Retrato del artista pigmeo. Edgar Aguilar
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A mi hermano Antonio
No recordamos días, recordamos momentos.
Cesare Pavese
El pasado no existe en sí: nosotros lo inventamos.
Octavio Paz
1
Recuerdo. ¿Cómo es el recuerdo? Es quizá como un cuadro en que vislumbramos, a través de él, con nítidos destellos de colores y formas, detalles que nos dicen algo de nosotros mismos. Detalles que sin embargo poseen relación con nuestro pasado, y más aún, con lo que somos. Detalles a veces difusos, pero que de pronto guardan una gran claridad e incluso exactitud de cosas, personas y situaciones. Recuerdo por ejemplo que teníamos un perro con una gran mancha negra en un ojo, que desapareció un día de playa y que regresó solo a casa cuando ya lo habíamos dado por perdido; que mi padre tenía una ferretería; que mi madre, al separarse de mi padre, se dedicó por su cuenta al comercio de ropa y calzado. Recuerdo que por algún tiempo vivimos en la parte trasera de la ferretería. Recuerdo también que una noche, siendo yo muy pequeño, al acompañar a mi padre a la tienda a comprar cigarrillos, oímos desde el interior de ésta una detonación cercana. Jamás en mi vida había escuchado un disparo. Algo de trágico, fastuoso y violento había en ello. Salimos de la tienda y a escasos metros se hallaba un hombre tendido en el suelo. Un auto, recuerdo con exactitud el auto: era un auto rojo, deportivo, un modelo viejo, trazando frenéticamente una semicircunferencia y levantando una gran nube de polvo, se alejaba a toda prisa hasta que se perdió en la oscuridad; una niña pequeña, ¿o era una mujer?, lloraba y gemía sobre el pecho del hombre, cubierto ya por una espesa capa de sangre. Recuerdo que quedé impresionado, y no era para menos. Regresé de la mano de mi padre, en silencio, y cuando llegamos a casa no dijimos nada. Era muy probable que mi madre y mis hermanos no hubiesen escuchado nada. A veces me daba la impresión de que mis hermanas mayores y mi hermano no se percataban nunca de nada. Mi madre, aunque en un principio parecía no darse cuenta de las cosas, era una mujer sumamente perceptible. Como cuando me descubrió sustrayendo unas monedas de su monedero. Supo el instante preciso en que me disponía abrir y saquear su monedero, y me sorprendió justo en ese momento. Las madres tienen desarrollado mucho ese sentido: saben exactamente cuándo uno va a cometer una maldad o fechoría. Saben muchas cosas de nosotros que nosotros creemos que ignoran. Nunca imaginé que estuviera al tanto de mis hurtos, que yo consideraba hasta cierto punto inofensivos, y de los cuales pensaba que no los notaría por su propia insignificancia. Pero simplemente me agarró. Y sin decírmelo, sólo demostrándomelo, me dio a entender que estaba consciente de ellos. Y eso fue lo que me avergonzó y me humilló en realidad, que lo supiera o que al menos lo sospechara y que yo estuviera convencido de que no advertiría la diferencia en el contenido de su monedero. Pero creo que esto fue mucho después, mucho después de vivir en la parte trasera de la ferretería. Quizá ocurrió en la casa que nos había prestado el abuelo. Una casa que parecía una galera de una sola pieza junto a un enorme zaguán. Una casa en verdad agradable, o que al menos a mí me parecía bastante agradable. Aunque a mi madre y a mis hermanas, pues la opinión que tuviéramos mi hermano y yo simplemente no contaba, nunca les gustó tal como estaba y tuvo entonces mi abuelo que reconstruirla y hacer una casa normal, con sus cuartitos y sala y cocina y baño y puertas y ventanitas y patio y todo lo que debe contener una casa normal. Lo que más me dolió fue perder el zaguán, en el que mi abuelo guardaba su vieja camioneta Chévrolet, con su enorme carrocería verde, pero esto se debió más bien a la casa que mi abuelo le tuvo que construir poco antes a mi tío Héctor, hermano menor de mi madre, toda vez que se casó y necesitaba de una casa, justo en donde se encontraba el zaguán. Había en éste una infinidad de cosas maravillosas: costales de café, riatas de distintos grosores, sombreros de palma del abuelo, leña, palos, escobas, alambres, llantas y fierros. Mientras que el interior de la casa, donde no había ninguna división, salvo en el baño, me gustaba porque todo era caótico: las camas arrinconadas al lado de la mesa de comer, en la cual había pocillos y libros de la escuela; la ropa aventada en los sillones; el baño que daba al zaguán, desde donde me entretenía