Escultura. Johann Gottfried Herder
Читать онлайн книгу.un ciego», hubo de operarse de un problema ocular, una obturación en un conducto lacrimal. Por desgracia, el doctor Johann Lobstein fracasó en el intento, de modo que Herder se vio obligado a permanecer en Estrasburgo durante meses, en una situación bastante penosa, sometido a sucesivas intervenciones a fin de drenar el conducto y frenar sus eventuales infecciones.41
Entretanto, allí recibió la visita de Goethe, cinco años más joven que él. Del inicio de sus relaciones en la Posada del Espíritu y de sus impresiones sobre el un tanto difícil carácter de Herder (a quien reconocía como un hombre por entonces dolorido a causa de su enfermedad), y sobre lo mucho que, pese a todo, se podía aprender en su compañía, da cuenta el propio Goethe en Poesía y verdad.42 Éste puede ser el lugar oportuno para recordar su decisiva colaboración de 1773 en Sobre la forma y el arte alemanes, considerado como el manifiesto del Sturm und Drang, en donde apareció también el célebre texto de Goethe en alabanza de la catedral de Estrasburgo. De hecho, el entusiasmo de éste ante las formas del gótico no le impediría apreciar la colección de copias de escultura clásica que, reunidas primero en Düsseldorf por el elector Johann Wilhelm y luego descuidadas, había logrado llevar y juntar de nuevo en Mannheim, no lejos de Estrasburgo, el elector Carl Theodor, acaso bajo el influjo de la publicación de las Reflexiones de Winckelmann en 1755.43
Con todo, lo más importante para nosotros es que también el convaleciente Herder viajó desde Estrasburgo hasta Mannheim, que visitó la galería de esculturas y que pudo ver, por ejemplo, buenas reproducciones de Leda y el cisne de Timoteo, la Afrodita de Cnido de Praxíteles, el Apolo Belvedere de Leocares, el Hércules farnesio de Lisipo, todas ellas del siglo IV a. C.; un Zenón, un Durmiente del grupo de Marsias, el Gladiador moribundo y Arria y Peto, del siglo III a. C.; un Fauno con crótalos y Eros y Psique, del siglo II a. C., así como el Hermafrodita durmiente, el Torso Belvedere, Cástor y Pólux y, por supuesto, el Laocoonte de Apolodoro, del siglo I a. C., entre otras.44 Este elenco, junto con lo que había podido ver años atrás en Versailles (y dejando a un lado lo que se encontró en Italia, ya en 1788-1789, cuya experiencia no afectaría al tema que nos ocupa), constituye el repertorio artístico objetivo desde el que puede entenderse la clase de preocupaciones que movían a Herder en sus reflexiones sobre la escultura.
LA PLÁSTICA, LA VISTA Y EL TACTO
A este contexto podemos añadir sus convicciones sensualistas, que naturalmente le conducían a entender la experiencia de cada una de las artes en función de la manera en que, a través de los sentidos específicos, radicados en el cuerpo físico individual, se manifestaría en las obras la totalidad del alma humana, a través de la cual se expresaría también, se supone, el correspondiente espíritu colectivo. En este aspecto, en lo que atañe al papel de los sentidos, Herder proseguía en parte, pero también corregía decisivamente las ideas de Baumgarten sobre el carácter sensorial de la experiencia estética.45 De éste hablaba en la cuarta de sus Silvas críticas.46 Allí le elogiaba su ubicación del universo de las artes en la esfera de lo estético, es decir, de lo sensorial, frente a la de la lógica, obviamente centrada en el orden conceptual o intelectivo. Pero, al mismo tiempo, le criticaba por entender esa dimensión estética en unos términos meramente analógicos respecto a la pura racionalidad y, por tanto, necesariamente inferiores a ella,47 así como por no diferenciar, de cara a una verdadera teoría de las artes, entre los distintos sentidos en los que cada una de ellas se hallaría implicada.
