Olvidar es morir. Sergio Arlandis López

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Olvidar es morir - Sergio Arlandis López


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«zarza», «pinchos», «burbujas que se rompen». Además, en todo el fragmento, se canta al mismo tiempo, como fuera parte de un binomio perfecto, la afirmación del dolor físico y al mismo tiempo –paralelamente, con medidas geométricas– el sentimiento del amor. Lo confirma el uso de la dictología verbal «Llora y canta», alrededor de cuyo eje se estructuran unas series de parejas léxicas que, aunque cumplen giros evolutivos, traducen un doble impulso, una dúplice fuerza, aparentemente contraria en sus enunciados semánticos, en armonía con el título del gran libro aleixandrino La destrucción o el amor. Un ejemplo de este automatismo verbal que, como intento explicar, no es meramente gratuito y formal, sino que resume el núcleo del mensaje poético del autor: «Abre la puerta y llora. Llora el viento que llega, el que llega y cae, el que se arrodilla y declama con el pecho». Pero la lectura del texto nos obliga a evidenciar cuanto he dicho anteriormente, es decir, la presencia recurrente de la repetición, la cual a menudo le sirve al poeta para afirmar o negar una aseveración, aseveración cuya verdad va buscando.

      Otros ejemplos requerirían la reproducción del apartado entero: en cambio, me limito a citar su siguiente paso, repleto de nexos de carácter iterativo, que tienen la función de unir un pensamiento exasperado, en que, como siempre ocurre en la escritura de Pasión de la Tierra, el poeta tiende a negar, más que a afirmar, por falta de un centro equilibrador. A veces, la repetición (afirmación o negación), más que indicar, le sirve al poeta para manifestar la fuerza de una idea, o en general, dentro de una continua fragmentación de la frase, le sirve para unir las distintas unidades y, por lo tanto, funge de eje ordenador del discurso. Veamos otro ejemplo: «Amor proclama su victoria en forma siempre, en forma de blancura, no sudario de pájaro, ni yema de pez, ni espada ni seno vivo: Sino dolor-pisada, dolor estampa cobre, dolor de letras sin sentidos»; donde es interesante ver cómo en este cosmos panteístico amoroso invocado por Aleixandre casi no existen atributos sino sólo sustantivos, categorías concretas, físicamente conocibles por nuestros sentidos.

Imagen

      Gabriele Morelli en el despacho de Vicente Aleixandre.

      Tampoco faltan en el poema «El rostro borrado» –y vuelvo a leer el II y III trozo– momentos intensos de exaltación amorosa, que se representan mediante epifanías de carácter impresionista, donde el cuerpo, protagonista absoluto del cuento, participa con júbilo en el acto amoroso. Todo eso a través de un léxico imaginativo que acude a la fábula para narrar lo que sólo el espíritu es capaz de vivir y representar:

      Espérame había cantado aquella noche, la anterior, un pez de lujo, mezcla de nata y menta, parado sobre un árbol, llevando en el pico una escama de olivo, un corazón de tamaño de una basílica latiente. Espérame le había respondido la barca que corría por la savia más íntima, repleta de pasajeros núbiles, de troncos sin cabezas que llevaban guitarras sin las coplas, cuellos de notas altas y unas manos de tela, con almidón dormido, con un vago anhelo de lejanía en los labios de aire.

      ¿Entonces? No se esperaba entonces, ni la mañana, ni ayer, más que el eclipse único, la vela lozanísima que oscureciese el vello de la axila, ese cuento despacio que acaba detenido con el calor del seno de tu pájaro, donde la pluma miente una caricia al párpado cerrado, a la imagen de alambre que sostiene entramada la pupila.

      Inútil aquí subrayar la simbología amoroso-fálica al lado de la de la fauna, en particular la relativa al «pájaro», con sus términos afines «pico», «pluma», cuyas imágenes atraviesan toda la poesía de Aleixandre, sino únicamente hacer notar cómo la aliteración de la letra /P/ une el tríptico de la nominación del ave. Precisamente este sonido crea un empalme automático con otros vocablos, como «párpados», «pupilas», todos referentes al cuerpo, igualmente marcados por la misma aliteración.

      A Aleixandre le hice notar esta asociación e, igualmente, le confesé con emoción que mucho me había gustado la invención de este espacio habitado por un pez, con sabor a menta y nata, que se queda parado en un árbol, con su pico llevando una escama de olivo y un corazón diminuto, que invoca su presencia cantando en la noche. Al canto del pájaro responde una barca que navega dentro de nosotros, hacia nuestra intimidad rodeada por imágenes de mutilaciones físicas («troncos sin cabezas», «manos de telas»), pero deseando desde lejos los labios del aire.

