Cuando el fútbol no era el rey. Carles Sirera Miralles

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Cuando el fútbol no era el rey - Carles Sirera Miralles


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del tiro es imposible de estimar, y es obvio que el número de participantes en estos certámenes estaba limitado por el importe de los derechos de matrícula, cuyo mínimo era de 20 pesetas. De todas formas, las profesiones que se han podido identifi car muestran que el segmento de población que comprendían los concursantes era bastante amplio: un impresor, un médico republicano, el dueño de un café, un empleado, un oficial, un abogado... Se trata de unas clases medias que no se sentían ofendidas ni insultadas por luchar para obtener premios valiosos, o dinero simple y llanamente. Es decir, que no consideraban deshonroso ganar premios en metálico con el ejercicio de sus aficiones, no de sus profesiones.

      Tampoco puede considerarse la cifra de 20 pesetas como el impedimento principal para quienes quisieran concursar, ya que otros factores serían más determinantes, como las posibilidades reales de éxito, que dependían, al fin y al cabo, de la pericia de cada cual con un arma. Esto hacía de la decisión de inscribirse una cuestión de cálculo personal; fácilmente observable en el caso de Manuel Olmos, quien participa en 1886, en 1888 y en 1891, y resulta siempre ganador de algún premio o accésit. Los mejores tiradores repiten; mientras que la pauta de participación del resto es simplemente ocasional, una vez y no más. El coste de la inscripción suponía un sacrificio no compensado y, en consecuencia, se optaba por no volver a jugar. Como participar era caro, ganar era importante. Esto explicaría que la edad de los concursantes rondase los 30 años, ya que no se trataba de una distracción ociosa para que las personas de posición desahogada matasen el tiempo, sino de un deporte competitivo que requería estar en pleno y perfecto dominio de las propias facultades.

      Por otro lado, no se puede observar ningún tipo de discriminación o discrepancias en la organización de los torneos por razones o afinidades políticas. Si la existencia de dos casinos en la ciudad podría inducir a pensar que se trataba de la clásica división conservadores/republicanos, ésta se demuestra imposible por la buena convivencia de ambas entidades. Además, un tirador tan significado políticamente como el republicano Manuel Olmos es en 1886 miembro del Casino de Cazadores de San Humberto; pero en 1891 pasa a ser miembro del Casino de Cazadores de Valencia. Puede que esto se debiese a un acercamiento al sistema alfonsino favorecido por la reintroducción del sufragio masculino, pero, aún así, parece difícil sostener que la adscripción política tuviese un papel relevante o significativo en estos espacios competitivos de sociabilidad.

      4. EL DISCRETO SILENCIO Y LA CONVERSIÓN A LAS SOCIEDADES DE TIRO

      Pero, una vez iniciado el siglo XX, los periódicos expresarían los lamentos que producía la falta de una entidad que organizase tiradas públicas. En relación con un campeonato nacional, escribían:

      Sin embargo, el Ateneo no suplía el déficit de sociedades de caza y la mayoría de encuentros seguía celebrándose en el ámbito privado. Por ejemplo, en la granja de José Moróder de Moncada, donde tenía instalada su vaquería:

      Para concluir, se debe destacar que el Casino de Cazadores había nacido siete años antes de la Ley de Asociaciones para ofrecer un nuevo marco de sociabilidad promovido por los líderes restauracionistas. Su primera directiva estuvo formada por un grupo de hombres que iniciarían a los pocos años dispares carreras políticas en la Diputación Provincial y el Ayuntamiento, representado tanto a los conservadores como a los liberales y agrupando tras de sí a 400 socios de distinto perfil profesional. Esta entidad canalizaba una arraigada afición al tiro y se configuraba como un interlocutor con el Gobierno Civil para el cumplimiento de las leyes sobre caza y pesca y la concesión de licencias. Su declive a raíz de 1890 es difícil de explicar; pero es probable que perdiese parte de su utilidad como un centro de poder informal en paralelo a la propia administración pública y los incentivos para gestionar colectivamente esta afición disminuyeran, por lo que los participantes se retraerían a una práctica más individual o en grupos pequeños.