Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero


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vivíamos en un estado de pánico permanente, porque a cada momento oías los gritos de tus compañeros y nunca sabías si acabarían confesando –explicó Torres–. De mí se ocuparon algunos tipos tan conocidos como el Guatón Romo, su colega el Troglo[19] o el teniente Pablo.

      —Yo prefería que me golpearan en vez de darme descargas eléctricas. Pero me metieron un trapo en la boca para que no me mordiera la lengua, y me aplicaron la máquina. Un día trajeron al Pájaro, que había sido detenido conmigo. Lo colgaron de un arnés a mi lado y le aplicaron la picana eléctrica. Tenía las piernas rotas, el codo izquierdo destrozado y un ojo lleno de sangre. Sus gritos eran desgarradores y me desmayé. En otra ocasión me obligaron a presenciar la tortura de Osvaldo, esperando que yo lo convenciera de que colaborara y entregara compañeros. Lo tenían en un galpón grande y le estaban dando picana. Después, esa misma noche, me llevaron a la parrilla, una de esas camas de hierro donde ponían electricidad.

      Las mujeres recibían un trato específico. Becker lo atribuye a la mentalidad machista, que las despreciaba por «haberse metido en política abandonando las obligaciones del hogar»:

      —Se cebaban en el castigo físico contra nosotras, para quebrar nuestra dignidad femenina. Los torturadores se reían al ver que yo temblaba y que por las piernas me corría sangre de mi menstruación. Nos colgaban desnudas para pegarnos. Y también cometían muchos abusos y violaciones.

      Los momentos de tranquilidad en el infierno de Villa Grimaldi eran muy escasos. La pareja comparte el recuerdo de uno en particular:

      —Una noche que hacía mucho calor, nos llevaron a todos al patio y nos formaron bajo una intensa lluvia. Disfrutamos de aquellos instantes por el frescor del agua y abrimos las bocas para beberla con una cierta sensación de libertad interior. Pero enseguida nos dividieron en dos grupos y condujeron a uno de ellos al punto más temido del recinto: lo que llamaban la torre, unas estructuras de madera muy bajas, en las que había que entrar de rodillas.

      Tras recuperar la libertad y vivir el exilio siempre unidos, Osvaldo y Nubia residen hoy en Santiago de Chile ejerciendo sus profesiones, él como antropólogo y ella como orientadora social y escritora.

      Muchos otros presos de Villa Grimaldi tuvieron peor suerte y su existencia se esfumó junto a sus sueños. Para hacerlos presentes, la Asociación de Familiares de Desaparecidos celebra turnos de ayuno cada aniversario del golpe contra Allende. El Estado les ha ofrecido indemnizaciones, pero no ha sido capaz de proporcionarles la información que ellos reclaman. Y siguen sin tener donde rezar ante los restos mortales de padres, hijos, esposos o hermanos.

      —Tantos años después, aún estoy exigiendo justicia y verdad –nos dijo Norma Mares González, una de las visitantes de los jardines que se aproximó a nuestra cámara–. Sólo sé que a mi hijo lo mataron encadenado y colgado en un árbol, pero necesito averiguar dónde arrojaron sus restos.

      Tampoco a ella le hacía falta venir a un parque de la memoria para recordar, porque jamás había podido superar el daño. Y había pasado demasiado tiempo repitiendo las mismas palabras sin que nadie les prestase suficiente atención.

      La simpleza de los diablos menores

      Los demonios de segundo nivel, carentes de relevancia política, siempre se han beneficiado de la escasa atención que la prensa, la Justicia y la Historia dedican a los personajes secundarios, centrando su interés en las figuras, hechos y responsabilidades de los diablos mayores. Frente al lógico protagonismo de los principales dirigentes políticos y militares, muchas veces convertidos en personajes deslumbrantes por su asombroso descaro en el ejercicio de la barbarie, la anónima legión que ejecuta sus órdenes suele mantenerse entre tinieblas y protegida por el secreto. Su función es esencial, porque sin su oscuro trabajo los grandes tiranos no conseguirían imponer el terror imprescindible para ejercer el dominio sobre la sociedad.

      La mayoría de los más sucios servidores de las tiranías consiguen pasar desapercibidos. Muchos permanecen ocultos e impunes, cambiando sus puestos en los instrumentos de la dictadura por otros en las instituciones de la democracia, sin que nadie cuestione su pasado, y se jubilan cobrando sus pensiones de servidores públicos. Sólo rinden cuentas a la Justicia los más relevantes, los que participaron en hechos cuya magnitud resultó escandalosa, quienes se hicieron demasiado visibles en los mayores centros de detención o destacaron por su actuación implacable en el tormento y exterminio de prisioneros.

      Los funcionarios del terror raramente muestran arrepentimiento. Su silencio no obedece sólo a cobardía personal, al temor a ser castigados. A veces hablan, pasados los años, y manifiestan su convicción de haber cumplido con el deber. Hay que creer en su sinceridad, que responde a una mentalidad común muy elemental. Porque actuaron entregados con esmero al desempeño de sus obligaciones, sin cuestionar jamás las órdenes que recibían, amparados por una absoluta garantía de impunidad, incluso disfrutando del poder que les habían otorgado sobre sus víctimas. Y muchas veces hasta experimentando placeres sádicos en el desarrollo de sus cometidos. Algunos acaso se sintieran como pequeñas deidades malignas, tras abrir paso a las bestias que llevaban dentro y transformarse en meros instrumentos del horror, sin otro sentimiento que el goce puntual.

      Esos diablos menores suelen ser individuos de enorme simpleza, con muy estrechas miras, sin apenas formación y hasta analfabetos funcionales, en los que no parece que hubieran arraigado valores morales. Generalmente se trata de esbirros vocacionales que, en busca de privilegios menores, ingresan en un gremio despreciado hasta por sus propios jefes. Como afirmó Hannah Arendt, «el mal tiene gran pericia para encarnarse en las vidas banales» y arraigar en personas cuya «ausencia de pensamiento» ha facilitado el colapso de la más elemental capacidad de juicio, inhabilitadas para valorar moralmente sus propios comportamientos. Con la conciencia anestesiada, parecen también incapaces de sentir y expresar desconsuelo o pedir perdón, mostrando una actitud de soberbia defensiva. Y sus opiniones se asemejan al discurso de un loco, como si hubieran vivido en otra realidad. Esas características comunes se advierten con nitidez en el Guatón Romo y el Troglo, dos torturadores cuyos historiales podrían servir como biografías de otros muchos. Ambos hicieron carreras paralelas como interrogadores de la DINA, fueron condenados por idénticas culpas y acabaron sus días compartiendo rancho con medio centenar de colegas en la prisión de Punta Peuco.

      —Volvería a hacer todo igual o peor –afirmó–. Yo no habría dejado periquito vivo. Ese fue el error de la DINA. Siempre se lo discutí a mi general: «No deje a esa persona viva, no deje personas libres».

      Al Guatón no le ofendían los calificativos de traidor, torturador y asesino con que la prensa lo describía. Al contrario, reconocía haberlo sido y se confesaba convencido de que tales funciones «habían sido algo bueno» para él. Casado y padre de cinco hijos, Osvaldo Romo abandonó la pequeña delincuencia para meterse en política cuando la Unidad Popular formó gobierno. Militó en la Unión Socialista Popular, un pequeño partido de izquierda moderada, y ganó cierto prestigio como activista en la humilde población de Lo Hermida –donde vivía– y en varios campamentos


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