Llegamos así al núcleo de nuestro asunto. Ya hemos indicado cuál era el problema que interesaba a Herder en el momento en que se puso a trabajar en la obra que aquí presentamos. Podemos decir que su propósito se inscribía en el marco de un urgente proyecto de reflexión sobre la distinta manera en que las artes actúan en función de los sentidos a los que se dirigen. Ahora bien, sabemos que, en la primera de sus Silvas críticas, Herder se había ocupado del Laocoonte de Lessing. En efecto, el tema de Lessing era precisamente el de la necesidad de una diferenciación de principio entre las artes (y con independencia de los contenidos de cada obra concreta) con vistas a una más ajustada comprensión de los problemas estéticos en general. De hecho, en el Laocoonte se trataba de una distinción entre las artes plásticas (lo que incluía tanto pintura como escultura) y la literatura. De ahí el punto de partida: el grito de «dolor contenido» en el Laocoonte del grupo de Apolodoro, frente al supuestamente horrísono del Laocoonte de Sófocles.48 En el fondo, ahora ya podemos entenderlo, Herder discrepaba de Lessing –a quien nunca dejó de admirar– no sólo por su presuntamente errónea interpretación del pasaje de la tragedia de Sófocles (de eso ya hemos hablado), sino por su indistinción entre pintura y escultura y, esto es lo más importante, por la orientación semiótica de un Lessing aparentemente interesado en las distintas formas objetivas de significación de las artes, derivadas de medios específicos, frente a la orientación, por así decir, más bien fisiológica, determinada por los sentidos subjetivos a los que cada una de las artes habría de dirigirse al individuo humano, tal como Herder comenzaría a sugerir ya en la cuarta silva.
Es en este marco en el que se entiende la correspondencia que Herder establece entre la vista, el oído y el tacto con la pintura, la música y la escultura respectivamente, mientras que a la literatura no se vincularía ningún sentido en concreto, sino más bien la facultad de la imaginación en que quedarían todos ellos involucrados. Ahora bien, si en el caso de la pintura y la música no habría, en principio, demasiados problemas en reconocer el destinatario sensorial al que prioritariamente se remitirían, en lo concerniente a la relación entre la escultura y el tacto parece que las cosas resultan un tanto más complicadas.
El punto de partida de Herder es una teoría de la percepción de raíces empiristas. De hecho, Escultura se abre con una referencia a la Carta sobre los ciegos de Diderot,49 en donde el autor se hacía eco de un asunto que había venido discutiéndose desde que Locke se ocupara de él en la cuarta edición de su Ensayo sobre el entendimiento humano, de 1700. Allí hablaba Locke del que más tarde sería conocido como «el problema de Molineux».50
Supongamos que un hombre ya adulto es ciego de nacimiento, y que se le ha enseñado a distinguir por medio del tacto la diferen-cia que existe entre un cubo y una esfera del mismo metal, e igual tamaño aproximadamente, de tal manera que, tocando una y otra figura, puede decir cuál es el cubo y cuál la esfera. Imaginemos ahora que el cubo y la esfera se encuentran sobre una mesa y que el hombre ciego ha recobrado su vista. La pregunta es si, antes de tocarlos, podría diferenciar, por medio de la vista, la esfera y el cubo.51
La respuesta de Molineux, con la que concuerda el propio Locke, es que no, puesto que la experiencia previa del ciego, basada en el sentido del tacto, no podía ser trasladada sin más a la de la vista.52
Este problema cobraría actualidad en 1728, cuando el cirujano William Cheselden, a quien Herder se remite ampliamente, llevó a cabo una exitosa operación de cataratas cuyos resultados parecían confirmar empíricamente lo que para Molineux y Locke no había sido sino una conjetura o un experimento mental. En cualquier caso, las reflexiones de Diderot derivaban, por un lado, de los escritos del matemático Nicholas Saunderson,53 ciego de nacimiento, y, por otro, de sus contactos personales con otro ciego de Puisseaux. Lejos de extraer de ello las conclusiones de Herder, Diderot consideraba sólo la relatividad de los mundos en que vivirían los ciegos y los videntes, aunque