La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios
Читать онлайн книгу.de la sensibilidad) como la cuestión de los criterios del gusto tienen un nexo común: el de la virtual comunicabilidad de la experiencia estética en cuanto vivencia plenamente individual, pero que, a la vez, se desea y auspicia asimismo como ámbito accesible también a los demás, aunque nada parezca garantizarlo plenamente. Ésa es la auténtica bisagra sobre la que gira el tema del sensus communis, tan próximo quizá a nuestro seny.
Porque, efectivamente, si el objeto artístico es aprehendido por la problemática facultad del gusto, o bien se acaba por supeditar ésta a la razón –para así respaldar la vigencia de los criterios aportados– o bien, si se plantea como una dimensión inmanente y subjetiva –es decir, como sentimiento–, surge de inmediato la cuestión de cómo fundar la objetividad y la trascendencia que exigen la comunicabilidad de tal experiencia y los correspondientes juicios críticos. ¿Dónde buscar, por tanto, el anclaje de esa internamente presentida necesidad y universalidad de los juicios del gusto?
Ésta es la historia que, como es bien sabido, nos conducirá, paso a paso –a través de toda una serie de meandros– obligatoriamente hasta la figura de I. Kant. De hecho, las aportaciones del clasicismo francés, así como de la estética inglesa del XVIII, son etapas fundamentales de tal encuentro con la filosofía alemana. Pero aquí lo que puntualmente nos proponemos es, más bien, rastrear –desde la atalaya del clasicismo del XVII hasta la primera mitad del XVIII– algunos de los planteamientos que circundan la progresiva implantación del principio del gusto, justamente en esa fase que se resuelve como un claro preanuncio de posteriores consolidaciones.
II. EL IMPERATIVO DEL GUSTO: FUNCIÓN ESTÉTICA Y FUNCIÓN SOCIAL
Quizá convenga recordar que en el pensamiento y en la praxis del clasicismo francés, que tanto peso tendrá, por derivación, en las reales academias, las funciones estéticas no son, en absoluto, ajenas a las funciones sociales. Más bien habría que subrayar su mutua y amplia interrelación. De ahí que cualesquier observación sobre la cuestión del gusto –en tales coordenadas históricas– no pueda, en consecuencia, ser ajena ni a la teoría de l’ Honnêteté (ideal estético y moral desarrollado en el contexto de la crítica mundana) ni a la influyente teoría de l’Agrément (arte de agradar –como eficaz Paideia– tanto en el plano estético como en el comportamiento social).
En tal sentido, la aceptación y el uso de la noción de buen gusto –establecida ya abiertamente en torno a 1660–, tanto en la vida y la actividad de los salones como en el contexto de la crítica, suponen no sólo la introducción eficaz de un nuevo concepto estético sino, además, la aparición de una alternativa básica que afecta al ejercicio de la propia crítica, la cual prestará así creciente atención a otros valores claramente subjetivos e irracionales. No se olvide, como trasfondo de cuanto estamos apuntando, que el racionalismo cartesiano encontraría aquí su contrapartida y confrontación estética en la categoría del je ne sais quoi.
No en vano, como es sabido, la historia de la crítica –desde la segunda mitad del siglo XVII– nos recuerda la existencia de múltiples reacciones contra el abuso generalizado de las reglas. Y justamente, por este camino se planteará la polémica alternativa entre la crítica dogmática o erudita (con las destacadas figuras de Chapelain, Scudéry, La Mesnardière, Houdart de la Motte o Boileau) y la crítica impresionista o mundana (respaldada por no menos activos personajes históricos como Bellegarde, Bouhours, Saint-Evremond, Méré o el fundamental Du Bos), así como las pugnas y tensiones surgidas entre los doctos teóricos del arte y el público de los l’honnêtes hommes. Todo lo cual no será tampoco ajeno a la dualidad, ya reseñada, entre la estética racionalista y la estética de la délicatesse, que penetra ampliamente en el XVIII francés, como atestiguan históricamente los planteamientos de Jean Baptiste du Bos y de Charles Batteux, por citar sólo cotas altamente relevantes, implantadas y conocidas en la bibliografía.[1]
Podría así afirmarse que la noción de gusto marca, ya en la segunda mitad del XVII, una nueva orientación en la mentalidad del clasicismo francés, potenciando nuevos rumbos estéticos en la crítica y en los salones. De alguna manera, frente a la implantada figura del erudito, se perfila con fuerza, en la sociedad mundana, l’honnête homme, el cual confía más en las orientaciones del propio juicio del gusto que en la aplicación estricta de unas reglas.
