El infierno está vacío. Agustín Méndez
Читать онлайн книгу.href="#ulink_f6c158b5-93f9-5fdb-8e92-ccc3a58f180e">30 La presente obra se apoyará en este modo de aproximarse al problema en cuestión.
Dentro de la historiografía de la caza de brujas, no puede dejar de mencionarse la larga y valiosa tradición desarrollada en España. Julio Caro Baroja, pionero en el campo dentro de la península ibérica, se apoyó tanto en la historia como en la antropología para colaborar en la tendencia propia de la década de 1960 de ponderar las creencias sobre la brujería atendiendo a su contexto histórico. En Las brujas y su mundo, el catedrático madrileño realiza un repaso de aquellas desde la Antigüedad hasta su presente y fue uno de los primeros en demostrar vinculaciones entre las acusaciones que las autoridades religiosas realizaron contra los herejes en el otoño del Medioevo y aquellas que poco después se realizarían contra los brujos.31 No fue hasta comienzos de la última década del siglo XX, de la mano de Carmelo Lisón Tolosana, que volvió a publicarse un trabajo que abordara el tema para la totalidad del reino español.32 Durante ese lapso de tiempo y hasta el presente, sin embargo, preponderaron las investigaciones de tipo regional, algo que el propio Caro Baroja ya había realizado en su mencionado libro, cuya segunda parte investiga lo ocurrido en el famoso episodio de Zugarramurdi (1610). Hablar de lo ocurrido allí inmediatamente obliga a la mención del historiador Gustav Henningsen y su sólido estudio sobre los acontecimientos fácticos, registros documentales y el rol de la inquisición en la Navarra española desde 1609 en adelante.33 Henningsen, originario de Dinamarca pero con profundos lazos personales y profesionales en España, es un referente a nivel continental también por sus colaboraciones en obras colectivas de alcance europeo, tanto en el rol de autor como en el de editor.34 Además de la brujería vasca, el académico escandinavo recientemente se ocupó de estudiar el rol del Santo Oficio en los países católicos del Mediterráneo (España, Portugal e Italia).35
La brujería en otras regiones hispánicas (Galicia, Aragón, Castilla-La Mancha, Cataluña, Andalucía y Granada) también ha despertado el interés de los investigadores locales.36 Se destacan especialmente los voluminosos y excelentes trabajos de Maria Tausiet sobre Aragón y Zaragoza, que incorporaron los problemas de la superstición y la magia al análisis de la brujería.37 Tausiet, además, es coeditora junto a James Amelang de un reconocido libro dedicado a estudiar la figura del demonio en la Edad Moderna.38 Por su parte, el reconocido especialista Pau Castell Granados recientemente realizó considerables aportes en relación con la temprana difusión del estereotipo de la bruja satánica en Cataluña y regiones adyacentes a partir de la labor predicadora de Vicente Ferrer y sus discípulos.39 En los últimos quince años, especialistas vernáculas en historia o filología como María Jesús Zamora Calvo y Mina García Soormally incursionaron en el estudio de la brujería en el espacio ibérico a partir de su vínculo con la rica literatura de los siglos XVI y XVII. Más recientemente, la todavía inédita tesis doctoral de José Martínez Millán analiza la figura de la bruja a partir de su representación en la cinematografía actual y del siglo pasado.40
Otro aspecto que resulta de interés reseñar es el de la «racionalidad» de la demonología. El padre fundador del paradigma racionalista, aquel que interpreta a la caza de brujas como un error histórico o una suerte de desvío respecto de la supuesta evolución lineal y progresiva de la trayectoria moral, intelectual y política de Occidente, fue el alemán Wilhem Gottlieb Soldan merced a la publicación de su Geschichte der Hexenprozesse (1843).41 De hecho, fue el creador del término Hexenwahn (Witch-craze en su traducción al inglés; «brujo-manía»/«psicosis brujeril» como posibles alternativas en castellano) que identificaba las persecuciones como una especie de patología mental colectiva y sus fundamentos intelectuales como poco más que desvaríos oscurantistas de fanáticos religiosos. Con todo, Soldan también fue el primero en orientar el estudio del tema desde la intención de reconstruir los hechos históricos de manera rigurosa a partir de documentos escritos. En este sentido, sus herederos ideológicos y metodológicos directos –su compatriota Joseph Hansen y los estadounidenses Henry Charles Lea y George Lincoln Burr– colocaron piedras fundamentales para los estudios posteriores al realizar una titánica labor heurística basada en la recopilación y publicación de documentos sobre procesos judiciales, tratados demonológicos y leyes del periodo moderno que hasta el día de hoy continúan siendo fuente de consulta para los historiadores.42
Si bien los argumentos de este libro recuperan parte del legado metodológico de los historiadores mencionados, también se aleja de aquellos al sostener que uno de los desafíos más inmediatos que se presentan en el momento de estudiar el discurso demonológico se encuentra en la necesidad imperiosa de comprender que la sociedad donde se desarrolló y aquella desde la cual se realiza la tarea historiográfica se encuentran separadas por un abismo epistemológico y cultural difícil de exagerar. La distancia entre el sistema de pensamiento de la Europa temprano-moderna y el actual es aún mayor que el lapso cronológico de más de cuatro siglos que los separa. Una de las faltas más graves que puede cometer el historiador profesional es la de aislar creencias, prácticas o costumbres de su marco temporal. Aunque brutal, la represión de la hechicería no fue la serie de acontecimientos irracionales que relataban los historiadores positivistas decimonónicos u otros más actuales que desacertadamente la consideran «una manía desconcertante» o «el lado oscuro del Renacimiento».43 Stuart Clark corrige estas imprecisiones al explicar que la demonología fue una herramienta intelectual utilizada por los europeos entre los siglos XV y XVIII para comprender el mundo en el que vivían. La naturaleza, por ejemplo, estaba «invadida» por demonios, por lo que su comprensión necesariamente implicaba la consideración de la esfera espiritual. Los hombres de la modernidad no solo «pensaban con demonios», vivían y morían con ellos. La creencia en las brujas, pues, era «históricamente apropiada» en una era que parecía ser la última que vivirían los hombres, así como también «políticamente apropiada» en la época de los gobernantes divinamente escogidos y monarcas sanadores.44
En este sentido, Waite propone que el demonio, la magia y la brujería eran componentes fundamentales del «sistema de creencias» de la modernidad temprana.45 La demonología era, entonces, una auténtica «ciencia del demonio», una rama de los desarrollos científicos premodernos anteriores al triunfo del paradigma mecánico-matemático y del ideal ilustrado. Como explica James Sharpe, aquel campo intelectual se sustentaba en la filosofía de la naturaleza, en la escolástica tardomedieval y tempranomoderna, en la cristianización de la metafísica aristotélica, así como en la física y cosmología animista.46 Complementando este cuadro, Fabián Campagne discutió la tesis del francés Lucien Febvre que negaba la existencia de la noción de imposibilidad en los hombres que creían en brujas. Campagne expuso que, por el contrario, aquellos poseían un triple umbral de causalidades (natural, preternatural y sobrenatural), lo que implicaba que un determinado fenómeno solo sería considerado imposible cuando sus causas no pudiesen ser halladas ni en la naturaleza, ni en el accionar de ángeles o demonios, ni en una intervención directa de la divinidad.