El final de la modernidad judía. Enzo Traverso
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Una nueva paradoja surgió tras la Segunda Guerra Mundial. El 9 de septiembre de 1952, después de tres años de negociaciones, la República Federal de Alemania, el Estado de Israel y la Conference on Jewish Material Claims Against Germany, representada por Nahum Goldmann, firmaron en Luxemburgo unos acuerdos de reparación (Wiedergutmachung) que preveían el pago de indemnizaciones a las víctimas de las persecuciones nazis, a Israel, que había acogido a los supervivientes del genocidio, y a las comunidades judías europeas, que habían padecido enormes pérdidas materiales (destrucción de sinagogas, objetos de culto, bibliotecas, escuelas, casas de reposo, etc.). Afectaban también a las propiedades sin herederos, es decir, a los bienes de millones de judíos exterminados que no podían reclamar ninguna reparación. Estos acuerdos, considerados a menudo como un acto simbólico de reconocimiento de la «culpabilidad alemana» y de legitimación de la RFA en la escena internacional (un reconocimiento promovido por Adenauer contra una opinión pública alemana que se percibía aún como «víctima» de la guerra), marcaron un punto de inflexión histórico. La paradoja tenía que ver con los dos Estados signatarios, la RFA e Israel, que no habían establecido aún relaciones diplomáticas; su carácter innovador tenía que ver con el tercer signatario, la Claims Conference, que no era un Estado. El derecho internacional, nacido como extensión del ius publicum europaeum, esto es, del derecho de guerra, fija el principio de las reparaciones entre estados, pero nunca entre los estados y particulares. Los acuerdos de Luxemburgo constituyeron por tanto un acontecimiento sin precedentes en la historia del derecho –fueron suscritos por una institución no estatal (la Claims Conference era una emanación del Congreso Mundial Judío)– y además una novedad absoluta en la historia judía, pues reconocían que los judíos (y no solamente los ciudadanos de Israel) formaban parte de una entidad colectiva.30 El «pueblo judío» adquirió de pronto una dimensión jurídica y política. Y puesto que los acuerdos se referían también a los bienes sin herederos, elevaban a «pueblo judío» una comunidad de ausentes. Podrían ser interpretados, simbólicamente, como el comienzo de una transformación de los judíos en comunidad de memoria, unida por el recuerdo del Holocausto, y no ya por los requerimientos de una Ley que había asegurado su continuidad a lo largo de los siglos. Pero los judíos fueron perseguidos por el nazismo precisamente en tanto que entidad colectiva, más allá y al margen de sus opiniones, de su lengua o de su ciudadanía. Los acuerdos de Wiedergutmachung levantaron acta de esta realidad y materializaron un «pueblo judío» que había dejado de existir; el que estaba en proceso de constituirse en Israel se concebía precisamente como negación de la diáspora. Lejos de superar las ambigüedades de la semántica política judía, este reconocimiento póstumo no hacía sino desplazarlas y renovarlas.
Un nuevo ciclo se abrió, así, después de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la Shoah y de la fundación del Estado de Israel. El exterminio de los judíos, envuelto y confundido en una primera fase en las violencias de la guerra, no fue percibido inmediatamente como una ruptura de civilización, pero el final del nazismo y de sus aliados sajó el absceso del antisemitismo. El antisemitismo, antiguo nomos de los nacionalismos europeos –y a veces incluso clave de bóveda de la formación de las identidades nacionales, como en Alemania–, no ha desaparecido por completo, desde luego; pero se ha ido transformando progresivamente en anomia, en el sentido durkheimiano, es decir, resultado de un desorden social lamentable pero inevitable, y por tanto normal. En la misma medida que la criminalidad, imposible de erradicar completamente, aunque castigada por la ley, el antisemitismo puede ser contenido y limitado a proporciones «tolerables».31 Por último, la memoria del Holocausto, cultivada como una especie de religión civil de los derechos humanos, ha resucitado en los judíos un sentimiento de pertenencia comunitaria, redefiniendo el perfil de una minoría que ya no estaba estigmatizada. Al poner en cuestión las soberanías nacionales y al volver problemáticas las categorías políticas heredadas del siglo XIX, la globalización ha empezado a elevar a modelo los rasgos de una minoría diaspórica cuya existencia se ha desarrollado desde siempre en los centros urbanos, que se desplegó a través de una red internacional