Aún no es tarde. Andreu Escrivà García

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Aún no es tarde - Andreu Escrivà García


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innegable que en los temas ambientales se esconden intereses económicos. Como también es innegable que si los periodistas individualmente quisieran, podrían contribuir a formar una sociedad menos consumista.

      Y eso nos lleva a otro de los temas que Andreu también trata muy acertadamente. En esto del medio ambiente –como veréis en este libro‒ ha habido muy mala intención en hacer responsables a los ciudadanos de cosas de las que no somos responsables. Al menos, no directamente. «Ay, no cojas el coche, que se extinguirá una tribu del Amazonas». «Ay, si no tiras el envoltorio del paquete de pipas al contenedor correspondiente desaparecerá el oso polar». «Ay, ¿sabías que cada vez que subes a pie 30 pisos ayudas a salvar un árbol?». Mirad, no. Los colectivos medioambientales y los ecologistas, a veces, han centrado sus campañas en concienciar a los ciudadanos con ganchos más Disney que pragmáticos. Sinceramente, a mí, el oso polar, bien. Pero que haya mosquitos en pleno mes de noviembre ‒a mí siempre me pican‒ y que puedan trasmitir enfermedades tropicales en la ciudad donde vivo, quizá me produce más inquietud.

      Esa no es la solución. La solución de que un fabricante de coches haya mentido en las emisiones de gases tóxicos de sus vehículos o las condiciones laborales en los países donde no se respetan los derechos humanos no depende de ti como individuo. Depende de los gobiernos a la hora de hacer cumplir la ley, sancionar debidamente cuando sea necesario o hacer leyes para evitar que haya abusos.

      En este libro encontraréis esta y algunas otras reflexiones. Pero, sobre todo, esperanza. Aún no es tarde. Aún estamos a tiempo. Parece que sí hay cosas imposibles, pero no es cierto. Hace unos cien años era impensable que los niños no trabajasen en las minas de la Inglaterra victoriana y fuesen a la escuela. Hace unos cincuenta años, era impensable que los negros votasen en los Estados Unidos. Hace unos veinticinco años era impensable que hubiera políticos abiertamente homosexuales. Más aún... ¡hace solo cinco años era inimaginable que Donald Trump presidiera los Estados Unidos de América!

      Está claro que aún existe la explotación infantil. Está claro que las minorías raciales aún tienen problemas en todo el mundo. Que los gais son agredidos y vejados. Pero es indiscutible que esas actitudes, hoy en día, son consideradas delitos en la mayoría de los países avanzados ‒que es hacia donde tenemos que ir–. Hay que hacer lo mismo con el medio ambiente. Que entre medios, científicos y sociedad consigamos crear conciencia colectiva de lo que es correcto y lo que no. Podemos conseguir que la sociedad se acostumbre a defender y proteger el medio ambiente porque, más allá de otras cuestiones morales o hasta sentimentales, sencillamente es útil, nos beneficia.

      Como útil también es que leáis este libro. Que lo compartáis, que habléis de estos temas en la calle, en el trabajo, con los amigos... Os puedo asegurar que el pequeño gesto de ser conscientes, de poner el debate sobre la mesa y no rehuirlo, contribuirá a salvar muchos más árboles y osos polares que una firma en una campaña digital o sentiros culpables por no reciclar.

      ¡Aún no es tarde!

      Eugeni Alemany

      INTRODUCCIÓN

      En enero de 1983, Shigeru Chubachi, un investigador japonés, se encontraba en la Antártida, en la base que su país tenía allí. A pesar de ser un experto en el manejo del instrumental científico para medir el ozono estratosférico –el que forma la conocida como capa de ozono en la atmósfera, entre los 15 y 40 kilómetros de altitud–, el aparato parecía funcionar mal: detectaba unos valores del gas extremadamente bajos. Después de volver a calibrarlo vio que las medidas no cambiaban, así que las anotó disciplinadamente. Los datos recogidos y procesados fueron presentados en un simposio en Grecia en 1984 (Chubachi, 1984), donde poca gente le hizo caso. No fue hasta unos meses después, con la publicación de un estudio en la revista Nature (Farman et al., 1985) por parte de otros autores, cuando el agujero en la capa de ozono sobre la Antártida no comenzó a preocupar seriamente a la comunidad científica y, de rebote, a toda la sociedad.

