Luchas inmediatas. Gavin G. Smith

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Luchas inmediatas - Gavin G. Smith


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social que vuelvan la economía regional más competitiva.

      HISTORIAS DEL PRESENTE

      La exploración histórica del papel de las relaciones de clase y las fuerzas cambiantes que aseguran la obtención continuada de plusvalía del trabajo de la gente está ausente de las dos imágenes sociológicas antes mencionadas –la informalización de la vida económica o su conceptualización en términos de una economía regional socializada–. Mientras que las estimaciones de los recursos locales de capital social y la elasticidad del trabajo flexible pueden tener algunos resultados prácticos en las políticas públicas, resulta más crítica la necesidad de explorar, a través de una historia del presente, las distintas influencias, restricciones, movimientos y bloqueos que fueron la expresión y constitución del poder y las piezas clave de las diferenciaciones: no una única historia de la economía regional neta y ordenada con una cultura local añadida, sino múltiples historias y una heterogeneidad de actores con nociones bastante diferentes de lo que podría ser valorado positivamente en la cultura local.

      En realidad, la historia que los tecnócratas habían dibujado para Ford con respecto a la política era para su propia conveniencia, abreviada y superficial. No había nada natural –ni cultural– en la falta de inclinación de los valencianos por la política reivindicativa. Es posible que los tecnócratas de Franco fueran completamente inconscientes de que la Primera Internacional Anarquista se celebró cerca de allí, en Alcoy en los años setenta del siglo XIX, pero difícilmente podían haber olvidado que Valencia fue la sede final del Gobierno republicano en 1939, o que la provincia de Alicante, al sur, había dado un apoyo muy fuerte al sindicato socialista Unión General de Trabajadores. No obstante, la negación del pasado político de la gente trabajadora tiene una larga historia en la zona (si no, más extensamente, en el conjunto de España), que llega hasta el presente.

      Sin embargo, empresas como Ford perseguían algo cuando investigaron y encontraron un grupo de personas que estaban preparadas para trabajar esa hora extra, que estaban en todo momento oteando el horizonte de las tendencias de cambio económico que exigirían un giro rápido a sus tácticas y cuya relación con la familia y las amistades reflejaba las necesidades picarescas de tales proyectos de subsistencia. Pero las historias de este presente son realmente complejas.

      Todo esto podría sugerir que la industria manufacturera era complementaria del desarrollo agrícola. Y aunque puede haber sido así con respecto a los productos agrícolas, no lo fue en absoluto para el trabajo y menos aún para la tierra. Cuando se sitúa en el marco más amplio de la agricultura española del siglo XIX, la Vega Baja no es en muchos aspectos ni carne ni pescado, no es el emplazamiento de las pequeñas explotaciones agrícolas viables de algunas partes del norte ni está monopolizada por el sistema de latifundios de Andalucía. Beneficiaria de un antiguo sistema de irrigación basado en el río Segura, la zona no había tenido mucho éxito en usar este sistema para la agricultura intensiva que podría haber generado explotaciones de tamaño mediano, como, por ejemplo, las de Cataluña. Esto se explica parcialmente por la posesión de gran parte de la Vega Baja por grandes terratenientes aristocráticos, de manera similar al caso del sur de España. Estos propietarios hicieron uso de los recursos del poder derivados de una sociedad jerárquica para mantener bajos los costes del trabajo y de esta manera reducir la necesidad de inversiones de capital fijo (incluyendo el mantenimiento del suelo y el riego y la experimentación con semillas y fertilizantes, así como la maquinaria).

      El resultado fue que cada avance en la producción industrial dentro o en la periferia de la comarca, si bien aparentemente de manera casi fortuita, producía una útil demanda de algún cultivo agrícola, también producía de manera mucho más obvia y amenazadora una demanda de trabajo. De hecho, aunque la demanda constante de productos agrícolas comerciales por parte de las manufacturas locales era beneficiosa, han sido mucho más destacables las enormes oscilaciones de un cultivo de exportación a otro. Productora durante mucho tiempo de aceite de oliva y, en menor medida, de trigo, el área se vio afectada por la crisis de la filoxera en Francia a finales del siglo XIX, lo que provocó un giro parecido a la fiebre del oro hacia la producción de vino. Los olivos fueron arrancados y reemplazados por vides, aunque en muchos casos para cuando la plantación había alcanzado los cinco años de madurez, el «boom» ya había acabado y la demanda de vino decrecía. Más tarde, después de 1939 y la Guerra Civil, la política de Franco de autarquía para España originó un «boom» del cáñamo más completo que el precedente del vino. De nuevo, con la apertura de España en 1959, el cáñamo se convirtió rápidamente en un reliquia y las habilidades y ocupaciones asociadas con él pasaron a ser obsoletas.

      De estas tendencias históricas podemos aprender dos cosas. Quizá la más importante es la extrema volatilidad de la economía, respondiendo como hacía a corrientes nacionales y internacionales. Traducido al mundo de la gente trabajadora, tales cambios de dirección en periodos más cortos que una generación se tradujeron en una incertidumbre persistente y crónica. Combinada con los intentos de las clases terratenientes de resistirse a la mercantilización del trabajo mediante el recurso a contratos laborales y a relaciones de propiedad jerárquicos y personalistas, esta misma incertidumbre se hace inherente al sistema de producción y apropiación de valor, un engranaje crucial que dirige la mecánica de la reproducción social del capitalismo agrícola local.

      Lo segundo que aprendemos tiene que ver con la historia, larga pero irregular, del papel de la manufactura en la comarca. Frecuentemente, investigadores de otras economías regionales han apuntado el simple hecho de una presencia de medios de subsistencia no agrícolas en el medio rural (para una crítica, véase Ghezzi, 2001), pero necesitamos más dimensiones del cuadro. La manufactura no estaba presente en todos los lugares del escenario regional y en modo alguno era coherente en su crecimiento o caída o en la manera como afectaba a la gente corriente de los pueblos de la Vega Baja.

      Y esto nos lleva a nuestro tercer aspecto en la historia de la zona: la cuestión del movimiento. Durante muchos años, los costes del jornal pudieron ser minimizados mediante una simple manipulación de la inseguridad: los jornaleros necesitaban trabajo y, jugando con los riesgos del mercado de trabajo diario en cada plaza del pueblo, los propietarios agrícolas, sus encargados y los grandes arrendatarios eran capaces de satisfacer las demandas cambiantes del ciclo agrícola. Pese a ello, incluso en las mejores circunstancias, un mundo como ese no podía ser completamente contenido. La necesidad anual de recolectores de trigo en La Mancha o de vendimiadores en Cataluña era siempre una atracción. Esta era sobre todo estacional y, como el servicio militar para los jóvenes, el viaje se vivía individualmente. No obstante, los «molinos satánicos» de Elche, Crevillente o Callosa de Segura, por no mencionar otros atractivos más lejanos, ejercieron una presión constante sobre la obtención de plusvalía absoluta de los trabajadores agrícolas, y la principal manera de resolverlo fue el control del movimiento. El catalizador de tal estrategia fue la inseguridad. Hemos visto qué volátil era la economía, y a esto se tienen que añadir los riesgos naturales de un clima extremadamente incierto, no contrarrestado en absoluto por el riego. Simplemente ser capaz de asegurar comida suficiente para la propia familia era en sí mismo un logro.


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