanta como la que hubiera necesitado! Lo envolvió un calor húmedo y, a la luz de los carbones que se consumían en el calentador, logró divisar unas palanganas colgadas de la pared y una bañera llena de horribles manchas negras por el esmalte descascarado. En la bañera, de pie, había una ciudadana desnuda, llena de jabón y con una esponja en las manos. Entornó sus ojos miopes para mirar a Iván, que acababa de irrumpir en el baño y, sin duda confundida bajo esa luz infernal, dijo alegre y en voz baja:

      —¡Kiriushka! ¡Basta de dar vueltas! ¿Se ha vuelto loco? Fiódor Ivánich está a punto de volver. ¡Váyase de aquí de inmediato! —Y salpicó a Iván con la esponja.

      El malentendido saltaba a la vista, y el culpable, desde luego, era Iván Nikoláievich. Pero no quiso reconocerlo y exclamó en tono de reproche: “¡Ah, pervertida!”, y enseguida, sin saber por qué, se encontró en la cocina. No había nadie allí; sobre la mesada, alineados en silencio, había cerca de una decena de hornillos de petróleo apagados. Un rayo de luna penetraba la ventana polvorienta, sucia desde hacía años, iluminando escasamente un rincón donde, entre polvo y telarañas, colgaba un ícono olvidado. Detrás de la urna que guardaba el ícono asomaban las puntas de dos velas de boda, y debajo del ícono había otro, más pequeño y de papel, clavado con un alfiler.

      Nadie sabe qué idea se apoderó de Iván, pero antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apropió de una de las velas y del ícono de papel. Con esos objetos abandonó el departamento desconocido, balbuceando algo entre dientes, incómodo por lo que acababa de ver en el baño y tratando involuntariamente de adivinar quién sería ese insolente de Kiriushka y si no sería él el dueño del ridículo gorro con orejeras.

      En el callejón desierto y desolado, el poeta miró alrededor, buscando al fugitivo, pero no estaba por ningún lado. Entonces Iván se dijo con firmeza: “¡Pues claro, está en el río Moskvá! ¡Adelante!”.

      Tal vez alguien tendría que haberle preguntado a Iván Nikoláievich por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moskvá y no en cualquier otro sitio, pero, por desgracia, no había nadie allí para preguntárselo. El repugnante callejón estaba desierto.

      Poco después podía verse a Iván Nikoláievich en los peldaños de granito de la escalinata del río Moskvá.

      Tras quitarse la ropa, Iván la dejó al cuidado de un simpático barbudo, que fumaba un cigarro armado junto a una chaqueta blanca y rotosa y unos gastados zapatos sin acordonar. Movió un poco los brazos para aclimatarse y se lanzó al río como una golondrina. El agua helada le cortó la respiración e incluso en su cabeza relampagueó por un momento la idea de que no lograría salir a la superficie. Pero salió, tomando aire y resoplando, con los ojos redondos de terror, y comenzó a nadar en esa agua que olía a petróleo, por entre el camino zigzagueante y quebradizo de luz que arrojaban los faroles de la orilla.

      Cuando Iván, empapado y saltando los escalones, llegó al lugar donde había quedado su ropa bajo la custodia del barbudo, descubrió que no sólo faltaba la primera, sino también el segundo, es decir, el mismo barbudo. En el lugar donde había dejado la pila de ropa quedaron unos calzoncillos largos rayados, una chaqueta rotosa, la vela, el ícono y una caja de fósforos. Iván, furioso de impotencia, amenazó con el puño a alguien en la lejanía y se puso lo que le habían dejado.

      En ese momento, comenzaron a preocuparle dos consideraciones. La primera consistía en que había desaparecido su credencial del massolit, de la cual jamás se separaba; y la segunda era si podría andar libremente por Moscú con esa facha. En calzoncillos… Aunque a quién le importaba, con tal que no hubiera ningún reclamo o detención.

      Iván arrancó los botones de la parte inferior de los calzoncillos, contando con que pudieran pasar por pantalones de verano, tomó el ícono, la vela y los fósforos y echó a andar mientras se decía: “¡A Griboiédov! Está allí, no cabe la menor duda”.

      La ciudad había entrado ya en la vida nocturna. Pasaban los camiones con su chirrido de cadenas y envueltos en nubes de polvo. En sus plataformas iban unos hombres tumbados panza arriba sobre unos sacos. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas brillaba una luz bajo una pantalla naranja y desde cada ventana, cada puerta, cada arco, cada techo y altillo, cada sótano y zaguán, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Oneguin.

      Los temores de Iván Nikoláievich estaban por completo justificados: los transeúntes lo miraban fijo y se daban vuelta. A consecuencia de esto, decidió abandonar las grandes calles y continuar por pasajes, donde la gente no era tan molesta y había menos posibilidades de que importunaran a un hombre descalzo, sacándolo de sus casillas


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