Más que interesarnos ahora por el origen de dicha noción (honnête homme) –algo convertida ya en tópico, en su vinculación a la figura de Baltasar Gracián–, quizá convenga puntualizar que de la acepción propia del término (placer gustativo) se pasará paulatina e históricamente a su sentido metafórico, ampliando y complementando la idea de aprobación con la de juicio, siendo justamente en el XVII cuando se transforma, de manera definitiva, en una implantada noción crítica, comúnmente aceptada (gusto, goût, taste, Geschmack), primero en España e Italia, luego en Francia e Inglaterra y más tarde también en Alemania.
Aunque se trata, no se olvide, de una versátil noción crítica que además designa una facultad nueva, habilitada precisamente para distinguir y graduar lo bello y capacitada para aprehender –por la delicadeza y finura de las sensaciones/ sentimientos (aisthesis) inmediatos que procura– las claves de tal distinción, elección, separación o juicio. De ahí que, pronto, tal noción sea patrimonio directo y privilegiado de la crítica de arte, aunque fuese en la vida y el contexto de los salones donde realmente se desencadenara el debate más radicalizado sobre el gusto.
Justamente con los nuevos planteamientos que posibilita dicha facultad del gusto penetramos asimismo, históricamente, en el ámbito de los supuestos propios de la modernidad estética, lo que propicia un vasto proceso de subjetivización del mundo que la modernidad filosófica inauguraba, paralelamente, con el cogito de Descartes.
Sin embargo, es fundamental que remarquemos el hecho de que el término gusto se generaliza –en el ámbito estético que nos ocupa– precisamente en el contexto del clasicismo francés. Es decir, que debemos tener siempre muy en cuenta la propia historicidad del gusto.
Por supuesto, no faltan –en el siglo XVII– numerosas definiciones del término gusto. Posiblemente una de las primeras sea la que Antoine Gombauld –mucho más conocido como Chevalier de Méré– ofrece ya en 1668, al afirmar que el gusto consiste en «juger bien de tout ce qui se présente par je ne sais quel sentiment qui va plus vite et quelquefois plus droit que les réflexions» (Oeuvres complètes, vol. I, p. 55).[2]
De algún modo, se resumen aquí los principales rasgos que se consideraban determinantes del gusto:
a) En origen, el gusto consiste en un sentimiento que nos atrae hacia un objeto o persona, aunque el motivo de tal atracción (agrément) se nos escape y difícilmente podamos justificarlo.
b) El gusto –en su especificidad– se diferencia, en consecuencia, del razonamiento –que procede de manera lógico-deductiva–, operando espontánea e inmediatamente y sin otras intermediaciones procesuales, para alcanzar así, de forma directa, la esencia de su objeto.
c) Entre el sujeto perceptivo y el objeto aprehendido no se alza, pues, ninguna pantalla. Más bien parece que el gusto capta por afinidad inmediata –como por instinto– la medida adecuada de su objeto.
Piénsese que, desde un principio, dado el carácter afectivo que se asigna al gusto (vinculado a la sensibilidad, al sentimiento), se reconoce la dificultad de precisar su esquiva naturaleza. Es más, expresa o tácitamente se acepta que con la noción de gusto se penetra, de hecho, en un dominio donde lo irracional, lo indefinible, el je ne sais quoi, desempeñan un papel importante.
Ahora bien, si, por una parte, se aceptan estas dificultades de precisar su origen y su naturaleza, no por ello se cede en los diversos intentos de describir las modalidades y los efectos del gusto.
Sin duda, se acepta, como punto de partida del fenómeno gusto, la existencia de un determinado placer de orden estético que se fundamenta a su vez en una relación o afinidad natural entre un sujeto perceptivo y un objeto. Serán así las preferencias individuales resultantes de dicha relación –conscientemente o no–