La ejecución de la estatua es una novela singular primero que todo. Como corresponde al más singular de los escritores del nadaísmo que es su autor. Quizás sea necesario situarla dentro de las llamadas novelas colombianas de la violencia. Y quizás es necesario decir también que no se parece a ninguna de las conocidas dentro de ese subgénero. Amílcar Osorio rehuyó lo sensiblero, lo obvio, lo fácilmente conjeturable. Y en consecuencia su libro, que en efecto habla y describe ese período deprimente de la historia del siglo veinte colombiano, pretende ser al mismo tiempo el admirable ejercicio de estilo de un muchacho que junto a Gonzalo Arango, como entonces se firmaba, inventó el nadaísmo en la ciudad más pacata de Colombia, enorme sepulcro blanqueado entonces y ahora. El relato adopta una variante joyciana del tiempo que consiste en restringir, exprimir y comprimir un presente sin fondo, el presente, mejor dicho. Supongo que la novela transcurre en el Jericó de la Madre Laura y de Manuel Mejía Vallejo, y que cuenta un solo día, como el libro máximo de Joyce, o en todo caso el más famoso de sus poemas: un solo día atroz, como inventado por el diablo. La novela también debe considerarse como una manera de ostentar la ambigüedad de una personalidad. Conocí bien a Amílcar, nos quisimos entrañablemente desde que éramos dos adolescentes descentrados en la ciudad de Medellín, sin destino y sin ganas de nada, al borde del comienzo de la década de los 60. Y porque lo conocí puedo afirmar, me siento autorizado, que le gustaba lo ambiguo, y sobre todo posar de ambiguo, porque a veces podía ser tierno y claro, y las cosas de doble fondo