El deler per les paraules. AAVV

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El deler per les paraules - AAVV


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lograr su propósito deteniendo el capitalismo triunfante y volviendo al punto de partida, al mundo premoderno de casas extendidas y talleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás, y en este punto al menos la historia le ha dado la razón. Cualquiera que sea la justicia y equidad que arraigue en la realidad social, necesita partir del punto al que las transformaciones irreversibles han llevado a la condición humana. Hay que recordar esto cuando se piensa en las opciones endémicas de la segunda secesión.

      Un paso atrás de la globalización de la dependencia mutua entre seres humanos, del alcance global de la tecnología humana y las actividades económicas, es, con toda probabilidad, imposible. Respuestas como formar un círculo con los carros o la vuelta a la tribu (nacional, comunal) no sirven. La cuestión no es cómo remontar el río de la historia, sino cómo combatir su contaminación de miseria humana y encauzar su corriente hacia una distribución más equitativa de los beneficios que depara.

      Hay que recordar otra cosa. Cualquiera que sea el control global que se postule sobre las fuerzas globales, no podrá ser una réplica magnificada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia moderna. Esas instituciones democráticas fueron cortadas a medida del Estado-nación, la «totalidad social» mayor y más comprehensiva de la época, y son inadecuadas al volumen global. El Estado-nación tampoco fue una extensión de los mecanismos comunales. Fue, por el contrario, el producto final de modelos radicalmente nuevos de unión humana y nuevas formas de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de la negociación y el consenso logrado mediante pactos de las comunidades locales. El Estado-nación que acabó proporcionando la respuesta a los desafíos de la «primera separación» lo hizo a pesar de los firmes defensores de las tradiciones comunales y de la posterior erosión de las soberanías locales en decadencia.

      La respuesta efectiva a la globalización sólo puede ser global. El destino de esa respuesta depende de la emergencia y el atrincheramiento de una arena política global (distinta de la «internacional» o, mejor dicho, interestatal). Esa arena es la que ahora se echa en falta. Los agentes globales son reacios a establecerla. A sus adversarios más conocidos, adiestrados en el antiguo, aunque floreciente, arte de la diplomacia interestatal, parece faltarles la habilidad necesaria y los recursos indispensables. Se necesitan nuevas fuerzas para restablecer y revigorizar un foro verdaderamente global adecuado a la época de la globalización, y ellos mismos sólo pueden afirmarse interpretando ambos papeles.

      Parece la única certeza; lo demás es cuestión de inventiva y de la práctica política del acierto y el error. Pocos pensadores, si hay alguno, pudieron prever, en medio de la primera secesión, la forma que la operación de perjuicio y reparación adoptaría. De lo que estaban seguros es de que alguna operación de esa clase era el imperativo supremo de su época. Estamos en deuda con ellos por esa intuición.

      Careciendo de los recursos y las instituciones necesarios para el esfuerzo colectivo, y perplejos ante la cuestión de quién será capaz de hacer algo, aunque sepamos qué hay que hacer, sólo podemos obtener un consuelo del consejo de Franz Kafka, que es a la vez advertencia y aliento:

      Nadie podría decir que ha recogido los dilemas a los que nos enfrentamos al subir esas escaleras mejor que el gran Italo Calvino en las palabras que pone en boca de Marco Polo, en su Città invisibili:

      El infierno de los vivos no es algo que será: si existe, ya está aquí, el infierno donde vivimos cada día, el que formamos estando juntos. Hay dos modos de escapar a su sufrimiento. El primero es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en una parte de él, de modo que ya no lo veas. El segundo es arriesgado y exige una vigilancia y aprehensión constantes: buscar y aprender a reconocer quién y qué, en medio del infierno, no son el infierno, y hacer que perduren, darles espacio.

      Creo que ni Levinas ni Løgstrup habrían rehusado añadir su firma a estas palabras.


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