Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman

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Adónde nos llevará la generación


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la interacción futura, dependiendo de si nos ajustamos a sus expectativas normativas.

      Martin (2003; 2006) acuñó la expresión «practicar género», que remite a un proceso que involucra tanto al actor que «hace género», como a la persona que lo percibe, que lo capta. Martin muestra que a veces las mujeres perciben que los hombres están practicando la masculinidad cuando los propios hombres no tienen la intención de hacerlo o no lo admiten. Las mujeres pueden ser sancionadas con la exclusión por practicar la feminidad en el trabajo, pero también pueden ser sancionadas si no la practican, al ser percibidas como groseras e innecesariamente agresivas. Kondo (1990) muestra cómo las mujeres japonesas activan la feminidad en los puestos de trabajo para reivindicar su lugar central en la cultura «familiar» laboral y, al hacerlo, ganan cosas –una legitimación culturalmente apropiada– y pierden cosas –la posibilidad de ser iguales debido a su aceptación de la posición marginada de la mujer–. Practicar género depende de la comprensión y los significados culturales preestablecidos y refleja y reproduce aspectos de género de las instituciones. Citando a Martin (2003: 252):

      Las prácticas de género se aprenden y se adoptan en la infancia y en los lugares principales donde se gesta comportamiento social a lo largo de la vida, incluyendo las escuelas, las relaciones íntimas, las familias, los lugares de trabajo, los lugares de culto y los movimientos sociales. Con el tiempo, como si montáramos en bicicleta, las prácticas de género se vuelven casi automáticas. Se mantienen las relaciones de género a la vez que se reconstituye la institución de género. Con el tiempo, el decir y el hacer crean lo que se dice y se hace.

      El nivel de interacción involucra también condiciones materiales, que tienen que ver con el decir, hacer y practicar género mientras simultáneamente se asumen las expectativas culturales. La parte que hay de otros en la categoría de género de una misma es una realidad material que cambia la dinámica de las interacciones, con las distintas posiciones enfrentándose a desafíos únicos, e individuos que destruyen los entornos homogéneos enfrentándose a consecuencias negativas (Kanter, 1977; Gherhardi y Poggio, 2007). El patrón de desigualdad en el acceso a puestos de poder y la resistencia a la integración en las redes sociales10 crea desventajas objetivas para las mujeres y las personas de color. Esta desventaja también se extiende claramente a aquellas personas cuya posición de género es atípica, por ejemplo, una mujer o un hombre que se presenta como andrógino o cualquier persona que lo haga con un género no conforme al sexo asignado al nacer. Los individuos que no «hacen el género» como se esperaba o que «no hacen el género» de acuerdo con su sexo asignado interrumpen la interacción al infringir las presunciones que se dan por sentadas. Esta disrupción conduce a una desigualdad en el acceso a los recursos, el poder y los privilegios. Es al patrón más macro de recursos y a las lógicas culturales que los acompañan a lo que nos referiremos ahora.

      Nivel macro de análisis. La estructura de género también influye en la organización de las instituciones sociales y todo tipo de organizaciones. En muchas sociedades, la realidad social descansa en un sistema jurídico que presupone que las mujeres y los hombres tienen derechos y responsabilidades distintos, y aquellas personas que viven fuera del binarismo de género tienen escasos derechos –incluyendo su existencia legal–. En sociedades con sistemas jurídicos fundamentados en la doctrina religiosa tradicional, el privilegio masculino y los derechos fundamentados en el género están entretejidos en el entramado del control social, pero incluso en las sociedades democráticas occidentales, algu nos estados todavía establecen diferentes edades de jubilación para las mujeres y los hombres, incorporando así el género a la burocracia legislativa. En Estados Unidos, la mayoría de las leyes son neutras respecto al género, pero las compañías de seguros privados pueden aplicar precios diferentes a hombres y a mujeres. Casi todos los países tienen multitud de leyes que discriminan a las personas cuyo género no coincide con el sexo con el que fueron etiquetadas al nacer. En todas las sociedades, la asignación de recursos materiales y el poder en las organizaciones siguen estando, predominantemente, en manos de hombres de la élite.

