Discursos de España en el siglo XX. Varios autores
Читать онлайн книгу.fechas.
Pero es la realidad de las naciones la que impone la formación de partidos socialistas nacionales, los cuales tienen que actuar necesariamente en el marco de unos estados nacionales en los que hay que representar intereses colectivos, negociar condiciones laborales y acceder progresivamente al poder político. Desde el último cuarto del siglo XIX se van conformando, sin perder la referencia teórica internacionalista, auténticas culturas nacionales dentro del movimiento obrero, y se va incrementando la diferenciación entre diversas variantes nacionales. La nostalgia internacionalista conducirá a la creación de la II Internacional en 1889, pero ahora como reunión periódica de partidos nacionales bien identificados. Incluso la propia revolución, en la concepción original de Marx, se tenía que desenvolver inicialmente en un marco nacional, como había sucedido en el caso de la francesa o la norteamericana, o debía suceder, según sus previsiones y deseos, en el caso de la alemana, o acontecerá más tarde como revolución rusa, que sólo podría mantenerse, según algunos de sus parteros, a condición de internacionalizarse rápidamente.
El Manifiesto comunista era un programa universalista y cosmopolita: los obreros no tienen patria; no se les puede quitar lo que no tienen. Pero incluso en el propio Marx, es decir, en el origen de la teoría y la práctica socialistas, se manifestaban las contradicciones que posteriormente vivirán en la práctica política los partidos socialistas europeos. Pues el Manifiesto también afirmaba, como ya se ha indicado, que «en su forma, la lucha del proletariado contra la burguesía es, por ahora, una lucha nacional». El mundo del que se quería hacer desaparecer el nacionalismo interclasista y burgués se disponía a reforzar las culturas y las políticas nacionalistas. El alemán Marx no ocultaba su deseo de que la Prusia de Bismarck venciera a la Francia napoleónica en 1870, o de que tuviera éxito el movimiento nacional polaco frente a la reaccionaria Rusia, que el nacionalismo italiano fuera útil para debilitar el otro bastión de la reacción que era Austria o que la independencia irlandesa fuera condición favorable para la emancipación de la clase obrera británica. En la socialdemocracia alemana, la derecha del partido llevaba más la impronta de Lasalle y del nacionalismo alemán; el socialismo francés, por su parte, se iba impregnando de nacionalismo desde una tradición revolucionaria profundamente nacionalista, desde Baboeuf hasta Blanqui. Para Kautsky, ya en 1908, el nacionalismo era una realidad proteica de difícil definición, pero «a pesar de todo, está siempre presente y actúa potentemente sobre nosotros».[6]
Y, en España, ¿qué?, ¿cómo se planteaban los primeros socialistas la inserción y adaptación de la identidad nacional a su proyecto político? Pues parece razonable observar y sostener que se produjo una evolución similar a la que iba desarrollando el socialismo europeo desde las últimas décadas del siglo XIX, un desplazamiento, o mejor, una implementación, de los firmes presupuestos teóricos internacionalistas hacia una progresiva asunción del nacionalismo, de eso «que está siempre presente y actúa potentemente» sobre el conjunto de la sociedad, un tránsito cuyos caminos doctrinales pueden ser reconstruidos, pero que venía determinado sobre todo por la necesaria elaboración de políticas de clase nacionales, así como por la cultura previa y propia de los militantes y votantes, especialmente a partir del momento en que comienzan a ser algo más numerosos que la reducida patrulla internacionalista de los inicios.
El proceso fue mucho más lento y más tardío que en los países centrales europeos. Durante las dos primeras décadas de existencia del PSOE, sus dirigentes, que son los mismos que los de la UGT, no abandonan una defensa canónica y reiterada de la clase y de la organización obrera, con un discurso cerrado de clase no contaminado por señuelos burgueses de liberalismos o nacionalismos, basado por otra parte en teorías y lecturas que venían siempre de fuera, pues ningún intelectual español consideraba necesario pensar el socialismo en el entorno político y cultural e hispánico; en el partido no había intelectuales y los realmente existentes en la sociedad española, nuestros regeneracionistas y noventayochistas finiseculares, andaban muy lejos del socialismo, con la conocida y breve excepción del caso de Unamuno. Ajenos al estado de la Restauración, que los marginaba, también eran extraños, en un principio, a la nación y al tipo de nacionalismo con el que se sustentaba y legitimaba el estado canovista.[7]
Entre nosotros hay que esperar a la Guerra de Cuba, momento en el que la oposición de las organizaciones socialistas a la misma implica y anuncia la elaboración de una alternativa al tipo de patriotismo o nacionalismo español que justificaba y necesitaba una solución militar al conflicto, y constituye, a la vez, la semilla de una concepción de patria y de nación diferenciada que se irá elaborando con perfiles más nítidos durante el primer tercio del siglo XX.