y se estructuró en torno al intercambio y la comunicación (el libro, la prensa, los medios de comunicación). Pero la globalización es solo una cara de la medalla. La otra es Israel, que ha puesto de manifiesto, una vez más, las ambigüedades de la semántica política judía; el «Estado judío» solo pudo formarse como Estadonación homogéneo por la exclusión de los palestinos. Para fabricar una nueva entidad nacional, tuvo que enraizarse en un «pueblo judío» que oscilaba entre la comunidad religiosa y el ethnos en un momento en que, en el Viejo Mundo, las soberanías nacionales entraban en crisis. Retrospectivamente, este paso cambiado parece altamente simbólico. La construcción europea se inició en 1951 con la firma del Tratado de París por la RFA, Francia, Italia y los países del Benelux, que crearon la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Por sus orígenes, formación y cultura, sus arquitectos concibieron las fronteras como lugares de paso y de encuentro más que de separación. El canciller Konrad Adenauer, antiguo alcalde de Colonia perseguido por Hitler, encarnaba una Alemania renana, católica, occidental, opuesta tanto al nazismo como al nacionalismo prusiano. Robert Schuman, el ministro francés de Asuntos Exteriores, nació en Luxemburgo y se hizo adulto en la Lorena anexionada por Alemania, fue ciudadano alemán y se formó como jurista en las universidades del Reich guillermino. Alcide De Gasperi, por su parte, nació cerca de Trento, en la parte italiana del Imperio de los Habsburgo, estudió en la Universidad de Viena y fue diputado en la Cámara austríaca antes de convertirse en uno de los portavoces de la oposición católica al fascismo. Un detalle revelador: en sus encuentros, estos tres hombres conversaban en alemán, su lengua común.32 En cierto modo, fue la tradición cosmopolita de una Alemania de las periferias, antinacionalista y multicultural, la que creó las premisas de la unidad europea. Mientras Alemania se liberaba de su pasado chovinista, el sionismo quería pasar la página de la diáspora y «regenerar» a los judíos por el nacionalismo, en un Estado cuyas fronteras marcaban la separación con respecto a un entorno hostil, y que estableció los criterios legales de pertenencia en base a principios estrictamente religiosos y étnicos. El proyecto territorialista y estatista de los fundadores de Israel, que era además eurocéntrico y colonial, se proponía no solo separar rigurosamente a los judíos de los árabes sino que fijaba también líneas de demarcación en su propio campo, considerando a los judíos orientales como una especie de ersatz: los sustitutos de los askenazíes exterminados por el nazismo. La condición de su integración fue la negación de su historia y de su cultura y su occidentalización, es decir, su asimilación a una civilización «superior», en las antípodas, según Ben Gurión, del «espíritu del Levante, que corrompe a los individuos y a las sociedades».33
Lo mismo cabe decir de la memoria del Holocausto. En Alemania puso en cuestión la consciencia histórica tradicional y favoreció una reforma del código de nacionalidad que transformó la vieja comunidad étnica en una comunidad política perteneciente a todos sus ciudadanos, con independencia de sus orígenes. En Israel el Holocausto ha sido utilizado como fuente de legitimación por un Estado reservado solo a los judíos, a medio camino entre el estado confesional y el Estado étnico.
En Europa el antisemitismo ha dejado de ser la norma social y cultural para convertirse en una anomia deplorable y la memoria de la Shoah ha pasado a ser uno de los pilares éticos de nuestras democracias liberales. La condena de los crímenes nazis contra los judíos, por una singular meta-morfosis, ha pasado a ser piedra de toque de la moralidad, la decencia y la respetabilidad, atributos antaño negados a los judíos en razón de su mero origen, de su nacimiento. El estigma que hacía sufrir a Gershon Bleichröder, el banquero de Bismarck, al que Proust dio forma literaria cuando trazó los retratos de Swann y de Bloch en À la recherche du temps perdu, se ha convertido en signo de distinción.34 Tal es la razón por la que, como ha apuntado con una pizca de ironía Régis Debray, «Lévinas ha sustituido a Maurras en las pruebas de examen de los futuros altos funcionarios».35
Con el cambio de siglo, así pues, parece que se ha agotado todo un ciclo histórico –la larga trayectoria del antisemitismo– y que se ha modificado la posición de los judíos en la sociedad europea. Los logros son indiscutibles (el final de una exclusión secular), pero las pérdidas también lo son, aunque no puedan pesarse