      Afortunadamente, y como es conocido, la historia acaba razonablemente bien: en 1987, y tan solo unos meses después del descubrimiento de la magnitud del problema, se firmó un acuerdo internacional, el Protocolo de Montreal, que regulaba la producción y comercio de las sustancias químicas responsables del agujero, los cfc (clorofluorocarbonos). Después de casi tres décadas, los primeros síntomas de recuperación duradera y sólida de la capa de ozono se han hecho evidentes (Solomon et al., 2016) durante 2016, y podemos respirar un poco más aliviados.

      La pregunta es: ¿por qué fue tan rápida la adopción de medidas drásticas (ya se estaban adoptando algunas más relajadas desde finales de los años setenta), y por qué tuvieron éxito? Hay tres motivos clave:

      1. Había un conocimiento previo de la materia. En 1974 Mario Molina y Frank S. Rowland ya demostraron que los CFC podrían ser catalizadores de la ruptura de la molécula de ozono (Molina y Rowland, 1974). Por eso, y junto a Paul Crutzen, recibieron el Premio Nobel de Química en 1995.

      2. No hubo un movimiento de escépticos, ni tampoco ninguna campaña orquestada ante la eliminación de los cfc, más allá de las reticencias esperables de aquellas empresas que fabricaban los gases, que, no obstante, pudieron cambiar la producción a otras sustancias incluso más rentables (Maxwell y Briscoe, 1997). Además, el impacto era casi inmediato: si no llega a pararse la emisión de cfc, los humanos –y prácticamente todos los seres vivos– nos enfrentábamos a un planeta potencialmente inhabitable.

      3. Podíamos señalar –simplificando, y como en una película de Disney– un único culpable, y por tanto simplemente eliminarlo de la ecuación. La solución no afectaba al consumidor, ni al modelo productivo de ninguna sociedad, ni a la geopolítica de ninguna región sensible. El camino estaba libre.

      Hagamos una pausa. Es posible que pienses que he empezado por el ozono porque es la causa del calentamiento global, pero quizá te estés dando cuenta de que algo no cuadra. Si estamos solucionando el problema del agujero de la capa de ozono, ¿cómo es que el cambio climático, que es su consecuencia, empeora año tras año? Y la respuesta es tan sencilla como que no, no tienen nada que ver.

      Si esto te rompe un poco los esquemas, no te avergüences: compartías la percepción del supuesto vínculo entre ambas problemáticas con cerca del 80 % de la población española (Meira et al., 2013), un porcentaje que es similar al de otros países desarrollados. La preocupación por el medio ambiente durante el siglo XX pasó por una serie de fases (higienismo, invierno nuclear, polución, destrucción de la capa de ozono o deforestación del Amazonas, entre otros) que han acabado mezclándose como si estuvieran en una coctelera, proyectán-dose desordenadamente sobre el cambio climático, el principal problema ambiental del siglo XXI. Pero tenemos que separar para poder comprender.

      Si he iniciado estas páginas por el agujero de la capa de ozono es porque es una historia de éxito, en la que se emprenden las acciones correctas, debidamente informadas por la evidencia científica. Es un relato diametralmente opuesto al que vivimos ahora, con un calentamiento global que, si hemos de afrontar con valentía, será modificando todo aquello que nos rodea, todo aquello que somos, y donde el escenario político y económico es adverso, si no directamente hostil.

      Por decirlo de otra manera, el agujero en la capa de ozono es como una alergia alimentaria: eliminando el alimento que la causa (los CFC) solucionamos el problema. ¡Fácil! El cambio climático, sin embargo, es como un sobrepeso debido a un estilo de vida que parecía hacernos las cosas más fáciles, pero nos estaba perjudicando. Al mismo tiempo que nos provoca una cardiopatía, afecta también a los huesos y nos hace más propensos a decenas de enfermedades. La receta, en este caso, es muy distinta: ni solo con ejercicio ni solo con dieta nos pondremos en forma, ni mucho menos seremos capaces con la única ayuda de la medicación. Y en cualquier caso, no podremos hacerlo tampoco tan rápidamente como quisiéramos, porque podría haber consecuencias negativas. Y no podemos hacer trampa: ¿computaríamos como una pérdida de peso saludable la amputación de una pierna? Pesaríamos menos, pero al mismo tiempo estaríamos aún peor.

      Por eso, el acto más revolucionario,


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