Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli

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Delitos Esotéricos - Stefano Vignaroli


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reconocer. Cuanto más lo contemplaba y lo escuchaba, más atraída me sentía por él, que tenía una cara simpática, ornada con una ligera barba, los cabellos espesos y oscuros y dos ojos que me gustaban de manera increíble. Al ser poco más que una niña no sabía claramente lo que significaba enamorarse pero en esos momentos comprendía que estaba experimentando unas emociones nuevas y que quizás, por primera vez, había caído víctima de este extraño sentimiento..

      Habíamos vuelto a bajar, siempre conversando y bromeando, y habíamos alcanzado al resto de la compañía, justo a tiempo para la comida preparada por mi madre, una óptima amatriciana, acompañada por salchichas a la brasa y, para acabar, las frambuesas recogidas por hermanos y primos durante la excursión. Al acabar la comida había propuesto a Stefano tumbarnos al sol. Había cogido una colcha fina y nos habíamos alejado un poco, fuera de la vista de los demás. Me había sacado la camiseta y los pantalones vaqueros y me había quedado con un biquini rosa, apenas suficiente para cubrir mis senos todavía inmaduros. También él se había librado de la camiseta. Nos tumbamos el uno al lado del otro, gozando del sol de primera hora de la tarde que calentaba la piel. En un momento dado, me había girado hacia él y había presionado mis pequeños senos contra su tórax.

      ―¡Enseñame cómo se besa a un chico!

      Él me había mirado con aire interrogativo pero yo, para nada atemorizada, había acercado mi cara a la suya, entrecerrando los ojos. Había sentido sus labios unirse a los míos y, por un instante, estuve en la gloria. No sé cuánto duró, creo que unos pocos segundos. Cuando Stefano se dio cuenta de lo que yo hacía se paró y, si bien de manera delicada y quizás de mala gana, me había apartado de él.

      ―Caterina, no es posible entre nosotros dos, no debo dejarme llevar. Eres una chiquilla muy bonito y te convertirás en una hermosa mujer. Tienes unos ojos azules espléndidos, que destacan todavía más debajo de tu cascada de cabello oscuro. No tendrás ninguna dificultad en encontrar un buen muchacho, que sea idóneo para ti. Yo te conozco desde que estabas en pañales y te aseguro que te quiero mucho, ¡pero como a una hermana! Además, doce años de diferencia son un abismo. Tú eres poco más que una niña y yo soy un hombre a punto de casarse. De todos modos, en septiembre partiré para la escuela de especialización en Enfermedades de Pequeños Animales y me quedaré en Pisa durante dos años. Te aseguro que te escribiré y te daré mi dirección. Mi amistad y mi afecto siempre los tendrás, pero consideremos el episodio de hoy como un juego y no hablemos más de ello.

      Mientras me ruborizaba, dije sí con la cabeza, pero aquel beso quedaría en mi mente y en mi corazón como el más hermoso que nunca hubiese recibido.

      En esa época los teléfonos móviles no existían y, por lo tanto, los contactos sólo se podían mantener escribiendo cartas y postales o por medio de los teléfonos fijos. Por lo cual, durante un tiempo, los encuentros con Stefano habían sido esporádicos y sólo dos años después conseguí transcurrir, de nuevo, algunos días con él.

      Había terminado el primer año de la Escuela Superior y había pasado de curso con óptimas notas pero el verano se anunciaba aburrido y sin grandes perspectivas de vacaciones ya que, en la familia, las peleas entre mi padre y mi madre cada vez eran más encendidas y entre los dos no conseguían llegar a un acuerdo en nada. Además, mi padre estaba teniendo crisis depresivas, cada vez más frecuentes.

      Era un cálida jornada de julio cuando mi madre me llamó para decirme que mi primo Stefano estaba al teléfono y preguntaba por mí. Corrí hacia el aparato con el corazón en un puño.

      ―Hola, Caterina, he pasado el examen del segundo año de especialidad y tengo algunos días de vacaciones antes de comenzar los dos meses de prácticas en la Clínica Universitaria. Luego, en octubre, deberé presentar mi tesis, así que ¡voy a tener un verano bastante duro! ¿Por qué no vienes a Pisa y hacemos algo de turismo por la Toscana? ¡Unas buenas vacaciones nos hará bien a los dos, para ti como distracción de tu situación familiar, para mí como una breve pausa en los estudios!

