La derrota de lo épico. Ana Cabana Iglesia

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La derrota de lo épico - Ana Cabana Iglesia


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seguido del adjetivo civil, como hizo J. Semelin. Deriva de la concepción de Gramsci de «sociedad civil» y se revela como un término que resulta útil para describir y analizar los diferentes ámbitos en los que se debate la imposición de una determinada hegemonía sociocultural, y no solo política, sobre diversos colectivos sociales. La distinción de «civil» tiene valor analítico y es pertinente porque deslinda genéricamente lo social de lo político.

      Junto a los males modernos, estamos oprimidos por una serie de males heredados...

      Sufrimos no solo de los vivos, sino también de los muertos.

      K. MARX, El Capital («Prefacio»)

      No se puede emprender el estudio de la resistencia de la población rural gallega durante las primeras dos décadas de franquismo sin situar histórica y culturalmente los modos con los que esta había mostrado su descontento frente a lo que sentía como una imposición perjudicial para sus intereses. En la conformación de los repertorios de protesta son básicos dos aspectos sobre los que trataremos a continuación: la actitud del Estado con respecto a lo que considera subversivo y la formulación que tradicionalmente reflejaban las protestas ante otros grupos sociales u otro ente (el Estado principalmente) que hubiera sido conceptuado como agresor.

      La primera de dichas cuestiones definidoras de la naturaleza y la forma de conflictividad adoptada (y en consecuencia explicativa de la que se desecha) va a ser establecida durante los primeros días que siguen al golpe de julio de 1936 e irá pareja a la aplicación de la represión contra todo aquello que sea ajeno o contrario a los postulados nacionalcatolicistas del nuevo Estado (lo sea de manera real o potencial). La represión marcará de un modo tal a la sociedad que se conformará como un elemento central en la explicación de la ulterior resistencia que esta protagonice. La violencia puesta en práctica hace sentir al conjunto de la población la presión de un Estado policial que la controla en todo momento y de una Administración (apoyada en fuerzas de seguridad y en la parte afín de la sociedad) que muestra una capacidad imperturbable de imponer su voluntad. La vida cotidiana en el campo se vio coartada por la presencia física de personas (Ejército, Guardia Civil, falangistas, etc.) a las que les era posible escrutar cada actitud y censurar cualquier forma de desobediencia, por mínima que esta fuera.

      La represión, su grado y nivel son, por tanto, la realidad de la que debemos partir para encuadrar y valorar las muestras de conflictividad. Los estudios empíricos sobre represión e historia local con los que contamos (Juliá, 1999 y 2000; Casanova, 2002; Eiroa, 2006; Prada, 2010) revelan que la intención básica de los sublevados estaba en eliminar a los disidentes y someter al resto de la población a la ideología imperante a través de instrumentos férreos de dominación que impidieran la acción de futuros y potenciales disidentes y consiguieran su sujeción a las nuevas autoridades.

      Traer a colación la dureza de la represión desplegada por el franquismo en Galicia, y en concreto en la Galicia rural, es una premisa necesaria para valorar en su justa medida las manifestaciones de conflictividad y protesta que en los años cuarenta y cincuenta tienen como protagonistas a sus habitantes. Porque, salidos de un episodio de represión que afectó a todos los niveles, conscientes de la criminalización que el nuevo Estado había hecho de la asociación y la politización, y amedrentados por el alarde de fuerza exhibido, muchos fueron los que dejaron traslucir rechazo y malestar social.

      Durante el franquismo, las formas adoptadas por la conflictividad quedan en ocasiones confinadas al ámbito de lo privado y generalmente se vuelven parte de lo cotidiano. Para muchas comunidades, el contrabando o llevar ganado a pastar a un monte vecinal repoblado eran actitudes necesarias para su reproducción económica, pero también eran rupturas conscientes de las disposiciones del poder político dominante. Estas y otras muchas actitudes, casi siempre iniciadas con anterioridad al propio régimen autoritario, se inscriben y mezclan con estrategias y modos de vida. Son manifestaciones más sutiles que las transgresiones abiertas y evitan o suavizan, por serlo, perjuicios como multas, procesos judiciales o incluso la prisión. Son las muestras de conflictividad y, por lo tanto, de resistencia civil más racionales ante la postura de un Estado negador de toda «válvula de escape» (Gluckman, 1954) o espacio para cualquier tipo de disidencia.

      Como señala James C. Scott,

      según las circunstancias a las que se enfrentan, los campesinos pueden oscilar entre la actividad electoral organizada y los enfrentamientos violentos y los actos silenciosos y anónimos de retrasar el trabajo y sus frutos. Esta oscilación en algunos casos puede deberse a cambios en la organización social del campesinado, pero es igualmente posible, o quizás incluso más, que se deba a cambios en el nivel de represión (Scott, 1997: 36).

      El acceso al poder de los sublevados supuso el inicio de la transformación de las estructuras sociales, de las élites, de la política y de las instituciones preexistentes. Esta inversión del orden imprimió un carácter específico a las formas de protesta rural. Bajo el régimen franquista toda protesta abierta y opinión crítica directa condenaba a sus protagonistas a ser objetivo prioritario de represión, de ahí que la resistencia política activa (cuya actuación más destacada era la lucha armada) y la conflictividad basada en formas propias de los movimientos sociales tomaran carta de naturaleza muy rara vez en el campo gallego, restringiéndose estas últimas a las décadas finales del régimen. Los individuos, campesinos o no, no participan de formas de protesta que consideran inviables, y las formas abiertas y organizadas dejaron entonces de ser una opción racional para la mayoría. Ante esa inviabilidad, el campesinado optó por poner en marcha otro tipo de tácticas para expresar su descontento y hacer patentes sus demandas. Métodos que, cuando menos a priori, supusieran menos costes.

      Apoyamos la premisa verbalizada por Rafael Durán


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