El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961. Pedro Castro
Читать онлайн книгу.target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_f3258104-e58d-5fa1-96ab-da5ad37f0b5c">1 Dulles, John W. Foster, Ayer en México, Fondo de Cultura Económica, 1977, p. 295. Aunque el autor, hijo de John Foster Dulles no señala la fecha, calculamos que fue en 1926.
2 Kinzer, Stephen. The Brothers: John Foster Dulles, Allen Dulles, and their secret world war, New York, Henry Holt and Company, 2013, p. 347.
Razón y sinrazón de la Iglesia Católica
Cuerpo político y económico de la mayor antigüedad, la Iglesia hoy supera la cifra de mil millones de fieles. Una de las claves de su riqueza y poder es que jamás deja sus asuntos a la suerte o las circunstancias fortuitas, o en las manos de Dios. Su arquitectura administrativa y operativa es el mejor ejemplo de una empresa destinada a perdurar hasta el fin de los tiempos. En su historial se incluyen hechos que nada tienen de espirituales o piadosos, como la destrucción de “los herejes”, la Inquisición para enviar a otro mundo a los judíos y otros, las guerras y rebeliones que patrocinó de las Cruzadas en adelante, en las que participó con frecuencia, hasta dar cobijo a abusadores de menores. Es de llamar la atención que sus estructuras medievales permanezcan, en las que un individuo proclamado infalible concentre el poder absoluto hasta la raíz misma de la venerable institución. Es heredera del paganismo romano vestido con ropajes diferentes. Más allá de sus celestes alcances, su vocación más sagrada ha sido la obtención y custodia de bienes terrenales, en un mundo en el que la mayoría de su feligresía es pobre e ignorante, que hace uso de obras de caridad, a la postre golpes de pecho para aliviar su conciencia. Como es natural, a este gigantesco poderío, parasitario más allá de toda medida humana y sobrenatural, se le agrega su conservadurismo, su acomodo al mundo de los poderosos y oposición a los procesos históricos novedosos a los que invariablemente los percibe como amenazantes. En el desarrollo de la ciencia (siempre desafiante de los dogmas de la religión católica), en las revoluciones liberales, marxistas, anticoloniales, nacionalistas o de índole semejante, y en los cambios de las costumbres la institución eclesiástica raras veces las ha asumido con un mínimo de apertura, sino todo lo contrario. En lo ideológico, se ha visto corta en originalidad, invención y lucidez, por lo que acusa una precariedad argumentativa y la repetición ad infinitum de dogmas, frente a las formas de pensamiento laico y avances científico de los siglos XIX y XX. Su militancia reaccionaria, su verbo filoso, hasta sus armas físicas, raíces de su poder, han convertido a la Iglesia en enemiga formidable de los cambios que para bien o para mal experimenta el mundo en que vivimos. Al encontrar respuestas con fuerza semejante por parte de entidades estatales o de cualquier otra parte, recurre a su socorrido expediente de las “persecuciones” de las que se dice eterna víctima, y no se queda con los brazos cruzados.
Tanta energía desplegada por la venerable institución tuvo un antecedente notable en 1937 cuando el Papa Pío XI condenó al marxismo y al “comunismo ateo” en su Encíclica Divini Redemptoris, y atacó duramente la doctrina de los “sin Dios” –es decir, la de los ateos, agnósticos, masones, bolcheviques y otros de etiquetas semejantes. Su estafeta anticomunista, antiliberal, antimasónica y antilaica le fue heredada y a su vez pasada a sus sucesores. Este siervo de Dios cargó con un fardo que la historia no le ha quitado de encima, que fue su alianza política con dictadores, como Benito Mussolini. A pesar de sus muchas diferencias –quizás no eran tantas– los dos autócratas compartían su hostilidad al comunismo, al que veían como amenaza a la dominación ideológico-religiosa y al imperio fascista en Italia. No eran tan extraños compañeros de cama: compartían más de lo imaginable su odio hacia todo lo que estaba a su izquierda. Los privilegios obtenidos por la Iglesia a través del Tratado de Letrán y otros, aunque no siempre fueron respetados por el gobierno italiano, aportaron considerables ventajas, en particular durante la Segunda Guerra Mundial.1 Comunismo se refería no solamente a la Unión Soviética, sino a sus partidos aliados en Europa, particularmente en Italia, donde los comunistas italianos estuvieron a la cabeza del movimiento partisano contra el nazi-fascismo, saliendo fortalecidos y con un gran prestigio después de la derrota de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Algo parecido aunque de distintas proporciones ocurrió en Francia, donde el maquis contaba con un cantidad sobresaliente de comunistas poseedores de una aureola de entrega y heroísmo en la defensa de su país.