admirando por la ventanilla la vieja camioneta Chévrolet del abuelo; las ollas y sartenes y demás trastos encima de una desvencijada mesa junto a otra cama… y toda esa clase de desorden que tanto les disgusta a las madres. Recuerdo un episodio en particular de esa casa-galera: un albañil tenía que romper un pedazo de pared para realizar una reparación apenas a un costado de la cama en la que dormía mi hermano. Como mi hermano era muy dormilón, permanecía dormido y tapado hasta las orejas. Con su mazo y cincel, el albañil empezó a golpear fuerte y ruidosamente la pared y todos creímos que mi hermano se levantaría dando un salto de la cama. Pero mi hermano seguía respirando y resoplando, costumbre en él cuando dormía a profundidad, sin reparar en los golpes que propinaba el albañil casi en su cabeza… Esto nos provocó a todos, incluido el albañil, mucha risa. Nos parecía increíble que el ruido no lo despertara. Y en verdad, cosa extraordinaria, el albañil terminó su trabajo y mi hermano continuó plácidamente dormido. Pero volviendo a la casa-galera, no había en realidad mucha diferencia con nuestra antigua casa-ferretería. El olor que guardo de la casa-ferretería, y de la ferretería de mi padre en particular, es un olor que aún no puedo desprendérmelo, sobre todo cuando visito, cosa que trato de evitar por cualquier medio, o paso por una ferretería. Una nauseabunda combinación de olor a clavos, hules, plásticos, metal, cobre galvanizado, fierros, gomas, tíner, grasa: había una sustancia espesa de color amarillento, una especie de grasa o manteca que siempre ignoré para qué servía y que los empleados de mi padre solían despachar en periódico sobre el mostrador, que me remite con su tóxico olor a una época de privaciones y completamente desdichada; palas, martillos, pinzas, escusados de cerámica para baño, tuercas y más clavos de una, dos, tres, media pulgada, herramientas para albañil, carpintero, fontanero, mangueras, tubos de pvc: cómo detestaba los tubos de pvc, tan largos y tan inútiles, varilla, cemento, y esas delgadas tablas de color naranja con pequeños agujeros en las que se colgaban con alambritos, como si fueran juguetes, infinidad de cosas inservibles e incomprensibles. En suma, un olor torturante e ignominioso. Nosotros teníamos que soportar todos los días, día y noche, ese maldito y penetrante olor, separada la parte de la ferretería con la parte de nuestra casa, habilitada como tal, apenas por unos cartones mal puestos. Mi padre rara vez estaba en la ferretería y tampoco se le daba mucho permanecer en casa. Dejaba a sus empleados a cargo del negocio, uno de ellos sobrino suyo con quien nos llevábamos muy bien. Mi madre decía, o más bien, le decía a él, que siempre le robaban sus empleados, que cambiaban de un día para otro. Salvo nuestro primo, Fayo, como le decíamos, fue el único que se mantuvo casi hasta el final. Y de él nunca le escuché a mi madre hablar mal. Con Fayo jugábamos al futbol por las tardes. A veces venían sus hermanos, nuestros otros primos, e íbamos a un campo cercano a patear la pelota. Pero siempre nos divertíamos más con Fayo, aunque era mucho más grande que nosotros, quizá por eso mismo. Dos cosas recuerdo en particular de aquel tiempo en la casa-ferretería: la primera se refiere a una ocasión en que, jugando con la pelota, lancé un tiro que se estrelló en una taza de baño. Mi tiro resultó tan potente que, a pesar de las protecciones de cartón que cubrían los costados de ésta, la derribó y se partió a la mitad de las sentaderas. Esto me causó un pavor terrible e incontrolable, porque de todas las cosas de la ferretería, prácticamente los escusados era lo único que podía romperse y, por lo cual, había que tener más cuidado. No recuerdo qué me dijo mi madre ni creo que me importara mucho. Estaba aterrado no para cuando llegara mi padre, que eso era relativo, es decir, podía ser pronto o hasta el siguiente o los siguientes días, sino para cuando se percatara de lo sucedido. Pero mi padre tuvo la ocurrencia de hacer acto de presencia en ese preciso momento, y quizá fue después de todo lo mejor. Lo curioso es que no recuerdo su expresión o lo que dijo o hizo conmigo: mi padre, que recuerde, sólo me pegó una vez, pero eso bastó para siempre; lo que recuerdo es verme a mí mismo desaprobando mi conducta, moviendo la cabeza de un lado a otro, reprimiéndome y censurándome ante mi padre, diciendo: «Muy mal, muy mal hecho, eres un estúpido, estúpido, estúpido. ¿Pero