El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX. Gonzalo Navajas Navarro

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El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX - Gonzalo Navajas Navarro


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y estético dentro del cual ubicar hermenéuticamente el gigantesco proceso de destrucción de las estructuras establecidas y de construcción de otras nuevas que conlleva el nuevo orden (Sontag: 81).

      Dentro de ese marco, los mayores sacrificios colectivos y las consecuencias concomitantes que los sacrificios conllevan –exterminios, depuraciones, destierros–pueden alcanzar su justificación en nombre de la causa suprema e incuestionable de la curación definitiva y última de una sociedad, un país o la humanidad en general. Los ejemplos que ilustran esa orientación general del siglo XX son numerosos. La inclinación totalitaria y represiva de la Revolución rusa, las diversas manifestaciones del fascismo en Europa y, en particular, en su vertiente más extrema en la Alemania nazi, la brutalidad del franquismo en su intento de saneamiento de una sociedad supuestamente degenerada y pervertida, los excesos del maoísmo, el castrismo y otras ideologías de orientación mesiánica son algunas ilustraciones mayores de la tendencia colectiva de una época históricamente aciaga y autodestructiva que ha destacado por la proliferación de propuestas absolutas y definitivas de curación para las lacras colectivas.

      Erigir ab nihilo un nuevo orden social y humano impecable, figuradamente equivalente a un organismo sano, requiere la extirpación y la eliminación forzosa de los elementos y componentes que pueden poner en peligro la empresa redentora. La cultura –la escrita y la literaria, la visual y la auditiva–tiene un papel determinante que jugar en esta situación ya que es susceptible de proporcionar el lenguaje, los signos y los emblemas con los que identificarse para realizar un objetivo colectivo en el que todos pueden integrarse y hallar acomodo y, con él, un sentido y una función específicos dentro de un hogar común acogedor. Kant, en un ensayo seminal, La paz perpetua, define ese movimiento que confiere a la cultura la función de horizonte y marco conceptual con los que configurar teóricamente los componentes de una humanidad estable y armónica. Para el pensador alemán, su tiempo histórico –el presente alemán y europeo del propio pensador–había alcanzado ya las condiciones adecuadas para la realización de una humanidad madura de la que se habrían eliminado los conflictos armados y en la que la guerra podía considerarse una noción innecesaria y periclitada (Kant: 125). Es claro que la visión de Kant no pudo convertirse en realidad, en parte porque las posteriores pretensiones expansivas de su propia nación lo hicieron imposible. No obstante, el impulso para detener definitivamente la temporalidad –concluir y cerrar la historia bajo un paradigma último y universal–sigue actuando a lo largo de toda la modernidad y se materializa en los megaproyectos conceptuales y políticos a los que el siglo XX ha sido particularmente adepto.

      El proyecto de Kant –que es individual, estrictamente teórico y no programático–se diversifica en una multiplicidad de programas omnicomprensivos que abarcan desde el positivismo hasta el marxismo, el anarquismo y posteriormente el fascismo-nazismo. Por encima de sus profundas diferencias, en todos ellos subyace un presupuesto original compartido: el ser humano no ha desarrollado su potencial individual y colectivo en sociedad porque se lo percibe como un organismo viciado y lastrado por una serie de impedimentos que le impiden realizarse plenamente. Esos impedimentos no son constitutivos del ser humano, sino que responden a una situación provisional y rectificable de la que es posible emerger en un estado de salud y bienestar sólidos y duraderos. La función de esas filosofías sistemáticas es procurar el saneamiento y la curación de ese cuerpo enfermo y conseguir la realización de un ser humano y una humanidad finalmente reencontrados consigo mismos.

      El programa de Kant es meramente filosófico y no se traduce en una práctica política específica. En otros casos, el proyecto se traslada a la realidad política y puede incluso tratar de imponerse de manera deliberada y coercitiva. Este proceso impositivo magnifica la condición rota y fragmentada de la mente moderna, que Hegel había caracterizado en la Fenomenología del espíritu como la unglückliche Seele, el alma desdichada, destacando el componente espiritual más que biológico y físico de la naturaleza humana (Phenomenology: 251). La conciencia desdichada, que caracteriza la mente y la psique modernas, incrementa progresivamente su infelicidad e insatisfacción y se transforma en un rasgo definidor y esencial de todo el siglo XX. Freud convierte esa insatisfacción en una condición existencial profunda y le atribuye la condición de carácter general de la civilización occidental moderna.

