Conceptos fundamentales para el debate constitucional. Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile
Читать онлайн книгу.política de las burbujas de la abstracción ideológica y devolverla al ámbito de las relaciones concretas, pues ellas son las que constituyen la verdadera vida política. Pero las relaciones concretas solo existen en comunidades a escala humana, porque solo en ellas emerge un bien real que diluye la inexpugnabilidad de las posiciones ideológicas: los vecinos se unen —y dialogan políticamente— cuando lo que está en juego es la seguridad de sus hijos en las calles y plazas del barrio, o cuando la paz cotidiana se ve amenazada por la arbitrariedad de un poder extrínseco (el mismo Estado, el crimen organizado, una gran industria, etc.).
Bien común y nueva Constitución
¿Y cómo se vincula esto con la Constitución? ¿Se trata, acaso, de un cosismo legalista exacerbado que pretende constitucionalizar hasta la vida del barrio? Nada más lejos de ello: se trata de mostrar, simplemente, que la abstracción ideológica se revela impotente cuando la discusión política —y el ejercicio del poder— se refieren a un bien común real. De lo que se trata es de que, para que el bien común vuelva a operar como un principio realmente orientador de la política, es necesario que esta recupere su cauce natural, que es el de la comunidad real. Y para esto hace falta que el Estado mengüe —especialmente el poder estatal centralizado—, ¡no para que crezca, en su lugar, el mercado! (esta es una dialéctica reductiva, mentirosa y paralizante), sino para que reaparezca la comunidad política auténtica: la de los vecinos, el pequeño municipio, las múltiples asociaciones que cruzan su vida cotidiana… Lo que en primer lugar deberíamos esperar de este reordenamiento político a que nos fuerza el proceso constituyente es una descentralización real del poder, profunda, no solo administrativa, sino verdaderamente política.
Pero tal descentralización será solo el punto de partida, porque la supresión estatal de la comunidad real ha generado una monstruosidad: un individuo que se desentiende de su propio bien —al menos en lo que tiene de común y comunicable con el bien del vecino— y se encierra egoístamente en su mundo privado, del que sale solo para exigir al Estado que se haga cargo de aquellas de sus necesidades que exceden sus fuerzas. Precisamente a causa de esta patología —que hemos sufrido ya por demasiado tiempo—, el retorno del flujo sanguíneo de la política a las comunidades reales será la condición que posibilite una lenta y difícil regeneración del tejido social. Solo desde allí podrá recuperarse una visión común de lo verdadero, lo bello y lo bueno, y solo entonces será posible una concordia política profunda, firme y duradera. ¿Puede un texto constitucional colaborar en esta regeneración? Sí, pero solo si se abandonan los utopismos que aspiran a una sociedad y un hombre nuevos, y se usa esa ley para el limitado propósito de proteger las semillas de la concordia.
En Chile, hoy, esas semillas no son otras que el reconocimiento de la dignidad personal (¿cómo podrá haber comunicación y comunidad si el otro es reducido a un objeto que puede ser usado y descartado?); el carácter insustituible de la familia fundada en el matrimonio (no se trata de cerrar los ojos a la crisis contemporánea de la familia tradicional, ni de desentenderse de las realidades que han emergido como consecuencia de esta crisis, ¿pero es que cabe esperar la reconstitución de un sano tejido social sin la recuperación de ese núcleo esencial en el que se forja la personalidad de todo ciudadano?); el deber y derecho educativo de los padres (que sea, quizá, el más clamoroso ejemplo de un Estado que incrementa su poder más allá de toda medida razonable); la propiedad como medio —y solo medio— al servicio de lo anterior (la demonización de la propiedad y de su uso productivo no es la respuesta al abuso de la misma y a la transformación del mercado en regla definitiva y superior de justicia. La respuesta a la ideología capitalista es el retorno a las exigencias de la justicia legal, conmutativa y distributiva).
Todo esto debería ser protegido por una nueva Constitución. Si lo hace, y lo corona con un régimen político que limite radicalmente el poder del Leviatán, para que emerjan las comunidades reales —de escala humana— que hoy se encuentran diluidas o aplastadas, entonces, quizá, podamos decir que el bien común vuelve a ser el principio orientador de nuestra vida política.
