David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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entonces?

      Al referirme a ella la describo como era: cuando me fui aquella noche a la cama después de charlar y cuando después vino ella a mi lecho a besarme, se arrodilló alegremente al lado de mi camita y con la barbilla apoyada en sus manos y riendo me dijo:

      -¿Qué es lo que han dicho, Davy? Repítemelo; ¡no lo puedo creer!

      -La seductora… -empecé.

      Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrumpirme.

      -No sería seductora -dijo riendo-. No puede haber sido seductora, Davy. ¡Estoy segura de que no era eso!

      -Sí era: «la seductora mistress Copperfield» -repetí con fuerza-. Y «la bonita» .

      -No, no; tampoco era bonita; no era bonita -interrumpió mi madre, volviendo a poner sus dedos sobre mis labios.

      -Sí era, sí: « la bonita viudita».

      -¡Qué locos! ¡Qué impertinentes! -exclamó mi madre riendo y cubriéndose el rostro con las manos. ¡Qué hombres tan ridículos! Davy querido…

      -¿Qué, mamá?

      -No se lo digas a Peggotty; se enfadaría con ellos. Yo también estoy muy enfadada; pero prefiero que Peggotty no lo sepa.

      Yo se lo prometí, naturalmente: Nos besamos todavía muchas veces, y pronto caí en un profundo sueño.

      Ahora, desde la distancia, me parece como si hubiera sido al día siguiente cuando Peggotty me hizo la extravagante y aventurada proposición que voy a relatar, aunque es muy probable que fuese dos meses después.

      Una noche estábamos (como siempre cuando mi madre había salido) sentados, en compañía del metrito, del pedazo de cera, de la caja que tenía la catedral de Saint Paul en la tapa y del libro del cocodrilo, cuando Peggotty, después de mirarme varias veces y abrir la boca como si fuera a hablar, sin hacerlo (yo pensé sencillamente que bostezaba; de no ser así me hubiera alarmado mucho), me dijo cariñosamente:

      -Davy, ¿te gustaría venir conmigo a pasar quince días en casa de mi hermano, en Yarmouth? ¿Te divertiría?

      -¿Tu hermano es un hombre simpático, Peggotty? -pregunté con precaución.

      -¡Oh! ¡Ya lo creo que es un hombre simpático! -exclamó Peggotty levantando las manos-. Y además allí tendrás el mar, y los barcos, y los buques grandes, y los pescadores, y la playa, y a Ham para jugar.

      Peggotty se refería a su sobrino Ham, ya mencionado en el primer capítulo; pero hablaba de él como de una parte de la gramática inglesa.

      Aquel programa de delicias me cautivó, y contesté que ya lo creo que me divertiría; pero ¿qué diría mi madre?

      -Apuesto una guinea -dijo Peggotty mirándome intensamente- a que nos deja. Si quieres, se lo pregunto en cuanto vuelva. ¡Ahí mismo!

      -Pero, ¿qué hará ella mientras no estemos? -dije, apoyando mis codos pequeños en la mesa como para dar más fuerza a mi pregunta-. ¡No va a quedarse sola!

      Si lo que buscó Peggotty de pronto en la media era el roto que cosía, verdaderamente debía de ser tan pequeño que no merecía la pena de repasarlo.

      -Digo, Peggotty, que sabes muy bien que no podría vivir sola.

      -¡Dios te bendiga! -exclamó al fin Peggotty, mirándome de nuevo-. ¿No lo sabes? Tu madre va a pasar quince días con mistress Grayper. Y mistress Grayper va a tener en su casa mucha gente.

      ¡Oh! Siendo así, estaba completamente dispuesto a ir. Esperé con la más viva impaciencia a que mi madre volviera de casa de mistress Grayper (pues estaba en casa de aquella misma vecina) para estar seguro de que nos dejaba llevar a cabo la gran idea. Sin ni mucho menos sorprenderse, como yo esperaba, mi madre consintió enseguida en ello; y todo quedó arreglado aquella misma noche: hasta lo que pagarían por mi alojamiento y manutención durante la visita.

      El día de nuestra partida llegó pronto. Lo habían fijado tan cercano, que llegó pronto hasta para mí, que lo esperaba con febril impaciencia y que temía que un temblor de tierra, una erupción volcánica o cualquier otra gran convulsión de la naturaleza viniera a interponerse interrumpiendo la expedición. Debíamos ir en el coche de un carretero que partía por la mañana después del desayuno. Hubiera dado dinero por haber podido vestirme la noche anterior y dormir ya con sombrero y botas.

      ¡Con qué emoción recuerdo ahora, aunque parezca que lo digo como algo sin importancia, la alegría con que abandoné mi feliz hogar, sin sospechar siquiera lo que dejaba para siempre!

      Me gusta recordar que, cuando el carro estaba a la puerta y mi madre me besaba, una gran ternura por ella y por el viejo lugar que nunca había abandonado me hizo llorar. Y me gusta saber que mi madre también lloraba y que yo sentía latir su corazón contra el mío.

      Me gusta recordar que cuando el carro empezó a alejarse, mi madre corrió tras él por el camino, mandándole parar, para darme más besos, y me gusta saber la gravedad y el cariño con que apretaba su cara contra la mía, y yo también.

      Mi madre se quedó en la carretera, y cuando ya partimos, míster Murdstone apareció a su lado. Me pareció que le reprochaba el estar tan conmovida. Yo los miraba a través de los barrotes del carro, preocupado con la idea de por qué ese señor se metería en aquello.

      Peggotty, que también estaba mirando, no parecía nada satisfecha; se lo noté en cuanto le miré a la cara.

      Durante algún tiempo permanecí mirando a Peggotty y pensando que si ella quisiera abandonarme, como a los niños en los cuentos de hadas, yo sería capaz de volver a encontrar el camino de casa guiándome sólo por los botones que, seguramente, se le irían cayendo.

      Capítulo 3 Un cambio

      Quiero suponer que el caballo del carretero era el más perezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la cabeza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un constipado.

      También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía» aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yarmouth exactamente igual sin él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.

      Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comíamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.

      Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.

      Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba todo muy esponjoso y empapado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es realmente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más explicable. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra estuviera un poco más separada del mar y la ciudad menos sumergida en él, como un trozo de pan en el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.

      Cuando


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