El pasado cambiante. José María Gómez Herráez
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EL PASADO CAMBIANTE
HISTORIOGRAFÍA Y CAPITALISMO SIGLOS XIX Y XX(1875-1909)
José M. Gómez Herráez
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© Del texto: José M. Gómez Herráez, 2007
© De esta edición: Universitat de València, 2007
Coordinación editorial: Maite Simón
Fotocomposición y maquetación: Inmaculada Mesa
Cubierta:
Ilustración: Joaquín Michavila, Mosaico (1974)
Panel cerámico situado en la fachada principal de la antigua Facultad de Económicas
–actual Filología– de la Universitat de València (núm. de inventario UV001481)
Diseño: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Pau Viciano
ISBN: 978-84-370-6650-9
Realización ePub: produccioneditorial.com
INTRODUCCIÓN
Que las visiones de la historia aparecen condicionadas por el contexto social y profesional en que se mueven los autores parece una afirmación que, en principio, planteada sin más matices, encontrará amplia aceptación. Aunque no sea en sus mismos términos idealistas, pocos especialistas rechazarán el conocido aserto de B. Croce de que toda observación histórica se encuentra en relación con las necesidades actuales y con la situación presente en que vibran los hechos. Después de elucubraciones teóricas que han alcanzado tanta difusión como las de T. S. Kuhn sobre los «paradigmas científicos», susceptibles de ser aplicadas al estudio del pasado, o las de los renombrados impulsores del proyecto de Annales, es difícil sustraerse a destacar la importancia de la comunidad profesional y del marco social en esta esfera. Algunos problemas candentes de la sociedad estimulan líneas de especialización de una manera tan palmaria que estas ideas pueden parecer una constatación elemental: piénsese, por ejemplo, en la proyección reciente que sobre temas, métodos y concepciones teóricas de la historia en sus vertientes económica, social y cultural han tenido aspectos como las preocupaciones medioambientales, el agotamiento de recursos, las reivindicaciones de la mujer o la búsqueda –ante la profunda crisis de valores– de identidades diversas. En particular, los historiadores vienen reflexionando con ahínco sobre el uso que los diversos agentes sociales y, sobre todo, el poder político, hacen de la historia como instrumento de legitimación de prácticas actuales, lo que pasa por reclamar su complicidad y colaboración. El interés en el pasado que brota desde la sociedad, bajo un carácter instrumental o meramente evocador, puede producir en el investigador titubeos e inhibiciones,1 pero, a la vez, al invocarse cuestiones y líneas en que él indaga, puede también avivar y dar mayor sentido a su dedicación crítica. Sin duda, preferirá ese estímulo, aunque sea por su carácter provocativo, al desdén que puede significar, como ocurre de forma también intensa, la desconsideración llana de la historia.
En general, aunque el historiador pueda verse a sí mismo como sagaz descubridor de aspectos ocultos de la verdad, aceptará que su actitud, sus objetivos y sus interrogantes se explican en un marco social con determinados problemas e inquietudes, incluyendo la posibilidad del mero deleite contemplativo. Si se sienten capaces de contradecir o matizar otras percepciones, es porque estiman que han podido captar mejor ciertos detalles de una realidad externa, pero difícilmente rebatirán que su atención sobre ese tema deriva de su relevancia, por alguna razón, en el presente. Si un autor destaca un aspecto u otro, nos dirá, es porque ayuda a entender fenómenos de la sociedad en que vive, o porque presenta concomitancias con los mismos, o porque estimula la preservación de la memoria, o simplemente, en último término, por la satisfacción colectiva que puede proporcionar hoy enfrentarse a esa «reconstrucción». A la luz de estos esquemas, el pasado, lejos de ser algo muerto o inerte, no deja de revisarse en cada época aprovechando materiales antiguos, pero bajo predilecciones, técnicas y supuestos que se modifican constantemente en lo que supone un continuo perfeccionamiento guiado por la creciente especialización. Por otra parte, aunque resulten frecuentes los juicios sobre el grado de lucidez en cada análisis personal, los historiadores no perciben sus logros como mero resultado de una cualidad intrínseca, de una poderosa intuición o de un venturoso hallazgo. Por el contrario, consideran que el aprendizaje de pautas de trabajo y, por tanto, su formación y sus contactos profesionales, resultan fundamentales en esa labor.
Bajo estas perspectivas, en verdad, advertir del influjo del contexto sociopolítico y profesional sobre el historiador no sólo no despierta reticencias o mohín algunos, sino que incluso puede alentar cierta autocomplacencia y sensación de utilidad y distinción. Sin embargo, si al contexto social y al profesional, interconectados entre sí, se les atribuye el papel modelador crucial, en gran medida subterráneo, con que algunos autores más relativistas contemplan el conjunto de la creación científica, tales actitudes de congratulación pueden desaparecer fácilmente para dejar paso a un franco distanciamiento, a un expreso escepticismo y hasta a un tajante rechazo. El desplante también puede ser fuerte si, en particular, se subraya la fuerza con que los poderes sociales y, ligados a ellos, los políticos y académicos, encauzan de forma directa o indirecta toda visión histórica y no sólo las formas más divulgativas y simplificadas de la misma. El producto escrito del historiador, bajo estas perspectivas especialmente críticas, aparece predeterminado con antelación en un grado que no pueden tolerar quienes erigen como objetivo inequívoco el de explorar una verdad palpable insuficientemente conocida. Todo trabajo histórico se enfrenta a unos espacios externos susceptibles de una delimitación precisa, pero su gestación, su desarrollo y su sentido sólo se entienden dentro de los canales trazados en unas coordenadas contextuales que moldean de forma decisiva las percepciones y expresiones de esa realidad. No es sólo el interés en determinados temas, sino también la propia concepción de los mismos lo que aparece ampliamente previsto. En la reflexión historiográfica actual, viene siendo en la variedad de autores catalogados de forma común como «postmodernos» donde se ha apuntado un relativismo sumo y un rechazo más ostensible de las posibilidades del objetivismo. Sin embargo, aunque nosotros no prescindiremos de algunos de estos ensayos, especialmente por su esbozo del discurso histórico como una vía de construcción y no de mera trasmisión de conocimientos, nuestro interés se concentrará ante todo en aportaciones procedentes de sociólogos de la ciencia que han analizado y observado las prácticas investigadoras, los comportamientos de los científicos en cada medio y sus interacciones con la realidad social.
A la luz de la línea que aquí seguiremos con apoyos diversos, los estímulos del presente sobre el historiador dejan de constituir meras demandas externas que cargan de significación y utilidad su trabajo para pasar a impregnarlo con compromisos subyacentes en un mundo del que forma parte inseparable. Aunque puedan existir otros objetivos, algunos de los principales no aparecen ya claros, puesto que actúan fuerzas, inconscientes o difusas, que arrastran la labor en determinadas direcciones, con marcadas inercias profesionales y bajo posturas concretas ante la realidad social. En el fondo, por tanto, aunque a efectos analíticos se diferencie el contexto social y profesional de la actuación desarrollada y de los textos resultantes, uno y otro campo aparecen imbricados entre sí. Los trabajos de investigación histórica, como los de otra naturaleza científica, se entienden dentro de una red que interconecta la dinámica social y la académica, incluyendo también con carácter básico, para seguirlos, rechazarlos o ignorarlos, los textos previamente elaborados por otros autores. En esa red, el aprendizaje profesional deja de ser la mera adquisición de unas destrezas para convertirse también en un canal de adoctrinamiento que apenas admite fisuras y que ahoga o limita, por tanto, pese a las declaraciones en sentido