DERECHOS FUNDAMENTALES
CLAUDIO ALVARADO R.
En un sentido amplio o general, la noción “derechos fundamentales” se identifica con las expresiones derechos humanos, naturales, morales, o —siguiendo los términos que emplea el artículo 5° inciso 2° de la Constitución vigente— “derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”. Todas ellas se refieren a aquellas exigencias básicas de justicia cuyo titular es el ser humano y que se le reconocen por el solo hecho de ser tal. Con todo, la voz “derechos humanos” surge en el ámbito internacional, mientras que la expresión “derechos fundamentales” suele reservarse para aquellos derechos básicos que han sido consagrados en el ordenamiento jurídico interno de un país.
Un consenso reciente
Hoy los derechos humanos o fundamentales pueden ser considerados la principal referencia jurídica, política y moral de la civilización occidental. Este acuerdo, sin embargo, es relativamente reciente si se atiende a los procesos de larga duración. Desde luego, con anterioridad existieron célebres instrumentos como la “Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia”, de 1776, o la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, de 1789, redactada en medio del fragor de la Revolución Francesa. Pero este tipo de catálogos, cuyo foco consistía en un elenco de derechos individuales formulados de modo abstracto, fueron duramente criticados por diversas corrientes políticas e intelectuales, desde el joven Marx hasta Edmund Burke. Cabe añadir, además, que la versión original de la célebre Constitución de los Estados Unidos (1787) no contemplaba este tipo de categorías: su “Bill of Rights” se incluyó solo un par de años más tarde. En este contexto, es recién a mediados del siglo XX que comienza a producirse un consenso universal en torno a los derechos humanos o fundamentales.
El hito clave reside en la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948. Su antecedente inmediato fue el horror que produjeron los brutales crímenes cometidos por los regímenes totalitarios. Ante la imperiosa necesidad de buscar conceptos e instrumentos que ayudaran a evitar la repetición de torturas, desapariciones, campos de concentración y otras vejaciones que conoció el mundo durante la primera mitad del siglo pasado, el recurso a esta noción permitió perfilar un acuerdo práctico entre diversas tradiciones de pensamiento para proteger la dignidad humana. A partir de este momento no solo comenzó a implementarse un sistema internacional de protección —tratados, tribunales y órganos de control—, sino que además se incrementó la tendencia a incluir en las constituciones catálogos de derechos fundamentales directamente exigibles ante los tribunales de justicia (con acción como el denominado recurso de protección en nuestro país). El actual estado de cosas en materia de derechos es fruto de esta evolución.
Derechos y democracia
Considerando la trayectoria anterior, resulta comprensible asumir que los derechos humanos o fundamentales representan un límite al poder político: ellos nos indican ciertas barreras que ni el legislador ni la administración del Estado pueden legítimamente traspasar. Por supuesto, esta percepción tiene fundamento: cuando los catálogos de derechos prohíben la tortura o la posibilidad de ser condenado sin un juicio previo efectivamente trazan un límite infranqueable. Ahora bien, debemos advertir que los casos en que se consagran prohibiciones de esta índole son muy pocos. La gran mayoría de los derechos comprendidos en los instrumentos constitucionales e internacionales pertenecen a una clase que admite diversas lecturas plausibles. Por mencionar apenas un ejemplo, es difícil imaginar que alguien hoy niegue la importancia de la libertad de expresión, pero es habitual encontrar diferentes maneras de entender cuál debiera ser su contenido específico. Así, habrá quienes crean que dicha libertad autoriza la quema de un emblema patrio en el espacio público; para otros —tal como la legislación chilena que proscribe esa práctica—, no.
La consecuencia del escenario descrito puede resumirse así: la relación entre la política democrática y los derechos humanos o fundamentales es bidireccional. Por un lado, estos derechos sin lugar a duda constituyen un límite y una orientación para el poder del Estado: le señalan, citando al filósofo