      Después de pedir permiso a mis padres, que no dieron ningún problema, cogí el tren y llegué a Pisa. Stefano me esperaba en el vestíbulo de la estación. Le di mi bolsón y me subí a su coche, un Citroen 2CV, con el cual iríamos a Toscana en los próximos días, pernoctando en hoteles y siendo acogidos por sus amigos de universidad. Visitamos ciudades muy hermosas, la misma Pisa, San Gimignano, Siena, Arezzo. Incluso fuimos hasta el Apenino Toscano-Emiliano durante una breve excursión al nacimiento del Arno, siempre animados por nuestra demostrada pasión por la montaña. En fin, llegamos a Firenze, donde nos hospedó su hermano, inscripto en la facultad de Arquitectura pero que hacía de todo menos estudiar. La última noche, después de la cena, hacía calor y yo estaba cansada. Paseando por las orillas del Arno llegamos a Ponte Vecchio. Era una noche espléndida, en el cielo la luna casi llena se reflejaba en el río y el espectáculo era realmente romántico. Aprovechando el cansancio, me había apoyado en Stefano, pasándole el brazo alrededor del cuello. Él, en respuesta, había aferrado con delicadeza mi mano, que colgaba de su hombro, acariciándola ligeramente. Luego había cogido mis caderas con el otro brazo. Nos habíamos quedado así, en silencio, unidos y abrazados, mirando el paisaje florentino. Me esperaba un beso y, en cambio, no sucedió nada. Habría querido que aquel momento no hubiese acabado jamás, hubiera querido permanecer así para siempre y, en cambio, a la mañana siguiente, estaba en la estación de Firenze, lista para volver a casa. Las cortas vacaciones habían terminado pero yo todavía pensaba en el abrazo de la noche anterior, aún sentía la mano que acariciaba la mía. ¿Estaba enamorada? Quizás.

      En cuanto llegué a casa encontré a mi padre y mi madre ocupados en la última pelea y este hecho extinguió toda la poesía que se había creado en los días anteriores. ¿Cómo es posible, pensé, que dos personas que se han amado, que han compartido su vida durante más de veinte años, lleguen a tratarse de esta manera? En ese momento decidí que el matrimonio no estaba hecho para mí.

      Tenía casi 19 años cuando, en una templada jornada de comienzos de otoño, mi padre se mató, disparándose un tiro en la sien. Cómo había conseguido un pistola, nunca lo supe. El hecho es que su vida había estado marcada por una tragedia, ocurrida aproximadamente hacía doce años, en la que había muerto mi hermanito de casi tres años.

      A mi padre el domingo le gustaba cocinar, preparando las brasas en la chimenea, donde cocía de todo, brochetas, salchichas, verduras gratinadas, pollos asados y otras exquisiteces. El día del accidente, como solía hacer, había encendido el fuego y preparado todo lo necesario sobre la mesa. Alfonso, jugando, había cogido una parrilla y se había puesto a correr por la habitación. Intentando prevenir el peligro mi padre había comenzado a perseguirlo, él había tropezado y caído al suelo. La parrilla había volado por los aires y le había caído sobre la nuca. Una punta metálica había encontrado el espacio adecuado entre dos vértebras cervicales, clavándose en la médula espinal y provocando la muerte inmediata del pequeño. Papá continuó atormentándose por este episodio. Junto con mi madre, habían decidido tener otro hijo para compensar la pérdida y de esta manera, después de algún tiempo, nacieron los gemelos. El hecho de llamar a uno de los niños Alfonso no fue una idea brillante, de ninguna manera, porque cada vez que mis padres pronunciaban su nombre volvía a su mente la tragedia. Con el paso del tiempo, mis padres cada vez se pelearon más. Mi madre, siempre hacía recaer la responsabilidad de la muerte del niño sobre el marido, que había comenzado a deprimirse, para combatir la depresión había comenzado a ir a psicoterapia. Su terapeuta, en un momento dado, lo embutió de psicofármacos que, en vez de hacerle estar mejor, lo llevaron al colapso psicológico y, finalmente, al suicidio.

      Escuché un ruido fuerte que provenía del estudio y corrí a la habitación de mi padre con un feo presentimiento. Lo encontré tirado sobre el escritorio, al lado una lacónica nota, donde sólo había escrito una palabra: Perdonadme.

      No conseguí derramar ni una lágrima. Mi madre ni siquiera pareció disgustada por la pérdida, es más, quizás para ella había sido una liberación. Sentía la necesidad de hablar con alguien que no fuese mi madre, con alguien que me comprendiese, y el único con quien podía hacerlo era con Stefano. Lo fui a ver a su estudio veterinario, en las afueras de Jesi, y sólo entre sus brazos conseguí dar rienda suelta


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