Conceptos fundamentales para el debate constitucional. Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile
Читать онлайн книгу.aún, la propia Constitución obliga a todos los órganos del Estado a respetar y promover los derechos que señala, siguiendo una tendencia presente en casi todas las constituciones modernas. Este mandato de actuar “bajo el influjo de la Constitución” sucederá, por ejemplo, al interpretar una ley o resolver un asunto civil o comercial derivado de un contrato.
El problema es que los textos constitucionales están llenos de contenidos sustantivos, donde es difícil distinguir el derecho de la filosofía o la moral (algo de lo cual Kelsen nos advertía que debíamos evitar a toda costa). Cualquiera que haya leído un texto constitucional podrá darse cuenta de que los derechos, principios y valores en él expresados no dejan necesariamente bien delimitados el contenido y los límites de aquello que en la práctica puede o no hacerse (salvo casos muy puntuales, como aquellas normas que prohíben la pena de muerte o la esclavitud), permitiendo muchos escenarios interpretativos y de posibles conflictos entre situaciones incompatibles.
En ese escenario, donde a la cima del ordenamiento jurídico encontramos esos elementos ambiguos, porosos y altamente maleables, pareciera inevitable aceptar que “el derecho no es el texto, sino lo que resuelven 3 en una sala de 5”. Y al mismo tiempo, debemos satisfacer los permanentes fines del derecho de certeza y predictibilidad.
La interpretación de una norma constitucionalizada dependerá, en buena medida, de:
1.- La persona del intérprete y su propia subjetividad (set de valores, cultura, sensibilidad, ideología, etc.).
2.- La técnica interpretativa que se utilice (ponderación, jerarquía rígida, delimitación, etc.).
3.- Fundamentos y propósitos que atribuyamos a los derechos y principios interpretados (concebir a la libertad de expresión como un requisito de la democracia o como el fundamento de un “libre mercado de las ideas” nos llevará a límites y prohibiciones muy diferentes).
4.- El debido respeto del intérprete constitucional por la autonomía de la voluntad, por un lado, y el proceso deliberativo llevado a cabo en sede legislativa por los representantes electos del soberano, por otro. En una palabra, del respeto de los jueces por los contratos y las leyes, que debemos presumir que, por regla general, respetan la Constitución.
En su concreción práctica, tenemos otros problemas: aunque no siempre se diga, las técnicas clásicas de interpretación de la ley no siempre sirven para abordar problemas constitucionales. Por ejemplo, las reglas de solución de antinomias, que prima facie parecerían tan útiles para resolver conflictos entre derechos fundamentales, no son aplicables. No podemos distinguir dentro de la Constitución “derechos de mayor jerarquía”, y los criterios de “norma especial” o “norma posterior” resultan notoriamente absurdos.
Incluso el recurso de consultar “la historia” del texto o la “voluntad del constituyente” resultan mañosos y de discutible legitimidad. Primeramente, porque a diferencia de lo que ocurre en el ámbito legal, no hay ninguna norma que nos indique que debemos proceder de esa manera. Pero yendo más al fondo, la “voluntad” constitucional es sumamente difusa, múltiple y reiteradamente contradictoria, y en cuanto ella es aprobada, comienza a tener una vida independiente de sus autores, que muchas veces supera largamente la de quienes participaron en el proceso de su negociación y redacción. Si a ello sumamos los constantes cambios culturales propios de cualquier sociedad, no parece prudente dejar anclada la ley fundamental a comprensiones y cosmovisiones del pasado, menos aún en un texto llamado a perdurar. Nunca ha sido más adecuada que en materia constitucional aquella máxima jeffersoniana que sostiene que “los muertos no pueden tener derechos”.
Habiendo dicho todo lo anterior, la evidencia empírica nos muestra que, muchas veces, la historia y la intención constituyente son utilizadas y ayudan a esclarecer el sentido del texto constitucional, mostrando una vez más la complejidad de un proceso donde, en buena medida, cualquier argumento razonable y persuasivo puede ser utilizado.
Cuando nos enfrentamos a conflictos entre pretensiones incompatibles, o llamados también conflictos entre derechos fundamentales, en la práctica, la técnica de la ponderación o balanceo resulta dominante. Ella supone un derecho que primará en un caso concreto, haciendo ceder a otro, haciendo referencia a un mecanismo externo, objetivo, que nos permite medir o pesar los derechos en juego. Pero nada de eso existe. La balanza es la misma persona que el observador, quien asigna valor a una situación sobre otra, en un ejercicio sin espacio para la objetividad, y donde muchas veces la toma de posición precede a la justificación.
Los constitucionalistas saben y aceptan, de mejor o peor cara, esta amplitud o indeterminación del texto constitucional, gracias al cual tenemos muchos mundos “constitucionalmente posibles”. Ellos dependerán, en definitiva, antes de los intérpretes que del texto constitucional en sí mismo. Del mismo modo como la situación de un país dependerá antes de la sabiduría de sus políticos y legisladores que de las palabras del texto que los organiza.
No obstante lo recién dicho, debemos reconocer un asunto central: las constituciones modernas, al incorporar principios y derechos al ordenamiento jurídico general por medio de la Constitución y su irradiación jerárquica, sacrifican, a sabiendas, la exactitud severa de la norma (ley pareja no es dura), en pos de una mayor posibilidad de justicia aplicada al caso concreto, lo que pasa necesariamente por ofrecer mayores espacios para la argumentación y justificación realizada en sede judicial. En el fondo, el constitucionalismo moderno empodera al juez, en perjuicio del legislador, permitiendo aplicaciones más creativas, autónomas, adaptables a las circunstancias, que si se extreman o son realizadas en forma imprudente y sin considerar los aportes que al derecho han legado tantas décadas de respeto a la ley y su “positividad”, pueden generar situaciones de activismo judicial e incertidumbre jurídica.
“En las últimas décadas,
los regímenes de
gobierno han tendido
a confluir. Mientras en
Europa se habla de una
«presidencialización de
los parlamentarismos», en
Latinoamérica se plantea
una «parlamentarización
de los presidencialismos»”.
SEBASTIÁN SOTO V. (P. 60)
SEGURIDAD JURÍDICA
JOSÉ LUIS CEA E.
La seguridad jurídica, llamada también certeza legítima, es el resultado de cumplir, gobernantes y gobernados, lo dispuesto en la Constitución y las leyes. Trátase de un valor característico del Estado de Derecho, en el cual ninguna arbitrariedad queda o puede quedar impune, porque operan los controles, preventivos y ex post que vigilan el acatamiento del ordenamiento jurídico vigente. Con tal seguridad es posible proyectar nuestra existencia porque contamos con que lo dispuesto por el Derecho se cumpla. He aquí el sentido de la normalidad en la vida colectiva.
Indudablemente, la certeza legítima nunca llega a ser cabal o perfecta. Si lo fuera, estaríamos ante una utopía. Lo dicho implica conocer que dicho valor es necesariamente asunto de grados, pues siempre es relativo. Claro lo anterior agregamos que sin un nivel razonable de seguridad jurídica nadie queda en situación de sentirse protegido en su convivencia e individualidad, sea la persona, su familia, los bienes o las relaciones de trabajo, comerciales, de penalidad, sean jóvenes o adultos los involucrados, más todavía la infancia y la ancianidad, sea el gobierno de las polis y sus autoridades.
Reconocemos, con Ulrich Beck, que la vida está marcada por el riesgo y, para abordarlo, la seguridad jurídica ha ido desplegándose, como mínimo anticipando situaciones que sean importantes, v.gr., a través de los seguros sociales y cubriendo sus perjudiciales consecuencias.
Es