El falo enamorado. Silvia Fendrik

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El falo enamorado - Silvia Fendrik


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conjugado, no disociado, con la sexualidad, aunque este logro sea fugaz y nunca permanente, porque cuando da todo sobreviene la pérdida y tiene que volver a empezar. Casanova sabe que la condición de su libertad es perder a la mujer amada, para así recomenzar, donde el amor, como dice Lacan, es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es.

      Casanova ama a las mujeres porque responden al placer con el placer. Las mujeres de Casanova sienten la sinceridad de su pasión y de la misma forma se la entregan.

      La reflexión de Silvia Fendrik culmina con un bello ensayo sobre Antígona, y es así una mujer la que cierra este estudio sobre la sexualidad del hombre.

      Fendrik comienza con un dato inesperado, poco conocido: Sófocles escribió Antígona 20 años antes que Edipo Rey y treinta antes que Edipo en Colono, que es la tragedia póstuma de Sófocles. Se trata aquí del tiempo lógico de Lacan más que del tiempo cronológico. En Edipo en Colono, Antígona es el bastón de un Edipo ciego y desterrado. Pero el Edipo en Colono maldice a sus hijos, y en especial a Polinices, por su destierro. Antígona se opone con indomable decisión a que el cadáver de Polinices quede a la intemperie, sin sepultura, y entonces vuelve a Tebas con los ojos de Edipo clavados en ella, cargada de soberbia.

      Lacan describe a Antígona como fascinante y, sin dejarse fascinar, Silvia Fendrik concluye que, en la tragedia de Antígona, lo que marca el punto culminante es la mirada de Edipo sobre la belleza de su hija adolescente. Edipo escópico lo llama. Más que el padre es su mirada lo que sanciona el incesto. Hay que hablar —concluye Fendrik — de la mirada del padre, del deseo del padre, en las vicisitudes de la sexualidad masculina.

      EL FALO ENAMORADO

      Para empezar…

      El enigma de la sexualidad femenina goza de un consenso en el psicoanálisis al que se opondría el carácter en absoluto enigmático del destino, no por eso desprovisto de vicisitudes, del deseo sexual masculino.

      En las diferentes explicaciones, interpretaciones y lecturas psicoanalíticas de las vicisitudes del deseo sexual, es posible reconocer la vigencia del complejo de Edipo freudiano y/o de la significación del falo en la enseñanza de Lacan como referentes constantes. La división, disociación, partición de las mujeres en un objeto idealizado, no sexualizado, que sería un objeto materno y un objeto sexualizado pero degradado, el objeto causa del deseo, provienen de la disociación estructural —masculina— entre amor y deseo. Este es el modelo de la concepción freudiana de la sexualidad masculina que sigue vigente de alguna manera en la enseñanza de Lacan. Me refiero al modelo de la disyunción madre-puta. De allí la discusión: ¿la conceptualización que impuso este modelo, está viciada por una ideología «falocéntrica», o es inherente a la estructura del sujeto humano, más allá de las variaciones históricas y/o culturales? Freud fue reiteradamente acusado de misoginia y de falocentrismo, y Lacan también. Las distintas corrientes feministas han esgrimido hasta el cansancio las determinaciones socioculturales de género. Sin desconocer estas críticas, muchos psicoanalistas —hombres y mujeres— han insistido en reconocer el valor de la enseñanza de Freud y de Lacan intentando mostrar y demostrar, también hasta el cansancio, que la cosa no pasa por modelos culturales sino por lo que se ha dado en llamar «razones de estructura».

      El tema de la estructura y/o las variantes culturales se impone tarde o temprano en cualquier reflexión sobre la sexualidad humana que no se ampare en lo ya establecido de una vez para siempre, es decir, en el dogma.

      En el inconsciente, tal como lo hemos aprendido a partir de Freud, no hay inscripción de las diferencias sexuales… La sexualidad inconsciente se rige por la energía dinámica de las pulsiones: actividad-pasividad. Sólo que, como sabemos, Freud insistió en adscribir la actividad de la libido al lado hombre y su pasividad al lado mujer.

      Ahora bien, ¿cómo explicamos entonces que el inconsciente no sexual ni sexuado —porque en él no hay inscripción de las diferencias sexuales—, pueda producir síntomas cuya principal determinación última es «inconsciente»? Cada vez que vuelve a surgir esta pregunta arriesgamos avanzar por caminos que transitan por los márgenes de lo ya sabido o establecido.

