La prodigiosa vida del libro en papel. Juan Domingo Argüelles
Читать онлайн книгу.estas dos características como ideales en una sociedad que todavía vive tensionada por dicha presión. Sí deseamos rapidez, pero no a cualquier costo. Jordi Nadal, en Libros o velocidad, pone un poco de mesura en nuestras ambiciones contradictorias y nos avisa sobre lo siguiente:
Cuanta más velocidad, cuanta más superficie se cubre, menos profundo. La velocidad pero también la lentitud son precisas a este mundo. Las cosas buenas, sólidas, solventes, son intemporales. Y hablan, siempre, de nosotros. [...] El mejor pensamiento no es siempre sólo el más veloz, sino el más hábil, profundo, capaz de ver más y mejor, más matices y detalles.
Hay que añadir que la obesidad de la información no es mejor que la dieta balanceada. De hecho, el exceso de información conduce, casi siempre, a la desinformación: es tal la masa informativa que resulta imposible detenerse para examinar siquiera un fragmento. A esto se refería José Saramago con la siguiente ironía:
Si una persona recibiera en su casa, cada día, quinientos periódicos del mundo entero y si esto se supiera, probablemente diríamos que está loca. Y sería cierto. Porque, ¿quién, si no un loco, puede proponerse leer quinientos periódicos por día? Algunos olvidan esta evidencia cuando bullen de satisfacción al anunciarnos que, de ahora en más, gracias a la revolución digital, podemos recibir quinientos canales de televisión. El feliz abonado a los quinientos canales será inevitablemente presa de una impaciencia febril, que ninguna imagen podrá saciar. Se perderá sin límite de tiempo en el laberinto vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.
Si trasladamos esta ejemplar ironía al libro, y a la biblioteca personal, resulta claro que almacenar un millar de libros en un dispositivo digital no es, precisamente, tener una biblioteca, sino una simple acumulación disponible de materiales bibliográficos, en tanto éstos no estén relacionados entre sí con un criterio lector o con una propuesta sólida de lectura. La biblioteca personal, la biblioteca que cada cual hace, se forma, a lo largo de los años, de acuerdo con los intereses de lectura de cada época y de cada circunstancia que se vive. Para decirlo con las irrebatibles palabras de Alberto Manguel, toda biblioteca personal es un autorretrato pleno de claroscuros, pues, a lo largo de la vida, nuestra opinión cambia: “Un texto que es fundamental hoy no lo es mañana. A veces, uno puede ruborizarse al ver lo que le gustaba [...]”. Pero, exactamente así, es como se hace una biblioteca; lo otro es simple acumulación de títulos, de archivos, de cosas que están ahí porque vienen al caso hoy, pero que, después, habrá que sustituir por las novedades que, también, caducarán casi inmediatamente.
Disponer de un millar de libros, o de un millar de piezas musicales, alojados en un dispositivo, de la noche a la mañana, sirve únicamente, para el eterno zapeo insustancial: leer un párrafo de éste y otro de aquél, escuchar un fragmentito de ésta y otro de aquélla. A menos que, milagrosamente, el retacero se detenga y se concentre en una totalidad unitaria, y hasta regrese a ella, una y otra vez, releyendo, o volviendo a escuchar, el libro, la pieza; pero, entonces, la mayor parte de los cientos de libros y piezas musicales está de más en el dispositivo, y sólo satura el espacio virtual porque su obesidad es tremenda y a ello le queremos llamar virtud.
En cuanto a la biblioteca pública hay que decir también algo al respecto. En El culto a la información: El folklore de los ordenadores y el verdadero arte de pensar, Theodore Roszak (1933-2011) denominó a la biblioteca pública “el eslabón perdido de la Edad de la Información”, dicho esto sin ironía ninguna, pues pensando en las bibliotecas estadunidenses, que, con un sentido idealista, funcionan como la más eficaz y eficiente red de servicios de consulta y lectura, que “viene ofreciendo sustento intelectual desde los tiempos de Benjamin Franklin”, auguró que su solidez institucional permitiría en ellas la perfecta convivencia de libros impresos y computadoras, pero también pronosticó que esa misma solidez impediría que se convirtieran únicamente en centros de tecnología digital. Los intereses económicos del culto a la información chocaron con un obstáculo muy difícil, al grado de que prefirieron ocuparse en otros ámbitos.
