El pasado cambiante. José María Gómez Herráez

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El pasado cambiante - José María Gómez Herráez


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una observación neutral de la realidad externa, sino a través de una detenida construcción donde se implican numerosos recursos y estrategias. Pero los grados y las parcelas de relativismo varían entre unos y otros pensadores, e incluso se encuentran posturas que, aunque en sustancia son antirrelativistas, suscriben algunos planteamientos de este signo. A partir del conjunto heterogéneo de reflexiones consultadas, podemos formular de forma personal una serie de proposiciones que se remiten entre sí:

      1. La búsqueda de la verdad externa no es el móvil fundamental de la ciencia

      Dentro de las visiones más o menos relativistas, el científico deja de ser un personaje comprometido que persigue ante todo reproducir y explicar la verdad de forma neutral y desinteresada. En expresión de A. F. Chalmers (1992: 148-154), la idea de que el científico busca de manera racional la teoría que más concuerde con la realidad es una mera «quimera del filósofo analítico». Antes que tal objetivo, que aparece con carácter incidental, para varios de estos autores prima entre las intenciones del investigador la construcción de una teoría coherente capaz de satisfacer a sus compañeros, de procurar su realización personal y de alcanzar un determinado nivel en una pugna competitiva. Por esto, lo que lo decanta hacia una u otra línea no son grandes pretensiones idealistas de contribución al desarrollo del conocimiento y esclarecimiento de la verdad, sino las condiciones que facilitan su trabajo y prometen una «fertilidad» posterior. Así, lo que cobra más trascendencia son contingencias como la conexión con líneas en marcha, la disponibilidad de equipo, de materiales y de bibliografía, o la asistencia técnica y financiera y, por tanto, las directrices superiores a la investigación en un determinado contexto social y profesional. Feyerabend (1990: 139) afirmaba, en esta dirección, que los cambios en las conjeturas científicas no dependen de ese «ente místico llamado realidad objetiva», sino de los colegas, la financiación, las limitaciones temporales, el juicio de lejanos comités de supervisión, el cambiante formalismo matemático, la presión política para acrecentar el prestigio nacional y otros aspectos de las relaciones entre las personas y las cosas.

      De acuerdo con estos enfoques, no cabe contemplar al científico como un ser en cierta medida predestinado, cuya vocación al servicio de la indagación y del conocimiento termina vinculándolo necesariamente al estudio y a los métodos esotéricos de su especialidad. Por el contrario, son circunstancias normalmente accidentales las que han determinado su curso hasta el aprendizaje de unas reglas, un lenguaje y unos compromisos que debe compartir con sus compañeros, en un marco social dado, como vía necesaria para lograr su realización profesional. La primacía de los objetivos personales respecto a la contribución al interés general no constituye, contra lo que plantea E. Primo (1994: 99), un problema derivado de una falta de ética, sino una realidad consustancial a la mecánica de la ciencia, tanto más insoslayable en la medida que el marco acentúa la competencia profesional entre individuos. Por otra parte, tras la propia proclamación del interés general que este autor preconiza, no dejarán de pugnar también, en la práctica, determinados intereses empresariales, políticos, militares o de otro tipo.

      En las condiciones dadas en cualquier modelo social, el proyecto de un trabajo se puede interrumpir bruscamente si no se consigue un respaldo inicial que asegure su continuidad. De este modo, las teorías vigentes, aceptadas, no resultan de unos hipotéticos logros en una búsqueda lineal de la verdad, aspecto con que se autolegitiman a sí mismas: son el producto, por el contrario, de su triunfo frente a otras opciones alternativas con peores recursos o con menor aceptación social. Como son los vencedores los que escriben la historia, se enmascara como progreso científico lo que, en realidad, constituye su triunfo sobre otras pautas de trabajo. Aunque el instrumento erigido en fundamento esencial es la razón, el desarrollo de una investigación y la evolución de sus resultados quedan así explicados, básicamente, en función de los elementos sociales y materiales de su entorno inmediato. Además, aspectos de naturaleza irracional pueden haber sido importantes al trazar no sólo las teorías luego consideradas erróneas, sino también las estimadas verdaderas (Castrodeza, 2004) y, por supuesto, aquéllas sobre cuya veracidad no es posible dictaminar con absoluta certeza. En estas líneas, entre los sociólogos del conocimiento científico y otros relativistas es difícil encontrar un tratamiento mínimo e incluso meras menciones sobre el éxito predictivo e instrumental de la ciencia (Diéguez, 2004: 116). A nuestro juicio, estas observaciones no inhiben totalmente la posibilidad de discernir el progreso que representan, al menos, algunas teorías, pero no sólo la aplazan en el tiempo, sino que la limitan en buena medida: en las ciencias sociales y en muchos resquicios de las naturales, por las propias resistencias de los fenómenos observados, la concurrencia de varias circunstancias causales o el carácter necesariamente convencional de los conceptos empleados, no se podrá decir la última palabra sobre el avance que representan las aportaciones.

      La idea de que la ciencia no persigue reproducir literalmente la verdad lleva aparejada otra afirmación: lo que se hace, efectivamente, no es analizar una realidad externa, sino construirla de acuerdo con premisas previas y mediante controversias y negociaciones continuadas donde resultan decisivas las posiciones de fuerza y de poder. La ciencia no refleja el mundo, sino que lo edifica de forma contingente según parámetros y comportamientos perfectamente identificables, donde se implican varios sectores. Tanto la conformación de un paradigma y la aceptación amplia de una determinada teoría como la tan valorada interdisciplinariedad tienen lugar bajo un claro recurso a la negociación, dado que los científicos mantienen intereses y concepciones diferentes.

      En su conocido análisis etnográfico sobre la actuación de un laboratorio, Bruno Latour y Steve Woolgar (1986) entendían que todo hecho científico, no sólo el producto considerado incorrecto, deriva de factores sociales y no de una supuesta capacidad creativa para obtener un mayor acceso a verdades ocultas. Lo social no aparece sólo presente en los escándalos y en las orientaciones ideológicas que asoman en el mundo de la ciencia, sino que impregna toda la actividad investigadora. No existe en la ciencia algo último, misterioso, que escape a esa base social o que quepa explicar por especiales propensiones psicológicas de los investigadores. En el laboratorio, nos dicen estos sociólogos, la actividad se desarrolla mediante continuos microprocesos negociadores que más tarde, en una caracterización retrospectiva, se disimulan bajo las descripciones epistemológicas de «procesos de pensamiento» y «razonamiento lógico». En una función necesaria y sutil de persuasión para mantener la financiación, los científicos se presentan como intérpretes neutrales de unos datos externos, útiles, autoevidentes, cuando en realidad sus trabajos, reflejados finalmente en forma de artículos, encierran tras sí continuas acciones de manipulación, discusión, negociación


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