Cándido. Voltaire

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Cándido - Voltaire


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hijo!, que no puedo hablar ni tenerme en pie —dijo Pangloss.

      Llevóle Cándido inmediatamente a la caballeriza del anabaptista; le hizo comer un pedazo de pan, y cuando lo vio algo menos moribundo, le dijo:

      —Vamos, sáqueme de un cuidado: ¿qué es de Cunegunda? —Ha muerto —dijo, y Cándido al oírlo cayó desmayado. Su amigo logró que volviese con un poco mal vinagre que halló por fortuna en la caballeriza, y apenas abrió los ojos, comenzó a decir:

      —¿Y es éste el mejor de los mundos posibles?... Pero ¿de qué enfermedad se ha muerto? Tal vez ha sido pesadumbre por haberme visto echar a puntapiés del hermoso castillo de su señor padre.

      —No, por cierto —dijo Pangloss—. Los soldados búlgaros, después de haberla desflorado cuanto es posible desflorar a una criatura, la remataron con un sablazo que le dieron en el abdomen; a su señor padre, que la quiso defender, le hicieron la cabeza una torta; la señora baronesa quedó hecha tajadas; a mi pupilo lo trataron precisamente como a su hermana; y en cuanto al castillo, no ha quedado ya en él piedra sobre piedra, ni un árbol, ni una lechuga, ni un carnero, ni un pato.

      Al acabar esta lastimosa relación volvió Cándido a desmayarse, y volvió a revivir después y a desahogar su aflicción en quejas amargas; pero deseando saber la causa y el efecto, y la razón suficiente que había puesto a su querido Pangloss en aquel estado lastimoso, le rogó encarecidamente que se lo dijera.

      —¡Ay, hijo! —respondió el filósofo—, el amor ha sido, el amor, consuelo del género humano, conservador del universo, alma de todos los seres sensibles, el tierno amor.

      —También yo conozco —dijo Cándido— a ese dueño de los corazones, y hasta ahora no tengo que agradecerle más que un beso y veinte patadas en la rabadilla. Pero, dígame usted, ¿cómo una causa tan bella ha podido producir en usted un efecto tan abominable?

      Pangloss respondió diciéndole:

      —Ya conociste, mi querido Cándido, a aquella criada tan graciosilla que tenía nuestra augusta baronesa, la Paulita. Yo gocé en sus brazos los deleites del paraíso, y ellos me han causado los tormentos infernales que padezco ahora. La tal Paulita estaba infestada hasta los tuétanos, y tal vez se habrá ya muerto. Este regalo se lo hizo un padre de san Francisco, hombre docto, que se entretuvo en averiguar la genealogía de su dolencia. A él se lo había comunicado una condesa, viuda y vieja y devota, que lo había recibido de un capitán de caballería, el cual lo absorbió de una virreina, a quien se lo había pegado un paje, y a este paje se lo había pegado un jesuita, que siendo novicio lo adquirió de primera mano de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. Por lo que a mí toca, yo te aseguro que a nadie se lo daré, porque no estoy para eso, y me veo en términos de expirar.

      —¡Extraño árbol genealógico —exclamó Cándido— del cual, sin duda, el mismo demonio fue la raíz!

      —No hay nada de eso —respondió el doctor—, esa maldita peste era una cosa indispensable en el mejor de todos los mundos posibles; un ingrediente de absoluta necesidad; porque si Colón no hubiera adquirido en un islote de América esta dolencia que emponzoña el origen de la generación, que la estorba frecuentemente, y es una oposición visible al gran fin de la naturaleza, careceríamos de cochinilla y chocolate en nuestro felicísimo continente; donde ha adquirido esta plaga, como las disputas eclesiásticas, derecho de arraigo y vecindad. Los turcos, los indios, los persas, los chinos, los del Japón y Siam no la padecen todavía; pero hay una razón suficiente para esperar que dentro de algunos siglos sabrán lo que es. Entre tanto los progresos que ha hecho por acá son admirables, y sobre todo en los grandes ejércitos, que deciden de la suerte de los imperios; puede asegurarse que cuando pelean treinta mil hombres contra igual número de enemigos, habrá de una y otra parte veinte mil bubosos.

      —Todo eso está muy bien discurrido —dijo Cándido—; pero tratemos ahora de que usted se cure.