Los pronósticos de Roszak partieron de un análisis cuyas conclusiones se han cumplido sobradamente más de tres décadas después. Sentenció:
Quizá los entusiastas de los ordenadores tengan otras razones para prescindir de la biblioteca con tanta frecuencia. La motivación comercial más importante que hay detrás del culto a la información es vender ordenadores. Las ventas a bibliotecas cuentan muy poco en comparación con la perspectiva de colocar un microordenador de propiedad privada en todos los hogares. De hecho, si en las bibliotecas hubiera ordenadores a disposición de todo el mundo, sin tener que pagar nada, quizás algunos clientes en potencia desistirían de adquirir uno.
Hoy sabemos que son muchísimos los hogares en los cuales hay más de un dispositivo digital, más de una computadora, más de un smartphone, independientemente de que también haya hogares, en las zonas rurales más pobres del mundo, en donde jamás se haya visto un aparato de éstos. Conozco a más de una persona que carga no uno ni dos, sino tres aparatos móviles al mismo tiempo. No les basta con uno, a pesar de que uno es más que suficiente.
Soy de los que creen que la escritura y la lectura, que la cultura escrita en general que heredamos del pasado, pueden convivir por muchísimo tiempo (como ocurrió con los mamíferos y los dinosaurios) con las tecnologías digitales, pero no sin el apoyo de la educación y, especialmente, de las bibliotecas y de la educación superior. Con las computadoras y con la tecnología digital se desarrolla un tipo de lectura y escritura distinta a la tradicional (a tal grado distinta, que Manguel ha sugerido denominarla de otro modo), pero no la cultura escrita de la que somos herederos desde la oralidad miles de años antes de Cristo hasta la profesionalización de la industria editorial en los siglos XIX y XX y el surgimiento del e-book en el siglo XXI, pasando, por supuesto por la invención de la imprenta de Gutenberg a mediados del siglo XV. Lo cierto es que nada de esto hubiese sido posible sin las bibliotecas y sin la invención del papel, anteriores a la era cristiana, y sin las universidades del mundo occidental desde hace aproximadamente mil años, como las de Bolonia, Oxford y París. La cultura escrita que heredamos está íntimamente asociada a estos hechos y forma parte de nuestro ADN cultural.
En Una historia de la lectura, Manguel argumenta que los voceros de la industria que se afana y se ufana en cavar la tumba del libro tradicional, y luego sepultarlo para siempre, parten de un error:
Quieren hacernos creer que el libro –esa herramienta ideal para la lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo, permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en los márgenes, darle el ritmo que queramos– ha de ser reemplazado por otra herramienta de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere.
Pongámoslo del siguiente modo: Si algunas generaciones fueron hijas de la bombilla eléctrica y del teléfono fijo a finales del siglo XIX, es obvio que las generaciones del siglo XXI son hijas del teléfono inteligente y de las plataformas informáticas móviles. La bombilla eléctrica modificó los hábitos: entre otras cosas, facilitó la lectura de libros hasta altas horas de la noche: no era lo mismo leer, dificultosamente, bajo la pálida luz de una vela, que leer bajo el resplandor de la lámpara eléctrica. El teléfono fijo logró que la gente pudiera comunicarse verbalmente por medio de lo que se llamó, en un principio, el “telégrafo parlante”.
Pero las plataformas informáticas móviles y el teléfono inteligente hacen que el teléfono fijo se convierta en una antigualla, en una pieza de museo, y, además, trastoca el sentido de la comunicación: es un teléfono, pero ya no sirve únicamente para hablar y escuchar, sino sobre todo para “mensajear”, esto es para escribir y leer textos telegráficos, incluso con códigos sólo comprensibles para quienes comparten dicho argot. Es una evolución y una revolución en las comunicaciones, sin duda, pero al mismo tiempo es un retorno, simbólico, a la clave Morse de las primeras décadas del siglo XIX y a la telegrafía sin hilos, de Tesla y Marconi, de principios del siglo XX.
Esto prueba que toda tecnología está asentada sobre una anterior; que, generalmente, en su evolución, facilita la vida cotidiana, crea y modifica hábitos, pero hay una cosa que nunca resuelve: la