      El género también está simbólicamente arraigado en la cultura de las entidades. Las organizaciones económicas incorporan significados de género en la definición de empleos y puestos de trabajo (Gherardi, 1995; Acker, 1990; Martin, 2004). Cualquier organización que presuponga que los buenos trabajadores estarán disponibles cincuenta semanas al año y al menos cuarenta horas semanales durante décadas sin interrupción está dando por hecho que estos trabajadores no tienen ninguna responsabilidad práctica o moral en el cuidado. La estructura económica industrial y postindustrial asume que los trabajadores tienen esposas o que no las necesitan. La situación ha comenzado a cambiar en las democracias occidentales a medida que las leyes avanzan hacia la neutralidad de género, pero, incluso cuando las normas y los reglamentos formales comienzan a cambiar –ya sea gracias al gobierno, ya a los tribunales, la religión, la educación superior o las reglas de organización–, la lógica organizacional sigue a menudo ocultando el privilegio masculino en la ley formal neutral de género (Acker, 1990; 2006; Williams, 2001). Las creencias culturales androcéntricas que justifican la disparidad en la distribución de los recursos que privilegian a los hombres sobreviven muchas veces a las normas y reglamentaciones formales de las organizaciones.

      Las lógicas culturales de género existen como procesos que tienen que ver con las ideas, más allá de los lugares de trabajo. Mientras que los análisis materialistas eluden o incluso niegan a veces el poder de las ideas, Béland (2005) argumenta que debemos estudiar las creencias cambiantes para analizar las transformaciones históricas en la política y las políticas, incluyendo aquellas relativas al género. Se ha dado un debate en el seno del feminismo que estudia los regímenes de bienestar y de género sobre si la ideología tiene poder en la definición de la política social (Béland, 2009; Adams y Padamsee, 2001; Brush, 2002), pero sugiero que los procesos que tienen que ver con las ideas deben ser considerados como una parte importante del nivel macro de la estructura de género. Investigaciones empíricas recientes muestran la existencia de poderosos significados culturales ligados al género. Budig et al. (2012) muestran que el impacto de la maternidad en los ingresos de las mujeres varía de una cultura a otra, dependiendo del ideario de género. Si existe una cultura de apoyo a la participación de las madres en el mercado laboral, el permiso parental y los servicios públicos de guardería aumentan los ingresos de las mujeres; en cambio, si se priorizan culturalmente las familias encabezadas por hombres que actúan como sostén de la familia y mujeres que ejercen de amas de casa, entonces el permiso parental y la provisión pública de cuidado para los/las menores no tienen ningún efecto; por el contrario, llegan a tener efectos perjudiciales en los ingresos de las mujeres. Desde una propuesta similar, Pfau-Effinger (1998) compara los modelos de empleo de las mujeres en Alemania Occidental, Finlandia y los Países Bajos, y proporciona evidencia contundente de que la política de estado del bienestar (incluyendo la disponibilidad de guarderías) por sí sola no puede explicar las diferencias entre países en lo relativo a la estructura familiar y el trabajo remunerado de las mujeres. Estas políticas deben combinarse con un ideario de género predominante y con valores culturales históricos específicos de cada país, con el fin de comprender la singular trayectoria del empleo remunerado de las mujeres. El campo de las ideas es fundamental para la equidad de género en la fuerza laboral y también para la igualdad en otros ámbitos.

      La investigación de Pierotti (2013) sobre la rápida difusión que ha experimentado, a escala mundial, el rechazo a la legitimidad moral de la violencia ejercida por la pareja íntima es un ejemplo fundamental de cómo las ideas respecto al género son importantes y pueden hacer cambiar las cosas en un sentido positivo. En el siglo XXI, Naciones Unidas y diversas ONG internacionales han trabajado intensamente para definir la violencia contra la mujer, incluida la violencia doméstica, como una violación de los derechos humanos. Los proyectos de desarrollo con perspectiva de género y las acciones de divulgación en los medios de comunicación han tratado de llegar a las familias y a las élites políticas nacionales. Pierotti traza los cambios de actitud de las mujeres en veintiséis países a lo largo de cinco años para ver si estos esfuerzos internacionales han llevado a una convergencia hacia «esquemas culturales globales» que redefinen la violencia contra las mujeres como inaceptable. La autora pudo comprobar que, en 23 de los 26 países, se habían transformado las creencias de las mujeres, tanto que a menudo se trataba de cambios


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