En el jardín del ogro. Leila Slimani
Читать онлайн книгу.amigas de Adèle son guapas. Tiene la sensatez de no rodearse de mujeres menos atractivas que ella. No quiere estar pendiente de llamar la atención. Conoció a Lauren en un viaje de prensa a África. Acababa de incorporarse al periódico y era la primera vez que acompañaba a un ministro en viaje oficial. Estaba nerviosa. En la pista de la base aérea de Villacoublay, donde les esperaba un avión de la República Francesa, enseguida se fijó en Lauren, en su metro noventa de estatura, su melena canosa y ondulada, su rostro de gato sagrado egipcio. Lauren era ya entonces una aguerrida fotógrafa, experta en África, que se había recorrido todas las ciudades del continente y vivía sola, en un estudio en París.
Eran siete en el avión. El ministro, un tipo sin mucho poder pero cuyos vaivenes políticos, asuntos de corrupción y de faldas habían bastado para convertirlo en un personaje importante. Un consejero técnico risueño, sin duda alcohólico, siempre dispuesto a contar alguna anécdota subida de tono. Un guardaespaldas discreto, una jefa de prensa demasiado rubia y demasiado charlatana. Un periodista flaco y feo, fumador empedernido, riguroso, ganador de varios premios por sus artículos en el diario para el que trabajaba.
La primera noche en Bamako, Adèle se acostó con el guardaespaldas, quien, ebrio y exaltado por el deseo de ella, se había puesto a bailar con el torso desnudo en la discoteca del hotel, con la pistola Beretta bien encajada en el cinturón de su pantalón. La segunda noche en Dakar le hizo una mamada al consejero de la embajada de Francia, en los lavabos donde se ocultaron huyendo de un cóctel aburridísimo, en el que los expatriados franceses, pasmados de admiración ante el ministro, intentaban acercarse a él mientras engullían canapés.
La tercera noche, en la terraza del hotel a orillas del mar en Praia, se pidió una caipiriña y se puso a bromear con el ministro. Cuando estaba a punto de sugerir un baño de medianoche, Lauren fue a sentarse a su lado. «Mañana tengo que salir a hacer fotos de unos espléndidos paisajes, ¿te vienes? Te inspirarían para tu artículo. ¿Ya lo has empezado? ¿Has elegido cómo enfocarlo?» Lauren le propuso que la acompañara a su habitación para mostrarle algunas fotos, y Adèle se imaginó que se acostarían juntas. Se dijo a sí misma que no quería hacer el papel de hombre, que no le lamería el sexo, que se limitaría a abandonarse a los deseos de la fotógrafa.
Los senos. Podría acariciarle los senos, parecían suaves y sedosos; sí, y delicados. No rechazaría probarlos. Pero Lauren no se desnudó. Tampoco le enseñó sus fotos. Se tendió en la cama y se puso a hablar. Adèle se tendió a su lado y Lauren le acarició el pelo. Con la cabeza recostada en el hombro de la que se estaba convirtiendo en su amiga, se sintió agotada, totalmente vacía. Antes de quedarse dormida, tuvo la intuición de que Lauren acababa de salvarla de una enorme desgracia, lo que la colmaría de gratitud hacia ella.
Esta noche, Adèle espera en el Boulevard Beaumarchais delante de la galería que expone las fotos de su amiga. La había avisado: «Hasta que tú no llegues, yo no entro».
Se ha obligado a salir. Le hubiera gustado quedarse en casa pero sabe que Lauren se lo reprocharía. Hace varias semanas que no se ven. Adèle anuló cenas con ella en el último momento, encontró excusas para no salir a tomar una copa. Se siente culpable, sobre todo porque le pidió varias veces a su amiga que cubriese sus aventuras. Le envió SMS en plena noche para avisarla: «Si Richard te llama, no se te ocurra contestar. Se cree que estoy contigo». Lauren no contestaba, pero Adèle sabe que está harta del papel que le hace cumplir.
En realidad, Adèle la está evitando. La última vez que se vieron, en el cumpleaños de Lauren, se había propuesto comportarse bien, ser la amiga perfecta y generosa. La ayudó a organizar la fiesta. Se encargó de la música e incluso compró unas botellas de la marca de champán que le encanta a Lauren. A medianoche, Richard se fue, excusándose. «Uno de nosotros tendrá que sacrificarse para que la canguro pueda marcharse.»
