Compañero Presidente. Mario Amorós Quiles

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Compañero Presidente - Mario Amorós Quiles


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a Pisagua.

      Evoco aquel ocaso político, el último sol sobre la oficina. No veíamos a nadie. Sólo cuando se hizo de noche y la oscuridad tendió, como se dice en las crónicas antiguas, un manto protector, divisamos algo que se movía en la penumbra. Otros se ocultaban tras los escasos y raquíticos árboles de la plaza. Allende hablaba como si al frente hubiera una muchedumbre. Sabía que estaba arrojando semillas en el desierto. Tenía confianza en que iban a germinar. Y por eso explicaba con paciencia y energía su proyecto de un país nuevo a un público invisible y temeroso.

      Él era así. Embestía contra el mal tiempo. En la isla de Chiloé recorríamos en auto los caminos. Tomaba el megáfono y cuando pasábamos frente a cada casa –todas dispersas– saludaba al que vivía allí, pronunciando su nombre (que le había sido comunicado por el compañero del lugar, conocedor de todos sus ocupantes). Así hacía propaganda personalizada. La concurrencia era exigua. Carmen Lazo, que tenía muy buena relación con Allende, sacaba del bolsillo no recuerdo bien si un flautín o una armónica y comenzaba a tocar. Empezaban a acercarse niños y tras ellos las madres, los padres, las familias. De este modo se reunía quórum para iniciar la proclamación.

      También Carmen Lazo, una de las mujeres más relevantes de la historia del socialismo chileno, participó de manera destacada en las cuatro campañas presidenciales de Allende. De la de 1952, la negra Lazo recuerda, entre otras, esta anécdota (Lazo y Cea, 2005: 54-55):

      En esa misma gira íbamos con Volodia Teitelboim (...) Un día me dijo: «¿Sabes, Carmen? Creo que Allende es un ladrón intelectual». Me quedé pensando por qué Volodia decía eso y me acordé de que cada vez que llegábamos a una oficina salitrera, yo, cansada de discursear, empezaba confidenciando: «Miren, compañeros, yo ya estoy cansada de hablar bien de este caballero, así que ahora les voy a contar un cuento». Empezaba a narrar las andanzas del gigante y los enanos de Gulliver. Y cuando ya había hecho el cuento agregaba: «Bueno, ustedes ya habrán comprendido que el gigante es América Latina y los enanos que amarraron al gigante hasta dejarlo inmovilizado son los intereses económicos, por el cobre, por la plata, el platino, el hierro y todas nuestras riquezas naturales».

      Este cuento resultó muy ilustrativo, pues nuestros invitados entendían cabalmente cuál era el problema de nuestro subdesarrollo. Cuando dejamos ese lugar para ir a otro, Allende me advirtió: «Morena, olvídese del gigante, porque en la otra oficina salitrera lo voy a usar yo». Esto motivó el comentario de Volodia y por supuesto que lo usaba y le sacaba mucho más partido al cuento del gigante y los enanos.

      Durante aquella jornada Allende permaneció en la Casa del Pueblo, un viejo caserón situado en la calle Serrano, a dos esquinas al sur de la Alameda. A última hora de la tarde, cuando la victoria de Ibáñez era inapelable, corrió el rumor de que militantes del PSP se dirigían hacia allí con el objeto de propinar un escarmiento físico a los «traidores» que según ellos se habían vendido a la derecha y habían recibido fondos de Matte para arrebatarle votos a Ibáñez. Según el relato de Osvaldo Puccio, cerraron las puertas y Allende, subido a una mesa del vestíbulo, destacó el valor de la campaña que habían realizado (1985: 31):

      Si son consecuentes los que hoy nos detractan, como lo dicen siempre, un día no lejano marcharán detrás de nosotros y juntos haremos de este país la primera nación socialista de América. (...) Si el mundo se construyó en siete días, el socialismo no se logra construir en tan poco tiempo; porque el mundo es la imperfección y el socialismo es la perfección.

      El 7 de septiembre en un discurso en el Senado afirmó (Ligero y Negrete, 1986: 56):

      Nunca pensamos triunfar. Pero obtuvimos un porcentaje que implica un triunfo real y efectivo, porque los 52 mil sufragios del Frente del Pueblo constituyen la expresión de otras tantas conciencias limpias que sabían que votaban por un programa, por una idea, por algo que estaba apuntando hacia el futuro.

      Y años más tarde señaló (Lavretski, 1978: 64-65):

      Usted me pregunta por qué entré en alianza con los comunistas en 1951. No lo hice por guerra «fría», «templada» o «caliente», sino partiendo de los intereses de Chile. Por entonces yo consideraba que Chile necesitaba un curso político más claro que el elegido por el Partido Socialista, que había tomado la decisión de apoyar la candidatura del general Ibáñez. Aun sin tener en cuenta sus características personales, está claro que Ibáñez no podía ser el abanderado del proceso revolucionario.

      Considero que la revolución antiimperialista y antioligárquica debe basarse principalmente en la unidad de la clase obrera que en Chile está representada por el Partido Comunista y el Socialista. Si no hay acuerdo entre ellos, entonces se lanzarán a una guerra fratricida, como tuvo lugar en el pasado, debilitando al movimiento revolucionario y beneficiando a la burguesía y al imperialismo. Yo mismo fui expulsado de mi partido por negarme a apoyar a Ibáñez. La alianza con los comunistas en 1951 no perseguía la victoria electoral por cuanto el Partido Comunista se hallaba entonces en la clandestinidad. Pero yo perseguía un objetivo más importante: la creación de un verdadero instrumento de liberación de la clase obrera y de Chile.

      A pesar del magro resultado, su candidatura señaló un camino para la izquierda: la unidad de las fuerzas populares en torno a un programa de gobierno para la transformación profunda del país. La coyuntura de 1952 forjó también el entendimiento entre Salvador Allende y los comunistas, quienes con el tiempo llegaron a convertirse en uno de sus aliados más leales. Con la creación el Frente de Acción Popular (FRAP) y la reunificación del socialismo, un lustro después, empezó a gestarse un impresionante movimiento popular cuya clave de bóveda fue la unidad de acción entre socialistas y comunistas, algo realmente excepcional en el contexto de la guerra fría. Desde el principio Salvador Allende se constituyó en el gran adalid de la unidad de la izquierda.


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