David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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lado del río. Había preparado, para pegar en ella, una dirección escrita en el respaldo de una de las tarjetas de expedición que pegábamos en las cajas: «Míster David enviará a buscarla a la oficina de la diligencia de Dover». Tenía la tarjeta en el bolsillo y pensaba pegarla en cuanto estuviera fuera de la casa. Mientras andaba miraba a mi alrededor, para ver si encontraba a alguien que pudiera ayudarme a llevarla. En esto vi a un muchacho de piernas largas, que llevaba un carrito enganchado a un burro y que estaba cerca del obelisco en el camino de Blackfriars; al pasar me encontré con su mirada y me preguntó si le reconocería bien si le volvía a ver, aludiendo sin duda a la fijeza con que le había examinado. Me apresuré a asegurarle que no había sido por descortesía, sino que estaba pensando si no quería encargarse de un trabajo.

      -¿Qué trabajo? -preguntó el muchacho de las piernas lanzas.

      -Llevar una maleta -contesté.

      -¿Qué maleta? -insistió el joven.

      Lo dije que la mía, que estaba allí, en aquella misma calle, y que deseaba que por seis peniques me la llevaran a la diligencia de Dover.

      -Vaya por los seis peniques -dijo el muchacho.

      Y subiendo al instante en su carrito, que se componía de tres tablas puestas sobre las ruedas, partió tan diligente en la dirección indicada, que me costaba trabajo seguir el paso de su burro.

      Tenía unos modales desconcertantes aquel muchacho y una manera muy molesta de mascar una brizna de paja al hablar; pero el trato estaba hecho. Le hice subir a la habitación que dejaba, cogió la maleta, la bajó y la puso en su carrito. Yo no quería todavía poner la dirección, por temor a que alguien de la familia de mi propietario adivinara mis designios; le rogué, por lo tanto, que se detuviera al llegar a la gran pared de la prisión de Bench King. Apenas hube pronunciado estas palabras cuando partió como si él, mi maleta, el carrito y el asno se hubieran vuelto locos. Yo perdía la respiración a fuerza de correr y de llamarle, hasta que le alcancé en el sitio indicado.

      Estaba rojo y excitado, y al sacar la tarjeta dejé caer de mi bolsillo la media guinea. Me la metí en la boca para mayor seguridad, y aunque mis manos temblaban mucho, conseguí, con gran satisfacción, colocar la tarjeta. De pronto recibí un violento golpe en la barbilla, que me dio el chico de las piernas largas, y vi mi media guinea pasar de mi boca a sus manos.

      -Vamos -dijo el joven agarrándome por el cuello de la chaqueta con un horrible gesto-, asunto de policía, ¿no es verdad? Y quieres huir, ¿no es así? ¡Ven, ven a la policía, granuja! ¡Ven a la comisaría!

      -Déme mi dinero, haga el favor -dije yo, muy asustado-, y déjeme en paz.

      -Ven a la comisaría, y allí demostrarás que es tuya.

      -Deme mi maleta y mi dinero, ¿quiere usted? -grité deshecho en lágrimas.

      El joven todavía replicó: «Ven a la comisaría», arrastrándome con violencia al lado del asno, como si hubiera alguna relación entre aquel animal y un magistrado.

      Después, cambiando de pronto de opinión, saltó al carrito, se sentó encima de la maleta y, diciendo que iba derecho a la comisaría, partió más deprisa que nunca. Corrí tras él todo lo que pude; pero no tenía aliento para llamarle, ni me hubiera atrevido a hacerlo aunque hubiera podido. En un cuarto de hora estuve veinte veces a punto de que me atropellaran; tan pronto veía a mi ladrón como desaparecía a mis ojos; después volvía a verle; después recibía un latigazo de cualquier carretero; después me insultaban, caía en el barro, me levantaba, chocaba contra alguien, o me precipitaba contra un poste. Por fin, sofocado por la camera y turbado por el miedo de ver que Londres entero se pusiera a perseguirme, dejé al joven que se llevase mi maleta y mi dinero donde quisiera. Ahogado y todavía llorando seguí, sin detenerme, el camino de Greenwich, que estaba en el camino de Dover, según había oído decir, llevando hacia el retiro de mi tía Betsey una parte de mis bienes casi tan pequeña como la que traía la noche en que mi nacimiento tanto le enfureció.

