Apenas lo que somos. Eduardo Bieger Vera

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Apenas lo que somos - Eduardo Bieger Vera


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de planes

      Yahvé nos ordenó fructificar y multiplicarnos, llenar la Tierra y gobernarla: casi nada. En primer lugar, tener descendencia es una decisión personal que nos corresponde tomar exclusivamente a Adán y a mí desde la responsabilidad que supone producir vida desde la vida en un lugar al que acabamos de llegar y que, por tanto, desconocemos. Tener hijos es algo muy serio; es más que un simple acto reproductor. Por otra parte, Adán es un hombre sencillo, sin aspiraciones a rey de la Creación ni a amo dominante del resto de criaturas; no le interesan lo más mínimo semejantes títulos rimbombantes, ni el enorme grado de compromiso y dedicación que acarrearía el desempeño de dichos cargos, con la consiguiente escasez de tiempo para uno mismo y para la pareja.

      En segundo lugar, yo creía que el Señor, como dueño de todas las almas, nos predestinaba, es decir, que por medio de su gracia gozaríamos de la salvación eterna o bien seríamos condenados a permanecer sin fecha límite en un lugar oscuro y apestoso, pero Adán me ha explicado que también nos ha concedido el libre albedrío. Ambas cosas, sinceramente, no son compatibles. Vale que la capacidad de la mente humana es muy limitada en su esfuerzo por tratar de entender a una deidad, pero creo que en esta ocasión, y que no se ofendan los creyentes, lo que ha ocurrido es que el Todopoderoso se ha hecho, nunca mejor dicho, un lío de muy señor padre. Una de dos: o nos organiza Él o nos organizamos nosotros, pero ambas cosas a la vez resultan inviables.

      Desde el principio de los tiempos, únicamente hemos conocido el bien, viviendo la eternidad en un entorno idílico que nos proporcionaba todo cuanto necesitamos sin esfuerzo: todo resultaba tan fácil y hermoso que nos dimos cuenta enseguida de que no tardaríamos en aburrirnos de un lugar en el que todo está resuelto y terminaríamos por menospreciar semejante trabajo realizado en tan solo seis días. No sería justo. Me explico: vivir con la seguridad de que vas a obtener lo que te apetece, sin nada que mejorar ni que conseguir y, sobre todo, sin la perspectiva de un final puede resultar alucinante durante un tiempo, pero cuando uno piensa que esta situación nunca acabará… Una existencia aparentemente deleitosa se tornaría a buen seguro en desesperante. La abundancia deshace el deseo, en el sentido más puro del término, y una vida sin deseo no termina de nacer, sin perjuicio de que pueda ser el germen de una ambición enfermiza que desemboque en desgracia. Además, hay algo que llevamos en nuestro interior como animales que somos, un instinto a cuya llamada acudimos de manera inevitable: la curiosidad. En este caso, por lo que haya fuera de aquí y que queremos conocer. Lo sé, es difícil de comprender, cuántas personas darían cualquier cosa por tener la vida resuelta, pero son nuestras ideas y sentimientos.

      Así pues, guié a Adán hasta el centro del Edén caminando por un sendero rodeado de arbustos de tacto aterciopelado, plenos de brotes de colores que acariciaban nuestros cuerpos desnudos, hasta llegar a un prado de un verdor deslumbrante en donde se encontraba el imponente Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, cuyas ramificaciones parecían tocar las nubes. Una vez allí comimos sus frutos con plena consciencia y aceptación de las consecuencias de nuestro comportamiento, sin mediar tentación alguna, cumpliendo así con el trámite necesario para adquirir la condición de mortales. Desde ese instante vivimos cada momento como si fuera el último, porque en eso creemos que debe consistir la vida, en una experiencia finita e incierta, como características que deben hacerla apasionante y realmente disfrutable.

