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neoliberal instalado en Chile desde la dictadura y agudizado en los siguientes años es antes que todo un programa discursivo y cultural antes que económico. Y lo es, por una tan simple como compleja razón: porque tiene que ver con el gobierno de la vida, con la administración de la felicidad y, por ende, con la gestión del miedo (miedo a la comunidad, miedo a perder el trabajo, miedo a no tener, miedo a la solidaridad, miedo al otro, miedo a la diferencia).

      Por esto es por lo que, desde nuestro punto de vista, lo expuesto por el periodista Patricio Bañados adquiere tanto sentido: “Me gustaría puntualizar que en el plebiscito del 88 ganó el Sí. Hubo más gente que votó que No, pero ganó el Sí. No sospechábamos que había un acuerdo, aparentemente previo, del cual no teníamos conocimiento y que ni siquiera podemos certificar ahora. Un acuerdo para que nada cambiara, o sea, el “gatopardo”: que las cosas cambien para que todo pueda seguir igual”. En otras palabras, Chile se transformó en un país inventado o representado desde el lente cultural de sólidos intereses de capitales que requerían movilizarse a escala planetaria y Chile fue el lugar donde fue -y es- posible desplegar los jugosos intereses que comenzaron a arrojar sus ganancias. Y es que el gran problema del capital es la acumulación, por lo que la tarea fue instalar y otorgar las condiciones para atraer ese dinero y desplegar las “bondades” de la competencia y la individualidad. Esa ha sido nuestra historia en las últimas décadas y tenemos el temor y sospecha que lo seguirá siendo, porque el negocio de los recursos en Chile sigue siendo muy próspero, más allá del impacto que ello genera en el calentamiento global, pero fundamentalmente, porque la salud, la educación, pero fundamentalmente las pensiones, representan un mercado demasiado jugoso como para perderlo de vista.

      Aunque le parezca menos evidente, este es un libro de Geografía. Hay allí, en el modo de comprensión de lo geográfico, otro patrón de colonización cultural. En efecto, también en la década del 70 y 80 la Geografía se transformó en una útil herramienta para modificar los territorios en áreas productivas donde el capital pudiese desplegar los procesos de mercantilización de una naturaleza que estaba allí para ser explotada. La Geografía debía alejarse de lo social y debía instalarse en ese, un tanto ingenuo ya, discurso de la neutralidad científica. Parte de nuestro trabajo es sacarla de allí y (de)volverla al marco social desde donde surge su sentido.

      Usted podrá constatar que este es un libro de Geografía, pero fundamentalmente visualizará que es un libro sobre las imágenes. De allí que sea necesario desde ya preguntarles a las y los lectores: ¿Pensamos o somos pensados por las imágenes? Esperamos que este libro pueda colaborar a responder esa pregunta.

       Introducción

      El Chile que imaginamos pero que no siempre vemos

       Nuestro país tiene por delante un futuro promisorio. Estamos avanzando… Antes que termine esta década podemos ser la primera nación de Latinoamérica en cruzar el umbral del desarrollo.

      Sebastián Piñera, 21 de mayo de 2011

      I

      Este es un libro que se plantea como desafío reflexionar en torno a las imágenes que conlleva el discurso del desarrollo. Es, desde esta perspectiva, un ensayo y no busca instalarse en las lógicas de un trabajo científico. Sin embargo, no por ello es menos serio, ya que a su vez pretende interpelar a la sociedad que hemos construido, desde nuestro punto de vista, en base a un programa que se sustenta en una desigualdad social muy notoria, aunque invisibilizada desde aquellas imágenes que son promesas de un futuro esplendor. En consecuencia, es un texto que se interesa en resaltar lo que dejamos de observar y comprender cuando asumimos que ciertas imágenes son definitivas. En el fondo, es un libro sobre las imágenes. Por lo mismo, tiene que ver con el Chile inventado desde los discursos del éxito, del desarrollo y el progreso. Aunque esta es una historia que se remonta al siglo XIX, o antes incluso, nos referiremos acá a ese Chile producido en las últimas décadas, donde las imágenes han adquirido modos de dominio público que de extraña manera se tornan incuestionables. Esas imágenes, en cierto modo, nos ciegan, banalizan de tal modo la vida cotidiana, que en la práctica terminamos creyendo que Chile es un país que casi alcanza el desarrollo o que está muy cerca de arribar a ese puerto. Pero, ¿qué es el desarrollo? ¿Solo una cifra? ¿No necesita la imagen del desarrollo la producción o invención de otras múltiples imágenes para justificar la proyección de un país exitoso y próspero? ¿No es el desarrollo una imagen en sí mismo?