      Nietzsche es el pensador que ha experimentado más intensa y dramáticamente la condición de infelicidad de la conciencia moderna, y es quien más consciente ha sido de la enfermedad congénita que lastra al ser humano a causa de su subordinación a lo que Nietzsche juzga que son los dictámenes y las presiones morales externas que le impiden ser de manera auténtica. Más allá del carácter corrosivo e incluso virulento de sus ataques a la moralidad convencional, la conclusión de la reflexión filosófica nietzscheana es, no obstante, altamente asertiva e incluso optimista, ya que procura la reconexión de la historia humana y del sujeto moderno con sus raíces míticas centradas en el núcleo de una vitalidad primordial. Esta reconexión ocurre no de manera progresiva y gradual, sino en un movimiento agitado y frenético que no produce el equilibrio y la paz de la conciencia sino su ebullición y efervescencia hasta provocar un estado de entusiasmo y exaltación del yo que es afín al éxtasis y el ensimismamiento de una visión mística y espiritual. Como consideraré en el próximo capítulo, Unamuno adopta el paroxismo vitalista de Nietzsche y lo reconfigura y redefine de modo personal y único a partir de la potenciación de la individualidad e independencia del yo por encima de cualquier limitación procedente del otro.

      Para Nietzsche el concepto de terapia psicológica o intelectual es inservible porque equivale a una falsificación y, por tanto, más que la curación de la conciencia, Nietzsche pretende facilitar el proceso de reemergencia de una conciencia renovada que redescubre una nueva libertad individual que los programas ideológicos opresivos, y el cristianismo en particular, han reprimido e impedido. La propuesta de Nietzsche es, en última instancia, también de naturaleza irrealizable y utópica al estar fundamentada en una figuración imaginada y ficcional, tanto del origen supuestamente puro de la libertad individual como de su concreción futura con el Übermensch o superhombre que debe superar las limitaciones de la condición humana a través de la historia (Nietzsche, 1888: 65). De todas las propuestas, la suya es la que ha resistido mejor la prueba de fuego de la verificación histórica. Otras opciones, como el positivismo, el comunismo y el fascismo, han puesto de manifiesto sus deficiencias y excesos una vez fueron llevadas a una actualización concreta y práctica. De modo distinto, la advocación de Nietzsche a la libertad individual para realizar las opciones ilimitadas del sujeto sigue siendo vigente para la condición actual. Su pensamiento ha seguido inspirando y motivando el discurso intelectual contemporáneo desde Heidegger y Gianni Vattimo hasta Derrida y Giorgio Agamben.

      La modernidad es un concepto y una experiencia. Ambos son conflictivos por definición, porque implican la reversión de paradigmas que fueron conceptual y axiológicamente prevalecientes por largo tiempo en los mecanismos más profundos e íntimos de la sociedad y que, por tanto, es difícil modificar y todavía más erradicar. La modernidad desde Kant hasta Habermas se ha considerado y realizado no como un proyecto clausurado, sino como un proceso en devenir ininterrumpido y a largo plazo dentro del cual quedan insertas invariablemente la oposición y la regresión. Los casos de Francia, Rusia o Alemania son ejemplos. La mayor parte de las figuras y los movimientos que se asocian con la transformación social y cultural de la modernidad, desde Voltaire hasta Marx, Freud y más recientemente Derrida y la filosofía deconstruccionista, son percibidos con entusiasmo por sus adherentes y con suspicacia y temor por los que se sienten amenazados o intimidados por ellos.

      Para los oponentes al nuevo paradigma, los cambios y las transformaciones se visualizan como una enfermedad que es susceptible de contaminar el cuerpo y el espíritu del discurso académico, la sociedad y la nación. Por consiguiente, se impone obstaculizarlos cuando no impedirlos de manera decidida. La modernidad se propone ofrecer una vida más productiva y completa para la nación y el individuo a partir de la eliminación o la extirpación de los órganos malsanos y no productivos que debilitan el cuerpo social. Los partidarios del statu quo se defienden de lo que perciben como un ataque contra los componentes constitutivos e inalienables de la sociedad. El compromiso entre ambas posiciones no es fácil y esa es la razón de que la historia moderna se caracterice por lo que en la actualidad se denominan guerras culturales (Kulturkämpfe


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