Cafés con el diablo. Vicente Romero
Читать онлайн книгу.conservan fetos humanos deformados por el agente naranja. «¡Qué inútiles y qué despiadados fuimos!», oí musitar a un integrante del grupo con el que coincidí durante el rodaje de un episodio de la serie Buscamundos[20]. Como deferencia oficial, los guías no mencionan que los Estados Unidos nunca pagaron indemnizaciones de guerra a sus víctimas, y también callan que el Gobierno de Vietnam no las ha exigido para no enturbiar las relaciones comerciales desarrolladas desde el final del embargo americano en 1994.
Los fetos con graves deformidades, conservados en formol, ofrecen la imagen más dura de las consecuencias del empleo del agente naranja.
Para almorzar, los sientan en algún establecimiento con «menú internacional», donde no echen de menos la comida basura. O tal vez, si insisten mucho, su guía los conduzca a un restaurante histórico como el Pho Binh[21], donde se ocultaba el mando del Vietcong que lanzó la ofensiva del Têt en 1968. Y, tras degustar la célebre sopa pho, subirán a ver las habitaciones del piso superior donde se reunía clandestinamente el Estado Mayor comunista, sin que jamás lo sospecharan los oficiales yanquis que comían en la planta baja. Y pondrán cara de incrédulos cuando les muestren la efigie de Buda bajo la cual se ocultaba la más importante documentación militar.
Una tarde les tocará ir de pagodas, especialmente a la de Xa Loi, no sólo porque conserve una venerada reliquia, sino –sobre todo– porque en ella se inmolaron numerosos monjes, prendiéndose fuego con gasolina, como protesta contra el régimen sostenido por las fuerzas del Tío Sam. Otra, los llevarán al famoso mercado de Ben Thanh, que los franceses llamaban irónicamente «Les Halles del pueblo», para que compren ropa y objetos de lujo primorosamente falsificados. Pero su actividad favorita en Saigón es la adquisición de restos bélicos en el Dan Sinh Market, un mercado de abastos reconvertido en feria de recuerdos, cuyos puestos ofrecen un sinfín de objetos para deleite de nostálgicos de tiempos peores: cascos, botas, cinturones, cartucheras, cantimploras, munición de distintos calibres… Aunque casi todo sean falsificaciones, su clientela es ingenua y los cree auténticos o se conforma con que lo parezcan. Los fetiches más buscados son las placas de identidad, los relojes y los famosos mecheros Zippo que, supuestamente, perdieron las tropas norteamericanas o les fueron robados. Otros momentos muy celebrados en este regreso al pasado son las salidas nocturnas. A falta de las barras de alterne y prostíbulos otrora existentes, los veteranos se contentan con unas cuantas cervezas y una partida de billar en locales creados para ellos, como el Apocalypse Now, siniestramente decorado con churretes de sangre y ambientado con la banda sonora de Good morning, Vietnam.
Pero nada tan valorado como una excursión familiar, entre paisajes de arrozales y plantaciones de caucho, a lugares míticos como Cu Chi. A medio centenar de kilómetros de Saigón, el llamado «Triángulo de Hierro» fue la zona más bombardeada, gaseada y devastada por el infructuoso empeño yanqui en destruir la red de galerías subterráneas creada por el Vietcong, que llegaba desde la frontera de Camboya hasta las puertas de la capital sudvietnamita. Las fuerzas comunistas empezaron a cavar túneles a finales de la década de los cuarenta, cuando peleaban contra los franceses, y crearían una red secreta de unos 250 kilómetros de longitud, con tres niveles de profundidad, que resultaría decisiva en el enfrentamiento. Sus incontables galerías permitían a los guerrilleros aparecer o desaparecer súbitamente, desplazar tropas y armamento sin dejar rastro, e incluso ocultar hospitales, talleres y almacenes. Los norteamericanos descubrieron su existencia en 1965, pero nunca consiguieron destruirlos. Ni siquiera fueron capaces de averiguar por dónde transcurría su trazado en zigzag, pese a que pasara bajo algunos de los enclaves militares más celosamente guardados por el US Army, como la base de la 25.ª División. Los veteranos recuerdan sus miedos de antaño al contemplar las trampas de bambú colocadas en los terrenos donde patrullaron. Y disimulan con risitas nerviosas cuando los guías les explican que no estaban pensadas para matar, porque «es mejor herir al enemigo y que sus compañeros se desmoralicen cargando con él y viéndole sufrir». Pero la angustia y la amargura revividas se disipan al final, con la descarga de adrenalina que les proporciona volver a disparar sus antiguas armas en el campo de tiro de Cu Chi.