El progresivo abandono de la pureza internacionalista inicial es, pues, un recorrido común para el socialismo europeo, que se va cubriendo a medida que los partidos socialistas se integran en las instituciones y en la vida política. Dos factores principales contribuyen al progresivo encaje nacional, y aun nacionalista, de las organizaciones obreras y sindicales: uno de ellos mantiene estrecha dependencia con la progresiva implantación, desde los tiempos modernos de principios del siglo XX, de una nueva sociedad de masas, lo cual implica nuevos procesos, más extensos y complejos, de representación de intereses colectivos, de negociación con instituciones y gobiernos estatales, de presencia en la política de una nación que se ve progresivamente afirmada en la conciencia de dirigentes, militantes y votantes como espacio natural para la gestión de demandas, reivindicaciones, acuerdos o conflictos políticos de los representantes de la clase con los gestores del estado.
Otro factor determinante es la guerra que, especialmente a partir de 1914, impone brusca y brutalmente la realidad nacional a la utopía o deseo internacionalista, tanto en las ideologías como en las prácticas políticas de los socialistas europeos. La realidad impuso, en contra de la pureza doctrinal de las idealistas resoluciones de los congresos de la II Internacional, e incluso de las últimas gestiones de los dirigentes socialistas europeos reunidos en Bruselas en los primeros días de agosto, la política de defensa nacional y de enfrentamiento entre militantes socialistas de las diversas naciones beligerantes: un brutal choque entre los principios y la práctica, entre la vieja teoría y la política real. La II Internacional se había dotado de una especie de secretariado permanente, el Bureau Socialista Internacional (BSI), que ya eligió como sede una Bruselas mediadora e interpuesta entre Francia y Alemania. Pero ni su congreso de 1912 en la catedral de Basilea, prestada por el clero protestante para clamar en favor de la paz europea, ni la siguiente propuesta de concesión a la Internacional del Premio Nobel de la Paz, ni la última y dramática reunión del BSI ya en los primeros días de agosto de 1914, impidieron la guerra y el entusiasmo colectivo y nacionalista con el que los ciudadanos acudieron a combatir.[8]
En este contexto general y común del socialismo europeo hay que insertar la evolución de la doctrina y la práctica políticas de los socialistas españoles hacia la progresiva asunción de un discurso nacional y nacionalista que, además, les permite aproximarse a la opinión pública y a la sociedad, así como ir avanzando pasos en su integración política. La posición de los socialistas españoles ante la Guerra de Cuba (1895-1898) al igual que, pocos años después, ante las guerras coloniales en el norte de África a partir de 1906-1907, expresa, en origen, la concepción y asunción de un concepto y modelo de nación española, bien que delimitado por el interés en marcar diferencias tanto con el nacionalismo oficial de la monarquía restaurada como, inicialmente, con el de los republicanos; por otra parte, son éstos años de una primera integración en las instituciones, en el Parlamento (1910 y 1917), en ayuntamientos, en organismos del Ministerio de Trabajo, y de acuerdos políticos más amplios con unos republicanos más orgullosos de sus identidades nacionales (Conjunción Republicano-Socialista, 1910); también la creciente afluencia de militantes en las organizaciones socialistas, singularmente en una UGT que llega casi a organizar a un cuarto de millón de afiliados hacia 1918-1920, contribuye y es causa fundamental para la entrada en política de los socialistas, y también para el despliegue de un proceso más extenso y profundo de nacionalización de las clases trabajadoras y de construcción de un discurso y un lenguaje de clase común y de una cultura compartida.