Adèle se estaba aburriendo. Iba de un cuarto a otro, dejando a la gente con la palabra en la boca, incapaz de estar atenta. Se puso a bromear con un hombre elegantemente vestido y le pidió, con los ojos chispeantes, que le sirviera una copa. Él empezó a titubear, mirando, nervioso, a su alrededor. Adèle no entendía su turbación hasta que vio a la esposa acercarse, furiosa, y, en un tono vulgar, dirigirse a ella: «Vale ya, ¿no? Te estás pasando. Este hombre está casado». Soltó una carcajada burlona y le contestó: «¿Y qué? Yo también estoy casada. No tienes por qué preocuparte». Se alejó, temblando, helada, intentando disimular con una sonrisa el mal rato que le había hecho pasar esa mujer encabritada.
Fue a refugiarse en el balcón donde Matthieu se estaba fumando un cigarrillo. Matthieu, el gran amor de Lauren, su amante que lleva diez años engatusándola con ilusiones y con el que sigue pensando que algún día se casará y tendrá hijos. Adèle le contó el incidente con la mujer celosa y él le contestó que entendía que se pudiera desconfiar de ella. A partir de ese momento no dejaron de mirarse durante la fiesta. A las dos de la madrugada, Matthieu la ayudó a ponerse el abrigo. Le había propuesto acompañarla en coche, y Lauren dijo, en un tono de decepción: «Es verdad, sois vecinos».
Recorridos unos pocos metros, Matthieu estacionó en una calle adyacente al Boulevard Montparnasse y la desnudó. «Siempre tuve ganas de hacer esto». La sujetó por las caderas y posó su boca en su sexo.
Al día siguiente, Lauren la llamó por teléfono. Le preguntó si Matthieu había comentado algo de ella, si le había dicho por qué no se había quedado a dormir en su casa. Adèle le contestó: «No habló más que de ti. Sabes muy bien que está obsesionado contigo».
Un diluvio de anoraks surge de la estación de metro Saint-Sébastien-Froissart. Gorros oscuros, cabezas agachadas, bolsas que se balancean en las manos de mujeres con edad de ser abuelas. Unas bolas de Navidad de tamaños y colores modestos cuelgan de los árboles y parecen morirse de frío. Lauren agita el brazo. Lleva un abrigo largo, blanco, de cachemir, de aspecto suave y caliente. «Ven, tengo que presentarte a mucha gente», dice arrastrando a Adèle de la mano.
La galería tiene dos salas contiguas, bastante pequeñas, y en el medio han improvisado un buffet, con vasos de plástico, patatas chip y cacahuetes en dos platos de cartón. La exposición está dedicada a África. Adèle apenas se detiene ante las fotos de unos trenes llenos hasta los topes, unas ciudades asfixiadas por el polvo, niños sonrientes y ancianos llenos de dignidad. Le gustan las fotos de Lauren tomadas en los restaurantes populares de Abiyán y de Libreville: parejas que se abrazan, sudorosas, ebrias de danza y de cerveza de plátano. Hombres con camisas de manga corta, de color verde militar o amarillo pálido, agarrados de la mano de unas chicas voluptuosas, con pelo largo y trenzado.
Lauren está muy ocupada. Adèle se ha bebido dos copas de champán. Está inquieta, con la impresión de que todos ven que está sola. Saca el móvil del bolsillo, finge que envía un SMS. Cuando Lauren la llama, mueve la cabeza y enseña el cigarrillo que lleva en los dedos enfundados en guantes. No le apetece contestar a la gente que le pregunta por su profesión. Se aburre anticipadamente al pensar en esos artistas que están sin un céntimo, esos periodistas disfrazados de pobres, esos blogueros que opinan sobre cualquier cosa. Charlar con la gente le resulta insoportable. Incluso el mero hecho de estar allí, rozar apenas la noche, perderse en trivialidades. Tener que volver a casa.
En la calle, un viento glacial, mojado, le quema la cara. Quizá por eso solo han salido dos personas a fumar a la acera. El hombre es bajito pero con unos hombros anchos, reconfortantes. Sus ojos grises y achinados se posan en Adèle. Ella le sostiene la mirada con aplomo, sin bajarla, apura lo que queda de la copa de champán que le seca la lengua. Beben y hablan. Banalidades, sonrisas cómplices, insinuaciones fáciles. La más bella de las conversaciones. Él le dice piropos, ella ríe suavemente. Él le pregunta por su nombre, ella se niega a dárselo, y ese coqueteo amoroso, dulce y anodino, le infunde ganas de vivir.
Todo lo que se dicen solo sirve para una cosa: llegar adonde están ahora. A esta callejuela, con Adèle empujada contra un contenedor verde. Él le ha desgarrado sus pantis. Ella emite gemidos leves, echa la cabeza hacia atrás. Él introduce sus dedos en ella, con el pulgar encima de su clítoris. Ella cierra los ojos para no cruzar su mirada con la de la gente que pasa. Agarra el puño del hombre, fino y suave, y lo hinca en ella. Él se pone a gemir también, abandonándose