Hemingway en la España taurina. Alfonso Martínez Berganza

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Hemingway en la España taurina - Alfonso Martínez Berganza


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incapaz de reducir el texto. Tras su última visita a España, el reportaje terminó creciendo de manera exponencial hasta las 108.746 palabras. Exactamente 668 páginas mecanografiadas. “Lo que he escrito es proustiano en su efecto acumulativo, y si eliminamos los detalles destruimos ese efecto”, le dijo Hemingway a su amigo el editor Aaron Edward Hotchner que fue a verle a La Habana para realizar la labor de dirigir y comprimir el reportaje para Life.

      The Dangerous Summer se publicó íntegramente por primera vez en 1985. La luz de Alfonso Martínez Berganza, se había apagado ocho años antes. Si aquella “tercera” de Pueblo no hubiera sido suficientemente contundente, en las declaraciones del afortunado ganador del primer premio Ernest Hemingway de periodismo realizadas en la Nochebuena de 1960 queda perfectamente clara su devoción por el escritor, al que en un pie de página de este libro califica literalmente como “un amigo” al que descubrió en la adolescencia y del que le impactó especialmente una novela titulada To Have and Have Not, “muy poco conocida -- dice-- en España”. Hemingway retrata en Tener y no tener (1937) un mundo de ricos insolidarios, intelectuales con mala conciencia y pobres emocionalmente unidos. Y por aclararlo… el escenario de la trama son los Cayos de Florida.

      Tener la necesidad de defender a Hemingway y no tener la tribuna para hacerlo. Es una conjetura, pero aquello pudo ser el impulso que le llevó a escribir Era de Illinois y se llamaba Ernesto, que es el título con el que bautizó este manuscrito que ahora, transcurridos sesenta años, la Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans de la Universitat de València, que dirige la profesora Carme Manuel, se decide a publicar, algo que habría sido imposible sin el cariño y la tenacidad de mi hermano Santiago, recuperando y puliendo con mimo el manuscrito original.

      En aquella España de 1961, las reivindicaciones laborales sobre salarios y jornadas de trabajo se fueron traduciendo tímidamente en huelgas que fueron cobrando intensidad y transformándose a su vez en reivindicaciones de libertad sindical y, lo que era más peliagudo para el régimen, de libertad política. El franquismo mantenía secuestrada la libertad y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer gala de una crueldad innecesaria. No es difícil imaginar que debatir en público en aquel ambiente tan tiránico era más que un ejercicio arriesgado y hacerlo a contracorriente de la propaganda de la dictadura podía llegar a tener consecuencias dolorosas, por más fútil, aparentemente, que fuera el asunto a debate.

      El efecto del Nobel de literatura otorgado a Hemingway en 1954 supuso un ataque de amnesia para el franquismo que necesitaba romper el aislamiento internacional al que estaba sometido. Era preferible olvidar las veleidades republicanas de quien había sido corresponsal en la Guerra Civil para la North American Newspaper Alliance (NANA) y poder tener a un premio Nobel paseándose por España y haciéndose fotos en algún burladero de cualquier plaza de toros. La promoción que hizo Hemingway de los San Fermines en Estados Unidos fue, de por sí, impagable. Pero todo se torció con The Dangerous Summer y el régimen terminó dándole la espalda.

      No deja de ser paradójico que en aquel 1961 tras el suicidio de Hemingway, murieran también Gregorio Corrochano (19 de octubre) en su casa de Madrid, y apenas diez días después, en un sanatorio madrileño, Cayetano Ordoñez, el diestro que sembró el germen de una saga de toreros entre los que figuró Antonio Ordoñez, amigo íntimo de Hemingway, al que llamaba “Papá Ernesto”.

      Alfonso Martínez Berganza, en una de aquellas entrevistas que le hicieron como ganador del premio Hemingway contó que tenía dos hijos pequeños y que el más diminuto -tres años y pico- había conseguido hacía solo unos días un premio de dibujo en una competición infantil. Y dice el autor de la entrevista “Me gustaría saber cuál de los dos premios le causó mayor emoción… y si me preguntaran, acaso me inclinaría por señalar el de su hijo”. Aquella misma emoción que sintió mi padre ante mi garabato premiado es la que siento escribiendo esta presentación de un texto que aspira a provocar algo tan simple como una reflexión en el lector sobre el efecto que puede llegar a provocar una pequeña frase. O, dicho de otra forma, cómo deshacer “trucos baratos”.

