Escultura. Johann Gottfried Herder
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Escultura
Algunas observaciones
sobre la forma y la figura
a partir del sueño plástico
de Pigmalión
Introducción, traducción y notas de Vicente Jarque
Johann Gottfried Herder
Colección estètica & crítica
Director de la colección:
Romà de la Calle
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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. |
La edición de este volumen ha contado con la colaboración de Jesús Martínez Guerricabeitia
© De la introducción, traducción y notas: Vicente Jarque, 2006
© De esta edición: Universitat de València, 2006
Producción editorial: Maite Simón
Realización de ePub: produccioneditorial.com
Corrección: Pau Viciano
Diseño de la cubierta: Manuel Lecuona
ISBN: 84-370-6346-9
INTRODUCCIÓN
UN PENSAMIENTO EN TRÁNSITO
Uno de los rasgos más patentes e iluminadores de cara a una comprensión preliminar del pensamiento de Herder viene dado, sin lugar a dudas, por su peculiar ubicación histórica entre el universo de la Ilustración y el de quienes pronto se erigirían en sus críticos más radicales –aunque no necesariamente los más lúcidos–, es decir, el universo de los románticos. Ya Nietzsche le veía en esa peculiar encrucijada en El viajero y su sombra. Según Nietzsche, Herder no fue «ni un gran pensador ni un gran inventor», pero, en cambio,
poseía en alto grado el olfato de lo que estaba por venir, veía y cosechaba las primicias de las estaciones más pronto que los demás, y éstos creían entonces que él era en efecto el que las había hecho nacer [...]; la inquietud de la primavera le agitaba –¡pero él no era la primavera!1
Es curioso, pero típico en lo que respecta a Herder, que ochenta y cinco años después Isaiah Berlin, el gran liberal inglés, le describiese en términos análogos, pero exactamente opuestos: «Herder es en algún sentido un síntoma premonitorio, el albatros de antes de la tormenta que se avecina».2 ¿Era la próxima primavera, acaso el advenimiento del romanticismo, lo que le inquietaba y a su manera preconizaba? ¿O más bien lo que se husmeaba era una tempestad, y por cierto que de una clase muy distinta a la que se evocaba en el nombre del Sturm und Drang, el movimiento precursor del que fue protagonista principal? ¿O tal vez se trataba, en el fondo, de las dos cosas?
En cualquier caso, tanto Nietzsche como Berlin nos hablan de un filósofo, por así decir, esencialmente intempestivo, una figura crítica cuya singularidad no podía sino conducir a un pensamiento de especial complejidad que, unida a su resistencia a la formulación sistemática, le hizo vulnerable a toda clase de malentendidos, sobre todo los que, derivados de su asimilación al movimiento del Sturm und Drang, y sobre la base de sus apelaciones a la cultura del Volk como único ámbito de autenticidad, y sus invectivas contra la teoría del progreso, condujeron con el tiempo, cuando se le releyó a finales del siglo xix, a una precipitada, simplificadora y básicamente injusta atribución de una perspectiva nacionalista e irracionalista, fácilmente manipulable por intereses espurios que, en realidad, poco tenían que ver con el verdadero sentido de sus ideas.3
Nacido en 1744 en Mohrungen, Prusia Oriental, hijo de un sacristán, de familia piadosa, por tanto, Herder inició su formación universitaria estudiando teología y filosofía en Königsberg. Allí tuvo la ocasión de asistir a las lecciones de Kant, con cuyo pensamiento mantendría unas complejas relaciones que le llevarían finalmente a un agrio debate.4 Por otro lado, entre sus tempranos y más o menos permanentes influjos, es también inevitable citar el del exaltado Hamann, con toda su carga de misticismo y de radical oposición al racionalismo ilustrado.5 Entre 1764 y 1776, este último el año en que, por mediación de Goethe (la tercera gran figura intelectual de entre las que marcaron su trayectoria), fue llamado a Weimar en calidad de Generalsuperintendent, ocupó diversos puestos de profesor en Riga y Bückenburg, y de preceptor privado al servicio de nobles alemanes. Es cierto que, una vez instalado en Weimar, sus lazos con Goethe terminaron por enfriarse, pero ello no fue óbice para que permaneciese allí hasta su muerte en 1803.6
Desde sus primeros escritos, y a pesar de sus colaboraciones tempranas con el círculo ilustrado de Nicolai,7 Herder se distinguió por su distancia frente a la versión más ortodoxa y racionalista de la Aufklärung. En realidad, sus postulados de orden epistemológico tenían que ver más con los del empirismo de Locke,8 y hasta con el sensualismo de Condillac,9 que con las derivaciones sistemáticas del racionalismo al estilo de Wolff.10 Por lo demás, esto no significa que Herder llegase a elaborar propiamente una teoría del conocimiento rigurosa y consistente. Lo que más se aproximaría a ello fue su tardía Metakritik, en donde se embarcaba (en alianza con Hamann) en una desigual polémica contra la Crítica de la Razón Pura, que Kant había publicado en 1781, y que, al fin y al cabo, no haría sino poner en evidencia las insuficiencias y los anacronismos que por entonces lastraban la epistemología de Herder.11
De hecho, sus ideas sobre el conocimiento humano no las desarrollaría sino de una manera concreta, en función de contextos relacionados con la praxis, más que con la teoría pura. Por ejemplo, en el marco del programa pedagógico que formuló en el Diario de mi viaje del año 1769.12 En este hermoso texto, que no llega a constituir propiamente un diario, sino un conjunto de penetrantes reflexiones característicamente deslavazadas, Herder introduce un cuidadoso diseño de todo un plan de estudios fundado en el despertar de los sentidos del niño, en su experiencia inmediata, y en la estimulación de su innata capacidad de intervención en el mundo exterior y de intercomunicación con el entorno de la naturaleza. Propone enseñar «conocimientos vivos» en lugar de «meras explicaciones académicas muertas».13 Por otro lado, los diversos aspectos del saber habrían de ser presentados en términos interdisciplinares, es decir, abordando cada uno desde el otro, conectándolos entre sí al mismo tiempo que se los distingue, y siempre contemplando el plano de la teoría en conjunción con el de la práctica.
En análoga dirección, y partiendo de la suposición de una correspondencia entre el desarrollo de las edades del individuo y las de la humanidad, discurriría su Ensayo sobre el origen del lenguaje (1770-1771), texto premiado por la Academia de Berlín, en donde, frente a las principales doctrinas por entonces vigentes,14