      El tema nos parece de fondo: las imágenes, a diferencia de lo que comúnmente se estima y cree, no son un asunto etéreo, fugaz, liviano. Por el contrario, nada hay más sólido que las imágenes. Ellas son una puesta en escena, una escenografía fina y articulada, que colabora de modo sustancial a organizar el lenguaje, las palabras, el tiempo y el espacio; es decir, lo visible. Las imágenes nos definen, nos dan sentidos, nos encauzan, nos permiten seguir un camino. En consecuencia, será necesario preguntarse ¿no son esas imágenes modos de conquista o dominio de horizontes que más que realidades son sueños de una época, alquimias de poderes que juzgan lo que debemos ser y cómo debemos comportarnos?

      ¿Qué tipo de sacrificios u órdenes sociales requiere, por tanto, el camino al desarrollo? Y por lo mismo, ¿cómo debemos recoger y leer los desafíos que plantean hoy los diversos llamados a la acción climática?

      En el año 2012, el ministro de Economía del gobierno de Sebastián Piñera comentó: «… el desarrollo llegará el año 2020». En forma instantánea, el propio presidente corrigió: «Lamento decir que el ministro está equivocado: el desarrollo llegará el año 2018». ¿De qué forma llegó el desarrollo, el ansiado y anhelado progreso? La imagen del desarrollo es compleja, porque en un estudio realizado este año (Fundación Sol 2019) se nos indica que un poco más del 50% de la población nacional gana menos que 350 mil pesos y que un 75% no supera los 500 mil pesos. También se nos dice que el 1% concentra casi el 30% de la riqueza del país, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos tiene poco más de un 2% de la riqueza neta del país.

      Pero la imagen del desarrollo es esperanza y, tal como está consignada en el lenguaje cotidiano, nunca habría que «perder la esperanza». Esta imagen de esperanza da también buen sustento a la imagen del desarrollo. En cierto modo, la articula y la proyecta al futuro. Es allí donde queda el desarrollo: en el futuro, en la meta.

      Pero lo cierto es que las imágenes van produciendo un mito, una utopía y un sueño que muchas veces adormece más que despierta. Así, el mito del desarrollo, el mito del progreso, en fin, el mito del éxito, y ellas, las imágenes, se movilizan produciendo olvido, agitando una memoria que más que mirar al pasado debe mirar al futuro, de modo que la trayectoria de la imagen quede precisamente silenciada en su propia condición de imagen: incuestionable, intransable, irrebatible.

      ¿Y si llevamos este panorama a las imágenes del territorio? Porque cabe preguntarse si esa promesa del desarrollo requiere también de imágenes geográficas para sustentarlo. En efecto, porque pareciera necesario e indispensable para consolidar la imagen y el proyecto del desarrollo contar con «zonas de sacrificio», áreas que deben servir para sostener y recibir los eventuales efectos negativos del proyecto. Siempre hay algo que debe sacrificarse. O, en otro ámbito, ¿no es el agua un elemento clave para aceitar las máquinas del desarrollo? ¿No requiere el desarrollo de nuevas carreteras hídricas «para que no se pierda el agua en el mar»? Lejos de ser comprendido como un recurso público, el agua requiere interpretarse como un bien que solo privatizado permitirá tener en movimiento a la minería, industria esencial en la arquitectura del progreso y el desarrollo. ¿Cómo poner en duda esa imagen tan sólida que nos dice que el norte chileno posee «vocación minera», como si el territorio tuviese una inspiración natural, divina, en cierto modo, una suerte de oficio innato? O siguiendo con aquellas arquitecturas que legitiman el perfil del desarrollo, no es necesario preguntarse ¿qué hay detrás de la imagen de naturaleza prístina con que se proyecta la Reserva de Vida de Aysén? ¿Qué opinarán los antiguos habitantes-colonos que hoy están siendo expulsados, paradójicamente en nombre de la naturaleza, por nuevos eco-colonos que comienzan a concentrar


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