       Alberto Martínez Arias

      Periodista –

      Director El ojo crítico (2012-2013 y 2018-2020)

      1 Citado en el libro de Lisa Ann Twomey, Hemingway en la crítica y en la ficción de la España de postguerra, Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2021, p. 166 y ss.

      2 Memorias de la primera mujer de Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé, una biografía. “Mi marido era más franquista que Franco”, Edizioni Sabinae, 2019.

      3 Declaraciones de Luis Miguel Dominguín al periódico El Espectador de Bogotá recogidas por la agencia EFE y publicada en ABC el 24 de diciembre de 1960.

      Nota previa del autor

      El verano de 1947 fue muy importante en mi vida. Terminé mi primer curso universitario y aquel verano leí por primera vez a Hemingway. Mi hermano mayor me regaló un ejemplar de Fiesta y otro de Tar, de Sherwood Anderson. Dos mundos contrapuestos en estilo y circunstancia. De cualquier forma, fue Hemingway el primer escritor norteamericano que leí, si exceptuamos los relatos infantiles de Mark Twain. Después de aquel verano vendrían los demás, como un torrente: Sinclair Lewis, Steinbeck, Faulkner y John Dos Passos, aquel que escribió un libro de perfume imborrable en mi recuerdo, Rocinante vuelve al camino, y que acompañara unos Sanfermines, por los años veinte, a Hemingway.

      Aunque verano, viví plenamente la vida. Recorrí la costa catalana, escuché música, me entusiasmé con Stravinsky, conocí a su hijo Sviatoslav Soulima, empecé una novela, escribí poemas, acompañé a un amigo francés, que hoy es profesor en La Sorbona, a ver a Aleixandre, y leí a Azorín y Ortega, al mismo tiempo que a Virginia Woolf y los americanos.

      En una gigantesca tourné, por el esfuerzo físico y el triunfo inevitable, corrieron los ruedos de España, juntos, mano a mano, el Litri y Aparicio —yo los vi una noche—, Antonio Ordóñez empujaba como un tercero en discordia —elegancia y hondura— y Dámaso Gómez derrochaba ese valor que ha tardado en reconocérsele casi veinte años. Manolete era la estrella. Una estrella fija que muchos querían ya apagar, pero que brillaba con luz propia. Sin competencia, con esa seriedad que era todo doctrina sobre el dramatismo del juego entre el toro y el hombre. Una estrella que empezaba a destilar amargura. Luis Miguel Dominguín era el arte hecho dominio, con una facilidad increíble que estaba a ojos vista, y un derroche de admirable valor en sus faenas. Luis Miguel empujaba. Luis Miguel mandaba dentro y fuera del ruedo.

      Y aquel verano de 1947 vi a todos los citados. Unos quedaron bien, otros hicieron lo que pudieron. Manolete fue insultado, provocado, vejado: llegué a pensar en el hijo de Dios, flagelado, ante el pueblo que prefirió a Barrabás. Nadie alzó un grito de defensa, de hombría, hasta que aquella tarde de agosto un miura, Islero, lo corneó de muerte.

      Porque aquel verano sólo causó en mí una amargura infinita la muerte de Manolete a quien yo, incipiente aficionado, había visto tres o cuatro veces. La última en Huesca, para San Lorenzo y aquel mismo año.

      Porque fue a raíz de la muerte de Hemingway en Idaho cuando se planteó en toda España la polémica sobre lo que el premio Nobel había dicho sobre Manolete y la verdad de este torero. Hubo de todo en el coro de las lamentaciones menos serenidad, esa serenidad que he creído ver en Rafael García Serrano, adorador del Califa de Córdoba y amigo —del otro lado— de Ernesto Hemingway.

      Por todo ello, ahora hace doce años, escribí este libro que entonces —estaba todo muy reciente— no pude publicar y que ahora ofrezco a ti, lector, para que medites hasta dónde una pequeña frase de un novelista puede crear una conciencia nacional de repudio, olvidando otras razones más graves aparentemente —las políticas— que ya se habían olvidado cuando Hemingway pasó la frontera por el Bidasoa en 1955, la primera vez después de nuestra guerra civil.

      Alfonso Martínez Berganza Madrid, 1973

      Capítulo


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