      Si algún día concebimos un hijo –pensábamos tener dos o tres, pero estimamos que siendo uno podríamos dedicarle más tiempo y de paso evitábamos los celos y las peleas–, le pondremos de nombre Adonai Najásh. Ambas palabras proceden del hebreo. Adonai significa Señor, en memoria de Yahvé, porque a Él le debemos el habernos encontrado, y Najásh se usa para denominar a la madre de todas las serpientes. Me explico: a ella le pedimos que nos permitiera probar el fruto prohibido, a lo que contestó que, según el protocolo del Génesis, dicha degustación debería ir precedida de un ofrecimiento persuasivo y embaucador a la par que malévolo por su parte. Fue entonces cuando le conté que mi actitud y la de Adán no constituían un acto de desobediencia, sino una simple manifestación de la autonomía de la voluntad. Conversamos largamente sobre este y otros temas y ambas coincidimos en que la tesis del llamado «pecado original» era machista y trasnochada, al otorgar protagonismo al género femenino, pero solamente como culpable de todos los futuribles problemas del universo, dejando a la mujer en un plano de sumisión y dependencia respecto del hombre en todo lo demás. Adán también está indignado con esta teoría, que le pone, en sus propias palabras, como un tontolaba sin criterio que hace lo que dice la parienta sin rechistar. Total, que nuestra amiga reptil nos entregó, previa petición, no solo la famosa manzana, sino media docena más, tres plátanos y dos peras por si nos entraba hambre durante el viaje.

      Hace algunos días, Adán me dijo que el auténtico paraíso no era más que la ilusión de envejecer juntos: es un hombre divino, un auténtico cielo. Me parece increíble la conexión que tenemos llevando solo una luna juntos. Por cierto; antes de abandonar voluntariamente el Edén –que quede claro, no nos echan, sino que nos vamos– en busca de un lugar en el que poder desarrollarnos y crecer individual y conjuntamente, hemos intentado despedirnos de Dios, pero no habíamos caído en que hoy es el séptimo día de la Creación y se está echando la siesta. No hemos querido despertarlo. Tanto los animales marinos como las criaturas terrestres y aladas, que llevan ya un par de días por aquí, nos han avisado de que, si le interrumpimos el sueño, podría levantarse de un humor apocalíptico y por eso no creemos que sea el momento adecuado para darle «la buena nueva». Es por ello por lo que le hemos dejado una nota que dice así: «Gracias por todo, pero hemos decidido vivir de otra manera. Esperamos que, si no lo comprendes, al menos aceptes este cambio de planes. Ojalá nos volvamos a ver; quizá en otra vida».

      El undécimo mandamiento

      –Ave María purísima.

      –Sin pecado concebida.

      –Padre, confieso que he pecado.

      –Adelante hija, te escucho.

      –Pues verá, padre, esta noche no he pegado ojo. Tomás, el pequeño, no ha parado de llorar. Tenía mucha fiebre y no podía salir a comprarle Apiretal. Estaba sola con los cuatro, que al dormir en la misma habitación también se han despertado con los gimoteos del renacuajo. Su padre ha llegado de madrugada y le he pedido por favor que no se acostara según entraba en la casa, sino que intentara aguantar el sueño unos minutos porque tenía que salir a buscar una farmacia de guardia. Pero estaba borracho, como siempre, y se ha quedado dormido en el sofá, aunque antes ha tenido tiempo de decirme que allá me las apañara, que él bastante hacía con trabajar todo el puto día para pagar la casa y lo que tragaban «esos cabrones». De paso me ha prohibido quejarme porque tenía que estar agradecida por dejarme vivir bajo su techo cuando ya no valía ni para echarme un polvo.

      –Hija mía…

      –Déjeme terminar, por favor, padre. Total, que he tenido que recurrir a Pilar, la vecina del tercero, que padece insomnio y tenía la luz del salón encendida, para pedirle un paracetamol y dárselo disuelto en agua con una jeringuilla. Me ha preguntado qué me había pasado en el ojo, y la verdad que no sé por qué pregunta, ya que en esta casa las paredes y los techos son de papel y se oye todo y ella tiene el dormitorio justo debajo del mío y sabe perfectamente lo que ocurre. Le he contestado lo que quería escuchar: que me he caído, porque, si le llego a decir la verdad, podría irse de la lengua y como le llegue a mi marido el chisme por algún lado –perdone la expresión, padre– me revienta a hostias, como él dice, y a ver dónde voy yo con cuatro críos y sin un euro. Trato de que se ponga el preservativo, pero él dice que eso es para las putas y que yo soy su mujer y grita para que me calle la boca y yo cierro los ojos y me dejo hacer porque si le discuto se pone más violento y es peor... Pero no se alarme, padre, que lo del preservativo no es porque no me gusten los niños –son lo mejor del universo y lo que me da razón y fuerzas para seguir viviendo–; es porque tengo una infección ahí abajo y me da que el desgraciao me ha pegado algo, que viene oliendo no solamente a alcohol, sino también a perfume barato.

      –Tienes que hablar con él; la comunicación es muy importante y la única manera de solucionar los problemas y aliviar las tensiones.

      –¿Comunicarse? Mire padre,


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