Desde que el comunismo era más bien marginal en Europa en el siglo XIX, el Vaticano lo repudió por considerarlo una doctrina todavía más radical que el liberalismo que tanto le afectó desde la Revolución Francesa. En México, sus liberales eran una punzada en su mollera, y fue en este país donde se escribió un largo capítulo en que la Iglesia jugó uno de los papeles más cuestionables, siendo señalado una y otra vez con buenas razones como uno de los responsables de su atraso endémico. La pelea de la Iglesia Católica en periodos largos ha sido por la supuesta defensa contra imaginarias conspiraciones internacionales. Esta tendencia se remonta a muchos años atrás, y en ocasiones el observador se encuentra con que en la narrativa de ataque –del siglo XIX, por ejemplo– se pueden cambiar ciertos nombres o sustantivos, se mantienen los predicados, y ya está, como por ensalmo aparece una “nueva” narrativa. Con todo y que la violencia verbal de los Sumos Pontífices se expresó con fingida delicadeza, fue menos el crudo discurso de sus subordinados, desde los cardenales y arzobispos hasta los simples sacerdotes parroquiales que la emprendieron contra los “enemigos de Dios.” Pese a lo pedestre de sus prédicas, sorprende que los ejercicios retóricos de los prelados ejerzan un efecto hipnótico en las mentes que, en principio y según la biología, están hechas para pensar. En rigor su lenguaje artificioso, incomprensible y críptico las más veces –sin olvidar que en épocas no tan remotas las misas se llevaban a cabo en latín– ha imposibilitado una comunicación genuina con los creyentes, los únicos vínculos se construyen través de la autoridad carismática del eclesiástico y sus efluvios dramáticos, así como a las evocaciones a un mundo sobrenatural poblado de santos, ángeles y querubines, y en su caso, de demonios. Y en una tierra con masones, judíos, liberales y comunistas prestos a acabar con las creencias religiosas, hay mucha tela de donde cortar, por decirlo así. La oposición católica en muchas partes al liberalismo y laicismo, “el ateísmo y el materialismo”, cuyas raíces se remontan a la Ilustración y a la Revolución Francesa, fue frenética por desesperada en países como México, donde a lo largo de un siglo el activismo clerical fue el combustible de guerras intestinas y una invasión extranjera. Así, a mediados del decenio de 1880 el papa León XIII inició un nuevo combate contra la masonería italiana, y aunque él no incluyó la propaganda antisemita, delegó esta tarea en otros. En particular, los jesuitas relacionados con La civilitá cattolica intentaron desacreditar a la masonería al asociarla con una supuesta “conspiración mundial judía”. Dos de estos religiosos, R. Ballerini y F. S. Rondina, lanzaron una campaña según la cual todos los “males modernos”, desde la Revolución Francesa hasta las últimas quiebras italianas, eran frutos de una conspiración judía de dos mil años, renovada en la masonería. La civilitá cattolica pintaba a Italia como un país sumido en la violencia, la inmoralidad y el caos general gracias a los judíos, y hablaba del judaísmo en los términos que utilizaría Hitler: como un pulpo gigante que asfixiaba al mundo.2
El Vaticano en la Europa de fines del siglo XIX también tenía sus alarmas puestas frente a la “probable amenaza del comunismo, esa herida fatal que se insinúa en el meollo de la sociedad humana sólo para provocar su ruina”. (León XIII)3 El comunismo amenazaba el poder material y el imperio ideológico-religioso de la Iglesia, que esgrimía buenas razones para creerlo así: la pobreza y explotación de los trabajadores en cuyos hombros se sostenía el poderío industrial de Alemania, la Gran Bretaña o Francia favorecía el ascenso de las fuerzas anticapitalistas. Fiel a su naturaleza, la Iglesia Católica en el siglo XX hizo armas sin vacilar contra “el comunismo ateo” –una redundancia, ya que por definición el marxismo calificaba a la religión como el opio de los pueblos. En la visión apocalíptica cuasi-paranoica de los católicos fue fácil asociar una pretendida conspiración judía a la del “bolchevismo”. A título de ejemplo, el católico jerarca nazi Joseph Goebbels dijo en 1936 que el bolchevismo era un absurdo patológico y criminal inventado y organizado por los judíos con el fin de destruir