      —¿Cómo he de curarme —dijo Pangloss— si no tengo un cuarto, y en toda la extensión de este globo terráqueo no puede uno hacerse una sangría ni tomar un servicial sin que lo pague en moneda corriente, o busque alguno que le haga la gracia de pagar por él?

      Esta reflexión determinó a Cándido, e inmediatamente fue a buscar a su caritativo anabaptista: echóse a sus pies; hízole una pintura muy enérgica de la situación infeliz en que se hallaba su docto maestro; Jacome no vaciló un momento, hizo que se lo trajesen a casa, lo mandó asistir con el mayor esmero, y sólo perdió en la curación un ojo y una oreja. Como escribía muy bien y sabía perfectamente la aritmética, lo hizo Jacome su tenedor de libros, y viéndose precisado de allí a dos meses a marchar para Lisboa a negocios de su comercio, se llevó muy contento en su navío a los dos filósofos.

      Pangloss le daba frecuentes lecciones de optimismo, pero el bueno de Jacome decía:

      —Preciso es que los hombres hayan corrompido un poco la naturaleza, porque no habiendo nacido lobos, lo son en efecto. Dios no les dio bayonetas ni cañones de a veinticuatro y ellos han hecho cañones y bayonetas para destruirse, y aún se pudiera añadir a la lista de las perfecciones que han ido adquiriendo, las bancarrotas escandalosas y fraudulentas, y el celo de la justicia que se apodera de los bienes del fallido, y no da un cuarto a los acreedores.

      —Pues todo eso era indispensable —respondió el tuerto— y de los males particulares resulta necesariamente el bien general; de suerte que cuando estos males son más en número, la felicidad del todo es mucho mayor.

      Entre tanto que el doctor disertaba, y estando ya a la vista del puerto de Lisboa, se oscureció el cielo, empezaron a soplar por todas partes vientos impetuosos, y el navío se halló asaltado de la más espantosa borrasca.

      Capítulo V

       Tempestad, naufragio, terremoto, desventuras del doctor Pangloss, Cándido y el anabaptista

      La mitad de los pasajeros, débiles, moribundos, entre las convulsiones que causan los balanceos de una embarcación agitada en direcciones opuestas, carecía del vigor necesario para sentir en aquel inminente peligro. La otra mitad daba gritos y hacía promesas. Las velas se habían hecho pedazos, caían los mástiles, el barco se iba abriendo, nadie gobernaba, trabajaban pocos, ninguno se entendía. El anabaptista, que estaba sobre la cubierta, ayudaba a los marineros: uno de ellos, de un encontrón que le dio, lo tiró al suelo; pero fue la sacudida tan violenta, que el mismo marinero, sin poder valerse, cayó fuera del buque de cabeza, aunque tuvo la fortuna de quedarse enganchado por un sobaco en un trozo de entena; lo cual, visto por el bueno de Jacome, no se detuvo en ir a socorrerlo, ayudóle a subir, y ocupado en esto dio un vaivén la embarcación, el anabaptista cayó al agua, y el marinero lo dejó perecer sin volver la cabeza a mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor expirando entre las ondas, que en un instante lo sumergen, quiere arrojarse al mar para libertarlo; pero el doctor Pangloss se lo estorba, probando con sus acostumbrados silogismos que la rada de Lisboa había sido formada ex profeso para que aquel honrado anabaptista pereciese en ella. Mientras le estaba arguyendo a priori, se abrió el navío, y cuantos iban en él se ahogaron, menos Cándido y Pangloss, que lograron asir una tabla, y el bruto del marinero que había dejado morir al virtuoso Jacome, salió nadando como un atún hasta la orilla.

      Cuando volvieron un poco en sí, se encaminaron hacia Lisboa. Tenían consigo algún dinero, y esperaban con él remediar el hambre que padecían, ya que su buena suerte los había librado de la tempestad; pero apenas llegaban a la población lamentándose de la desgraciada muerte de su buen amigo, cuando sintieron que la tierra temblaba debajo de sus pies: embravecióse el mar, y rompió los navíos que estaban anclados en el puerto; cubriéronse las calles y plazas públicas con remolinos de llama y cenizas, los edificios se desplomaron, se hundieron las techumbres, se trastornaron los cimientos; treinta mil habitantes quedaron sepultados entre las ruinas de aquella opulenta ciudad. El marinero juraba y silbaba, y decía:

      —Esto no va


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