El recorrido proseguirá por distintas regiones de Vietnam a gusto de los turistas, especialmente visitando poblaciones junto a las que estuvieron enclavadas grandes bases militares, como Da Nang o Bien Hoa. Pero siempre figuran dos paradas imprescindibles en las ciudades de Hué y Hanoi, cuyos nombres permanecen grabados en cuantos hicieron la guerra. La antigua capital imperial fue escenario de una de las batallas más cruentas durante la ofensiva del Têt. Recibió un duro castigo a lo largo de cuatro semanas de combates y bombardeos, que causaron miles de muertos. Y después sufrió los estragos de la represión militar. Hanoi, una urbe de espíritu espartano con bien ganada fama de irreductible y que representaba el centro del poder comunista, se ha transformado en una ciudad abierta a los negocios y al placer. En ella, los antiguos soldados entrarán en el mausoleo del Tío Ho, obligados al respeto por el hombre más denostado por la propaganda que envenenaba sus conciencias, y observarán con asombro los estrechos refugios antiaéreos que todavía se conservan en las aceras de las calles. Su plato fuerte será la siniestra cárcel de Hoa Lo, transformada en memorial de la maldad política. Recorrer sus instalaciones supone penetrar en un infierno, creado bajo el dominio colonial francés y heredado por quienes le dieron fin, cuyas celdas empleó el régimen comunista para confinar en condiciones deplorables a los prisioneros estadounidenses. Derribados en el curso de sus mortíferas misiones de bombardeo, los pilotos y tripulantes de la Fuerza Aérea norteamericana que pasaron largo tiempo en Hoa Lo la denominaron irónicamente «the Hanoi Hilton».
La experiencia más dura de cuantas ofrecen los «circuitos bélicos» –y también la más costosa– se encuentra en las islas de Côn Son y Phu Quoc, cuyas prisiones se hicieron famosas por sus «jaulas de tigres», nombre que recibían unas celdas minúsculas con techos de barrotes o mallazo de alambre de espino, a través de los cuales los guardianes golpeaban con largos palos a unos presos encadenados que apenas podían moverse, e incluso les arrojaban agua hirviendo y cal viva. La visita resulta sobrecogedora, aunque el mal trago se supere mediante la estancia en lujosos resorts junto a playas paradisíacas y el disfrute de excursiones a un santuario de tortugas marinas, los arrecifes de coral o por senderos entre la jungla tropical.
El presidio más famoso en su época fue Côn Son, entonces conocido por su antiguo nombre francés de Poulo Condor[22]. Edificado por los franceses en 1862, al Gobierno de Washington le pareció buena idea que sus aliados de Saigón aprovecharan las instalaciones y patrocinó su reconstrucción, encargada a un contratista estadounidense y pagada con fondos del Departamento de Estado. Fue un lugar perfecto para castigar a detenidos del Vietcong, aislados y ocultos a los ojos de la prensa, hasta que dos miembros del Congreso tuvieron la ocurrencia política de visitarlo en julio de 1970[23]. La publicación de sus relatos y fotografías causó un escándalo mundial, al revelar la existencia de las «jaulas de tigres». Los políticos describieron a los cautivos «cubiertos de llagas, heridos y algunos mutilados». Su informe sirvió para que 300 mujeres y 180 hombres fueran trasladados a otros locales de instituciones psíquicas o penitenciarias. Pero la siniestra cárcel de Poulo Condor continuó funcionando cinco años más, hasta que acabó la guerra. A finales del siglo pasado se abrió al turismo como monumento a sus 20.000 víctimas, sepultadas en el cercano cementerio de Hang Duong.
El otro presidio con similares características, Coconut Tree, en la lejana isla de Phu Quoc, tuvo una existencia más corta, pero una historia aún más truculenta. También formó parte de la herencia colonial gala y permaneció operativo veinticuatro años, hasta 1973, ganándose una deleznable fama por la crueldad extrema que soportaron sus internos[24]: rotura de dientes a martillazos, inserción de clavos en cabezas o rodillas, pinchazos y quemaduras en los ojos, aplastamiento de genitales, electrocuciones… Se calcula que sólo en sus siete últimos años recibió a unos 40.000 presos, un 10 por 100 de los cuales fue asesinado y millares quedaron discapacitados. Coconut Tree está considerado hoy como una reliquia histórica de importancia nacional, y a su alrededor han brotado centenar y medio de hoteles con 50.000 clientes cada año. Pero más que un museo oficial parece un macabro parque de atracciones, poblado por muñecos que escenifican de modo hiperrealista el sufrimiento de los reclusos,