100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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se sublevó ante la idea de hacer de tercero en la silla de un pequeño birlocho.

      La partida había cruzado ya el sendero y subía por el declive opuesto, y el almirante había puesto en movimiento su caballo cuando el capitán Wentworth se aproximó para decir algo a su hermana. Qué era pudo adivinarse por el efecto causado.

      -Señorita Elliot, de seguro está usted cansada -dijo Mrs. Croft.Permítanos el placer de llevarla a casa. Hay muy cómodamente lugar para tres, puedo asegurárselo. Si todos tuviéramos sus proporciones diría que hay sitio para cuatro. Debe venir con nosotros.

      Ana estaba aún en el sendero y, aunque instintivamente quiso negarse, no se le permitió proseguir. El almirante acudió en ayuda de su esposa, y fue imposible rehusar a ambos. Se apretujaron cuanto fue posible para dejarle espacio, y el capitán Wentworth, sin decir palabra, la ayudó a trepar al carruaje.

      Sí, lo había hecho. Se encontraba sentada en el coche, y era él quien la había colocado allí, su voluntad y sus manos lo habían hecho; esto se debía a la percepción que él tuvo de su fatiga y a su deseo de darle descanso. Se sintió muy afectada al comprobar la disposición de ánimo que abrigaba hacia ella y que todos estos detalles ponían de manifiesto. Esta pequeña circunstancia parecía el corolario de todo lo que había ocurrido antes. Ella lo entendía. No podía perdonarla, pero no podía ser descorazonado hacia ella. Pese a condenarla en el pasado, recordándolo con justo y gran resentimiento, a pesar de no importarle nada de ella y de comenzar a interesarse por otra, no podía verla sufrir sin el deseo inmediato de darle alivio. Era el resto de los antiguos sentimientos; un impulso de pura e inconsciente amistad; una prueba de su corazón amable y cariñoso, y ella no podía contemplar todo esto sin sentimientos confusos, mezcla de placer y dolor, sin poder decir cuál de los dos prevalecía.

      Sus respuestas a las atenciones y preguntas de sus compañeros fueron inconscientes al principio. Habían andado la mitad del rudo sendero antes de que ella comprendiera de lo que estaban hablando. Hablaban de “Federico'.

      -Ciertamente está interesado en alguna de estas dos muchachas, Sofía -decía el almirante-; pero ni él mismo sabe en cuál de las dos. Ya las ha cortejado bastante como para saber a cuál escoger. Ah, esta indecisión es consecuencia de la paz. Si hubiera guerra ya habría escogido hace tiempo. Los marinos, señorita Elliot, no podemos permitirnos el lujo de hacer un cortejo largo en tiempos de guerra. ¿Cuántos días pasaron, querida, entre el primer día que te vi y aquel en que nos sentamos juntos en nuestras propiedades de North Yarmouth?

      -Mejor no hablar de ello, querido -dijo Mrs. Croft suavemente- , porque si miss Elliot oyera cuán rápidamente llegamos a entendemos, nunca entendería que hayamos sido tan felices juntos. Te conocía, sin embargo, de oídas desde mucho antes.

      -Y yo había oído hablar de ti como de una muchacha muy bonita. Por otra parte, ¿qué teníamos que esperar? No me gusta esperar mucho por nada. Desearía que Federico se diese prisa y nos trajese a casa una de estas damitas de Kellynch. Siempre habrá allí compañía para ellas. Y en verdad son muy agradables, aunque apenas distingo a una de la otra.

      -Muchachas sinceras y de buen carácter realmente -dijo Mrs. Croft en tono de tranquilo elogio, con algo en la manera de hablar que hizo pensar a Ana que no consideraba a ninguna de las dos hermanas dignas de casarse con su hermano y de una familia muy respetable. No se podría encontrar mejores parientes... ¡Mi querido almirante, ese poste! ¡Nos vamos contra ese poste!

      Pero, empuñando ella misma las riendas, evitó el peligro; más adelante evitó un surco y el caer bajo las ruedas de un coche grande; Ana, ligeramente divertida de la manera de conducir de ambos, unidos sobre las riendas, lo que también podía ser un símbolo de su unión en otros aspectos, se encontró tranquilamente de vuelta en su casa.

      CAPITULO XI

      Se acercaba el tiempo del regreso de Lady Russell. Ya estaba fijado el día. Ana deseaba unirse a ella tan pronto como volviera a establecerse, y pensaba en su próxima partida de Kellynch, preguntándose si su paz se vería amenazada por ello.