      Capítulo 13 El resultado de mi resolución

      No sé nada; pero creo que pensaba seguir corriendo pasta Dover cuando renuncié a la persecución del muchacho del carrito y tomé el camino de Greenwich. En todo caso, mis ilusiones se desvanecieron pronto; me vi obligado a detenerme en la carretera de Kent, cerca de una terraza que adornaba una fuente con una gran estatua en el centro. Allí me senté en el umbral de una puerta, agotado por los esfuerzos que acababa de hacer, y tan sofocado, que apenas si tenía fuerzas para llorar, pensando en mi maleta y en mi media guinea. Se había hecho de noche, y mientras descansaba oí dar las diez en los relojes; pero era verano y hacía calor. Cuando recobré alientos y me tranquilicé emprendí de nuevo el camino de Greenwich. Ni por un momento se me ocurrió volverme atrás. No sé si se me hubiera ocurrido en el caso de encontrarme un precipicio en medio del camino.

      Pero la escasez de mis recursos (tenía tres medios peniques en el bolsillo y me pregunto cómo estarían allí siendo sábado) no dejaba de preocuparme, a pesar de mi perseverancia. Empezaba a figurarme un artículo en los periódicos anunciando que me habían encontrado muerto bajo un árbol, y andaba tristemente, aunque todo lo más deprisa que podían mis piernas, cuando pasé por delante de una puerta donde ponía que se compraban trajes de hombre y de mujer y que pagaban bien los huesos y los trapos viejos. El dueño de la tienda estaba sentado a la puerta en mangas de camisa, con la pipa en la boca; había muchos trajes y pantalones suspendidos del techo, y todo aquello sólo estaba alumbrado por dos candiles, de manera que parecía un hombre que hubiera colgado allí a sus enemigos y se regocijara con su venganza.

      La experiencia que había adquirido con mistress Micawber me sugirió, a la vista de aquello, un medio de alejar algo el golpe fatal. Entré en una callejuela, me quité el chaleco, lo doblé cuidadosamente y me presenté en la puerta de la tienda.

      -¿Hace usted el favor? -le dije- Quiero vender esto en lo que valga.

      El señor Dollby (al menos Dollby era el nombre que se leía encima de la puerta de la tienda) cogió el chaleco, Puso la pipa en el montante de la puerta, por encima de su cabeza, entró en la tienda seguido por mí, avivó los candiles con sus dedos, extendió el chaleco sobre el mostrador y lo miró. Después acercó la luz para verlo mejor, y por último dijo:

      -¿Cuánto pide usted por este chalequito?

      -Mejor sabrá usted ponerle precio que yo -contesté con modestia.

      -No puedo comprar y vender al mismo tiempo -dijo míster Dollby-; póngale usted precio.

      -Dieciocho peniques -insinué, después de muchas cavilaciones.

      Míster Dollby lo dobló de nuevo y me lo devolvió.

      -Sería robar a mi familia -me dijo- el ofrecer nueve peniques por él.

      Esto era mirar el asunto desde un punto de vista desagradable, pues suponía en mí, que era un extraño, la antipática pretensión de querer que míster Dollby robara a su familia en provecho mío. Sin embargo, como no podía esperar, le dije que si quería tomaría los nueve peniques. Míster Dollby, no sin gruñir bastante, me los dio. Le di las buenas noches y salí de la tienda con aquella suma de más y el chaleco de menos; pero abrochándome la chaqueta, ¡qué más daba!

      En realidad estaba convencido de que la chaqueta tendría que seguir al chaleco y me consideraría muy dichoso si llegaba a Dover aunque sólo fuera con el pantalón y la camisa. Aquella perspectiva no me preocupaba tanto como se podría suponer. Salvo una impresión general de que el camino era largo y de que el dueño del burro se había portado cruelmente conmigo, creo que tenía un sentimiento demasiado claro de la dificultad de mi empresa cuando volví a ponerme en camino con mis nueve peniques en el bolsillo.

      Se me había ocurrido una idea para pasar la noche. Mi plan era acostarme al lado de la tapia de mi antigua escuela, en un rincón donde antes solía haber un almiar. Imaginaba que me sería grato el tener a los chicos y la habitación donde acostumbraba a contar las historias tan cerca de mí, aunque ellos no supieran nada y la habitación no me prestara su abrigo.


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