Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
Читать онлайн книгу.de partida. Nos gustaría agradecer a Pamela Pilbeam sus comentarios a este ensayo, así como a la Minnesota State Historical Society (St. Paul) por proporcionarnos una referencia.
[2] Muchos de los relatos modernos sobre la idea de revolución parten de Arendt, 1963. Ejemplos de diversos tipos de lenguaje revolucionario en Kumar, 1970.
[3] Estas metas se asociaban entonces al líder whig Charles James Fox (1749-1806). Fox negó haber «expresado principios republicanos, en referencia a este país, en el Parlamento o fuera de él» (Fox, 1815, IV, p. 209). Pero hay que tener en cuenta lo mucho que apreciaba la distinción de las antiguas repúblicas de Grecia y Roma (p. 229) y su proclamación de que era «republicano hasta tal punto, que daba su aprobación a todo gobierno en el que la res publica fuera el principio universal» (p. 232). Cfr. asimismo Barwis, 1793: «Y en cuanto a la palabra república, aunque suele aplicarse a cualquier gobierno que carezca de rey, hay reyes que han entendido el sentido original y genuino de atender al bien público (public weal) tan acertadamente, que sus gobiernos merecen con mucha mayor justicia el apelativo de republicano que muchos de los que siempre se han denominado republicanos aun siendo tiranos y grandes enemigos del bien público y las libertades de sus países» (Claeys, 1995, VII, p. 380). Paine también decía que «la república no es una forma concreta de gobierno».
[4] La bibliografía sobre el cartismo es, de nuevo, muy extensa. La obra contemporánea esencial es la de Gammage, 1854. Un resumen de los estudios recientes, en Chase, 2006 y Thomson, 1986. Sobre los principales debates teóricos, cfr. Stedman Jones, 1982a.
[5] Ruskin proclamó: «Una república es, en puridad, una comunidad política en la que el Estado, en su conjunto, está al servicio de los hombres y todos y cada uno de los hombres están al servicio del Estado (es decir, los pueblos pueden olvidarse de la última condición). El gobierno puede ser oligárquico (consular o decenviral, por ejemplo) o monárquico (dictatorial)» (Ruskin, 1872, II, pp. 129-130). Mi agradecimiento a Jose Harris por indicarme este uso.
[6] Algunos problemas de definición en Wardlaw, 1982, pp. 3-18. Wardlaw define el «terrorismo político» como «el uso o la amenaza del uso de la violencia, por parte de un grupo pequeño o un individuo, que actúa a favor o en contra de la autoridad establecida. Se trata de acciones destinadas a provocar una ansiedad extrema y a inducir temor en un grupo u objetivo que va más allá de las víctimas directas, con el propósito de obligar a ese grupo a acceder a las exigencias políticas de los perpetradores» (p. 16).
[7] Luft, 2006, pp. 136-165; aunque no distingue adecuadamente entre violencia revolucionaria y «terrorismo», ni aclara si Bauer hablaba de violencia contra quienes poseían el poder religioso y del Estado o contra un cuerpo mucho mayor de «inocentes».
[8] Conviene señalar que lo que era un «déspota» también cambió en esta época. Como afirma G. J. Holyoake: «Antes se consideraba que un hombre era un gobernante legítimo cuando reinaba por lo que se denominaba “derecho divino”. Desde que tenemos gobiernos representativos se considera un déspota a todo rey, a menos que gobierne ateniéndose a las leyes del Parlamento. Un gobernante puede ser bueno o malo, pero sigue siendo un déspota si gobierna por su propia autoridad o impide que otro gobierne por elección popular. Así, el asesinato de tiranos por razones de bien común, para atemperar o suprimir el despotismo no se considera asesinato por los moralistas. Al parecer es necesario para el progreso aquí y sólo en esta etapa, y únicamente es defendible cuando existen unas circunstancias en las que no cabe recurrir razonablemente a la resistencia armada. Cuando la opresión no lo justifica, asesinar tiranos es un error». Pero añadía: «Sin embargo, el buen déspota, que gobierna con justicia no debe ser asesinado porque el acto no aporta provecho; no se puede saber si el nuevo gobierno, impuesto por la fuerza, será mejor que el suyo». A continuación enumeraba cuatro principios que podrían justificar el tiranicidio (ninguno de los cuales era de aplicación en un país libre): «1) El tiranicida debe ser lo suficientemente inteligente como para entender la responsabilidad que supone erigirse en vengador de la nación […] 2) quien propone quitar una vida por el bien común debe estar dispuesto a entregar la suya de ser necesario, tanto a modo de expiación por asumir el cargo de vengador público como para garantizar que su ejemplo no genere otras acciones por parte de imitadores igual de desinteresados […] 3) El adversario de los déspotas no ha de ser débil, no debe vacilar ni perder la cabeza en circunstancias imprevistas ni carecer de los conocimientos y las habilidades necesarias para este propósito […] 4) Debe saber que los resultados que busca probablemente sólo se obtendrán más tarde» (Holyoake, 1893, II, pp. 59-61).
SEGUNDA PARTE
LA LIBERTAD MODERNA Y SUS DEFENSORES
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