100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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mis sentimientos a la modestia y me pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis habilidades a la ciencia en general— con el deseo de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él simplemente quería halagarme, pero solo conseguía atormentarme. Me sentí como si fuera colocando, uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos instrumentos que iban a utilizarse posteriormente para darme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval, cuyas miradas y sentimientos siempre estaban prestos a descubrir de inmediato las emociones de los demás, no quiso hablar del tema, argumentando que no sabía nada de ello; y la conversación giró hacia otros asuntos de carácter general. Yo se lo agradecí en el alma, pero no dije nada. Vi claramente que estaba sorprendido, pero no intentó sonsacarme el secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla de afecto y respeto sin límites, nunca me atreví a confesarle aquello que siempre estaba presente en mis pensamientos, porque temía que al explicárselo a otra persona solo consiguiera que dejara en mí una huella aún más profunda.

      El señor Krempe no fue tan amable; y dada la condición de extrema sensibilidad, casi insoportable, en la que me encontraba entonces, sus encomios rudos y directos me causaron más dolor que la benevolente aprobación del señor Waldman.

      —¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí, sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza de la universidad; y si no lo expulsamos pronto, nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí… —continuó, observando mi gesto de contrariedad—: el señor Frankenstein es muy modesto, una excelente cualidad en un hombre joven. Los jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.

      Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí mismo y felizmente desvió la conversación de un asunto que verdaderamente me estaba matando.

      Clerval no era un científico. Su imaginación era demasiado viva para implicarse en la minuciosidad de las ciencias. Los idiomas eran su principal interés, así que deseaba aprender lo necesario para continuar los estudios por su cuenta cuando regresara a casa. El persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención tan pronto como consiguió adquirir un perfecto dominio del griego y el latín. Por mi parte, la inactividad siempre me había disgustado, y ahora que deseaba huir de toda reflexión y me repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran alivio al convertirme en compañero de clase de mi amigo, y no hallé solo instrucción sino también consuelo en las obras de los autores orientales. Su melancolía es tranquilizadora y su alegría anima el alma hasta un grado que yo jamás había experimentado al estudiar a los escritores de otros países. Cuando uno lee sus textos, parece que la vida consiste en un cálido sol y jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros de una encantadora enemiga, y en la ardiente pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma!

      El verano transcurrió en medio de aquellas ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó para finales de otoño; pero se retrasó por varios incidentes y llegó el invierno y la nieve, los caminos se pusieron intransitables y mi viaje hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente. Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba de todo corazón volver a ver mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi regreso solo se había retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval solo en una ciudad extraña antes de que hubiera conocido a algunas personas. El invierno, de todos modos, transcurrió muy agradablemente; y aunque la primavera vino bastante tarde, su belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido el mes de mayo, y yo esperaba diariamente la carta que fijara la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt para que pudiera despedirme del país en el que había vivido durante tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición: estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y Clerval siempre había sido mi compañero favorito en las caminatas de este tipo que yo solía emprender por los paisajes de mi país natal. Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían adquirido renovado vigor con el aire saludable, los pequeños incidentes habituales del camino y la conversación de mi amigo. El estudio me había hecho antisocial: había evitado cualquier relación con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado y aniquilado, hasta que tu amabilidad y tu afecto animaron y despertaron mis sentidos. Conseguí volver a ser la persona alegre que había sido solo unos años antes, amando a todos y siendo amado por todos, sin penas ni preocupaciones: cuando me sentía feliz, la Naturaleza inanimada tenía el poder de proporcionarme las sensaciones más deliciosas. Un cielo claro y los campos verdes me extasiaban. Aquella estación fue verdaderamente maravillosa: las flores de la primavera estallaban en los parterres mientras las del verano estaban ya a punto de brotar. No me inquietaron los malos pensamientos que durante el año anterior, aunque intenté apartarlos por todos los medios, me habían agobiado como una carga insoportable. Henry disfrutaba con mi alegría y comprendía sinceramente mis sentimientos: se esforzaba en distraerme, y al tiempo me contaba qué sentimientos ocupaban su alma. Los recursos de su ingenio, en esta ocasión, fueron ciertamente asombrosos. Su conversación era muy imaginativa; y muy a menudo, imitando a los escritores persas y árabes, inventaba cuentos maravillosamente fantasiosos e interesantes. En otras ocasiones recitaba mis poemas favoritos o me enredaba en conversaciones que sostenía con notable ingenio.

      Regresamos a la universidad un domingo: los campesinos disfrutaban en los bailes y todas las personas que nos encontramos parecían dichosas y felices. Yo mismo estaba muy animado, y caminaba embargado por sentimientos de alegría y júbilo.

      CAPÍTULO 10

      Cuando regresé a casa, me encontré la siguiente carta de mi padre.

      PARA V. FRANKENSTEIN

      Ginebra, 2 de junio de 17**

      Querido Victor:

      Probablemente has estado esperando impaciente una carta en la que fijara el día de tu regreso, y al principio estuve tentado de escribirte unas líneas, solo para decirte el día en el que podríamos esperarte… pero eso sería una cruel amabilidad, y no me atreví a hacerlo. ¡Cuál sería tu sorpresa, hijo mío, cuando esperaras una bienvenida alegre y feliz, y te encontraras, por el contrario, lágrimas y desconsuelo! ¿Y cómo puedo, Victor, contarte nuestra desgracia? La ausencia no puede haber endurecido tu corazón frente a nuestras alegrías y nuestras penas. ¿Y cómo puedo infligir dolor en mi hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Ya sé que tu mirada estará buscando ahora, en estas hojas, las palabras que te revelarán las horribles noticias…

      ¡William ha muerto! El encantador muchacho cuyas sonrisas me encantaban y me animaban, aquel que era tan cariñoso y tan alegre, Victor… ¡ha sido asesinado!

      No intentaré consolarte, simplemente te relataré las circunstancias de lo sucedido.

      El pasado jueves (28 de mayo), mi sobrina, tus dos hermanos y yo fuimos a dar un paseo a Plainpalais. La tarde era cálida y tranquila, y prolongamos nuestro paseo más de lo normal. Ya casi había atardecido cuando decidimos regresar, y entonces descubrimos que Ernest y William, que se habían adelantado, habían desaparecido. Así que nos sentamos en un banco para esperar a que volvieran. Entonces vino Ernest y preguntó por su hermano: dijo que había estado jugando con él, y que William se había ido corriendo para esconderse, y que lo había estado buscando en vano y que después había estado esperando mucho rato, pero no había vuelto.

      Esto nos asustó bastante y continuamos buscándolo hasta que cayó la noche; entonces Elizabeth aventuró que tal vez podía haber regresado a casa. Pero no estaba allí. Volvimos al lugar con antorchas, porque yo no podía vivir pensando que mi querido niño se había perdido y se había quedado a la intemperie, con la humedad y el rocío de la noche; Elizabeth también estaba angustiadísima.


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