      Estaría en la misma villa que el capitán Wentworth, sólo a una milla de distancia; frecuentarían la misma iglesia y, sin duda, se establecerían relaciones entre las dos familias. Eso estaba en contra de ella, pero, por otra parte, él pasaba tanto tiempo en Uppercross que el marcharse de allí era más bien como si lo dejara, en vez de aproximársele como en verdad ocurría. Por otra parte, en lo que a ella misma concernía, no podía evitar pensar que salía ganando al cambiar la compañía de María por la de Lady Russell.

      Hubiera deseado no ver para nada al capitán Wentworth, especialmente en las habitaciones del Hall, que tan llenas de dolorosos recuerdos estaban para ella, puesto que eran las de sus primeros encuentros. Más aún la preocupaba el posible encuentro del capitán Wentworth con Lady Russell. No simpatizaban, y un reencuentro no podría acarrear nada bueno. Por otra parte, en caso de verlos juntos a ellos dos, Lady Russell iba a encontrar que él tenía gran dominio de sí mismo y ella, muy poco.

      Estas cavilaciones eran su preocupación mientras preparaba su despedida de Uppercross, donde creía haber estado ya bastante. Los cuidados que había prodigado al pequeño Carlos llenarían el recuerdo de esos dos meses con cierta dulzura; había sido necesaria y útil. Pero el pequeño recobraba fuerzas día a día y ya nada justificaba que permaneciese allí.

      El final de su visita, sin embargo, fue distinto de todo lo previsto por ella. El capitán Wentworth, después de dos días de ausencia de Uppercross, apareció, relatando los motivos que lo habían alejado. Una carta de su amigo el capitán Harville, que por fin había llegado a su poder, informaba de sus proyectos de establecerse con su familia durante el invierno en Lyme; por consiguiente, el capitán y sus amigos habían estado, sin saberlo, a escasas veinte millas el uno del otro. El capitán Harville nunca había recobrado enteramente su salud después de una seria herida recibida dos años antes, y la ansiedad que el capitán Wentworth sentía por ver a su amigo lo hicieron dirigirse de inmediato a Lyme. Estuvo allí veinticuatro horas. Sus excusas fueron aceptadas sin problema; su celo amistoso muy ponderado. Su amigo despertó gran interés, y, por último, la descripción de las bellezas de Lyme llamaron tanto la atención de los miembros de la reunión, que la inmediata consecuencia fue un proyecto para ir de excursión a ese lugar.

      Los jóvenes estaban enloquecidos por conocer Lyme. El capitán Wentworth hablaba de volver; Lyme distaba sólo diecisiete millas de Uppercross; a pesar de correr el mes de noviembre, el tiempo no era en modo alguno malo, y por último, Luisa, que era la más ansiosa entre las ansiosas, habiendo decidido ir, no logró que quebrantaran su propósito las insinuaciones de su padre y su madre para postergar la excursión hasta la entrada del verano. Así, pues, a Lyme debían ir todos: Carlos, María, Ana, Enriqueta, Luisa y el capitán Wentworth.

      La idea al principio fue partir por la mañana y volver por la noche; y así se hubiera hecho de no intervenir mister Musgrove, que pensaba en sus caballos. Por otra parte, pensándolo bien, en el mes de noviembre un solo día no iba a dejar mucho tiempo para conocer el lugar, en especial descontando las siete horas que el mal estado de los caminos requería para ir y volver. Resolvieron entonces pasar la noche en Lyme y no volver hasta el día siguiente a la hora de cenar. Esto fue considerado muchísimo mejor por todo el grupo. Así, a pesar de haberse reunido en la Casa Grande bastante temprano a desayunar, y de la puntualidad general, fue bastante después del mediodía cuando los dos carruajes, el de Mr. Musgrove conduciendo a las cuatro señoras, y el carricoche de Carlos, en que éste llevaba al capitán Wentworth, descendieron la larga colina en dirección a Lyme y entraron en la tranquila calle del pueblo. Era evidente que no hubieran tenido tiempo de recorrerla antes que la luz y el calor del día desaparecieran.

      Después de encontrar alojamiento y ordenar la comida en una de las posadas, lo que correspondía hacer, por supuesto, era preguntar el camino del mar. Habían llegado a una altura demasiado avanzada del año para disfrutar de cualquier entretenimiento o variedad que Lyme pudiera proporcionar como lugar público. Las habitaciones estaban cerradas, los huéspedes, retirados; casi no quedaban más familias que las de los residentes; y, como hay muy poco que ver en los edificios por sí mismos, lo único que los paseantes podían admirar era la notable


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