      La sexualidad humana, tal como la «descubrió» y no cesa de escribirla el psicoanálisis —más allá de las diferentes escuelas— es actualmente texto y pre-texto para abordar muchas cuestiones problemáticas o sintomáticas en áreas de nuestras vidas que no tienen, en principio, ninguna relación con dificultades sexuales. Pero los psicoanalistas solemos ser los primeros en olvidar qué quiere decir «sexual» para el psicoanálisis, y en la clínica no siempre podemos guiarnos en la laberíntica transferencia con el hilo de Ariadna de nuestro supuesto saber sobre la sexualidad. Y cuando nos sentimos perdidos solemos refugiarnos en un silencio sepulcral o extraviarnos en un blablablá interminable sobre la validez de la doctrina en instituciones o publicaciones.

      Cuando Lacan en el seminario XI [1] aborda el tema de la pulsión dice: «la conjunción del sujeto en el campo de la pulsión con la conjunción del sujeto en el campo del Otro (del Edipo) permitiría una articulación que sería nada más y nada menos que la representación de los sexos en el inconsciente». Más aún: «la realidad del inconsciente es una realidad sexual». Ni para Freud ni para Lacan la diferencia sería representable y, sin embargo, aquí Lacan sugiere una conjunción que permitiría… ¿una representación de los sexos?

      Esta cita me parece adecuada para mostrar que no solemos reparar en frases que no encajan en el canon —aunque sean de Lacan—, frases que aluden a la necesidad de seguir abriendo caminos en lugar de omitirlas o ignorarlas…

      Una manera de traducir esta referencia al campo del Otro —o del Edipo— es referirla a los ideales culturales que rigen las identificaciones sexuales en el campo de la cultura. Pero no deja de ser extraño que Lacan diga «campo del Otro» al hablar de ideales culturales, omitiendo referirse en esta cita al «campo del Otro» en relación a la pulsión, dado que él mismo nos enseñó que no hay pulsión que no surja en el campo del Otro… Aunque también «Las pulsiones parciales a diferencia de la “pulsión genital” (el entrecomillado es mío) no están sometidas al campo del Otro, o sea al campo del Edipo». Entonces le pregunto a Lacan: ¿cómo es esto del campo del Otro? Y escucho su respuesta: el Otro del Edipo no es lo mismo que el Otro de la pulsión…

      Yo: ¿Entonces, habría dos Otros que conciernen al campo de la sexualidad?

      Él: Efectivamente, uno sería el Otro primordial, que por convención solemos llamar madre, pero también está el Otro de los ideales culturales, que también por convención solemos llamar padre.

      Yo: ¿Entonces, en la conjunción del campo pulsional que es necesario referir a este Otro primero, primordial, con la posición del sujeto en el campo del Otro de los ideales culturales, podría haber una articulación que sería nada más y nada menos que la representación de la relación de los sexos en el inconsciente?

      Allí ya no logro escuchar nítidamente la respuesta de Lacan, allí ya no sé si mi subrayado es su respuesta o mi pregunta.

      Sabemos que Lacan no dejará de insistir a lo largo de su enseñanza en la doctrina freudiana que sostiene que en el inconsciente no hay representación de las diferencias sexuales, y es en esa línea que seguirá avanzando hasta la formulación de uno de sus más conocidas y contundentes afirmaciones: no hay relación sexual. ¿Es un mismo trazado, una misma línea, la que va de la no representación en el inconsciente de las diferencias sexuales, siguiendo la senda freudiana, hasta el no hay relación sexual, estrechamente relacionado con otro de sus célebres matemas-aforismos: La mujer no existe?

      Si es verdad que los síntomas guardan una íntima relación con la creencia fundamental para los neuróticos en la existencia de la relación sexual —extrapolable a cualquier situación donde la complementariedad fusional revele el fatídico «hay» (¡ay!)— podríamos decir que entre el «hay» Ideal, y el «hay» pulsional, aparece toda la gama de los síntomas sexuales de identidad y de aquellos de «no identidad» —identificables— como sexuales. ¿Se tratará, una vez más, de la batalla permanente entre el deseo


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