      Aleixandre se quedó pensativo –aceptar mi petición significaba incluir «El rostro borrado» dentro de los poemas del libro– y me dijo que discutiríamos de eso en nuestro próximo encuentro en su casa de Madrid. El 5 de diciembre de 1985 recibo una carta de Aleixandre en la que me confirma la cita para el día 11. Dos días antes llamo por teléfono al poeta para confirmar, según su expreso deseo, la hora y la fecha. El 11 salgo en avión para Madrid y voy directamente a la calle Aleixandre, 3. Pero poco antes de mi llegada una hemorragia intestinal había tocado el corazón del viejo enfermo de hierro, que ahora se quedaba inconsciente en la cercana clínica Santa Elena, donde muere tres días después. En la alta noche los amigos, llorando, llevaron el cuerpo del poeta exánime a su casa, la casa de la poesía. Yo era uno ellos: secretamente guardaba el cuestionario de preguntas que quería hacer al poeta, entre las cuales si consideraba oportuno la inclusión del bellísimo poema «El rostro borrado». La imposible respuesta, en fin, el silencio del poeta, me ha forzado a excluir dicho poema del orden compositivo del libro, para colocarlo sólo en el Apéndice final.

      A modo de conclusión de esta historia sobre mi trabajo versus la edición de Pasión de la Tierra, en el que me ha acompañado la guía segura del maestro, recojo aquí una lejana reseña sobre el libro, entonces casi coeva a la publicación española de Adonais de 1946, escrita por el crítico y escritor Antonio G. de Lama. La reseña aparece en la revista Espadaña (n.° 25, 1947: 559-560), titulada «Poesía y verdad», y capta perfectamente la novedad de la escritura irracional de esta segunda entrega poética de Aleixandre, así como señala su experiencia iniciática y la exploración subterránea realizada por el poeta, aunque, a la altura de la época en que escribe, Antonio G. de Lama parece más interesado en el nuevo camino abierto por las grandes obras de Aleixandre como Espadas como labios y Sombra del paraíso, considerando que estamos en un período aún humeante de humo e incendios, causados por la reciente Segunda Guerra Mundial. He aquí el texto recuperado de la reseña:

      No conocíamos de Pasión de la tierra más que algún poema suelto que, sin embargo, nos ponía en la pista de su significación. Vicente Aleixandre lo había dejado casi inédito, pues la edición mejicana de 1935 había llegado a España en muy escasos ejemplares. Los motivos de este abandono y de la reciente publicación, los explica muy bien el autor en el ágil prólogo. Allí podemos leer, discretamente expuestos, el significado y el lugar que este libro tiene en la obra total del poeta.

      Se trata de un libro inicial. No por inmaduro. Y menos por prematuro. Sino porque en él inicia Aleixandre el camino real y hondo que, por ahora, termina en Sombra del Paraíso. Antes había escrito Ámbito, libro delicado y perfilado. De difícil perfección marmórea, Pasión de la tierra quiebra el mármol perfecto en busca de otras vetas, menos nítidas, pero también más hondas y más ricas de poesía.

      Comenzaba entonces a leerse con avidez –Aleixandre alude a ello– a Freud. El psiquiatra, un poco metafísico y aún más novelesco, desvelaba con ágil mano mundos nuevos, iluminados por una luz incierta de subterráneo. El mundo de lo inconsciente abría sus ventanas a la psicología y a la poesía. Pronto los poetas descendieron al fondo, sin escafandra y sin linterna. Y, cargados de un limo palpitante, regresaron dando gritos para hacer que todos se fijaran en los tesoros recién descubiertos. No eran tesoros limpios; estaban con calientes peces de luz. Pero restan tesoros que, una vez limpios y relucientes, podrían deslumbra con reflejos nuevos los escaparates de la poesía.

      A esta poesía, fauna abisal y misteriosa, se le dieron entonces nombres inciertos: surrealista, superrealista, hiperrealista. Alguien la llamó neorromántica. No hacía falta. La poesía era la de siempre, la única; lo demás, era literatura. La técnica literaria o antiliteraria con que se quiso ofrecer el nuevo hallazgo, se quedó atrás ya convertida en osamenta y polvo. De ella quedan sólo leves briznas, aquí y allá errabundas. Lo importante


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