Cada quién su cuento. Nayeli Cardona Carlin

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Cada quién su cuento - Nayeli Cardona Carlin


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geografía de este volumen de once relatos está integrada por narraciones que nos muestran y sumergen en las naturalezas que los autores concibieron para realizar su cuento. Se trata de una explosión de manifestaciones narrativas que encuentran un camino cargado por esa ilusión personal del mundo que transita entre la melancolía, la fragilidad, el gozo y, sobre todo, el natural andar de sus personajes e historias, que bien vale la pena leerlas.

      Claudia Guillén

      Cinco para la hora

      Nayeli Cardona Carlin

      Cinco

      ¡Cuánta espera! Muchas horas de ensayo y fila antes de llegar a este momento. Solamente diez personas más y estaré ahí...

      Me sudan las manos, tiemblo al igual que cuando era pequeño y tenía que acompañarte a todos esos lugares: pagar la luz, hacer las compras de la semana, pedir una prórroga para pagar la renta. Prórroga, ¡qué palabra tan complicada!, ¡cuánto me costaba aprenderla! Pronunciar esa R tan fuerte que se sentía como si un tren estuviera recorriendo mi lengua.

      Te empeñabas tanto en que dijera bien las palabras; tanta preocupación por lo que fueran a decir las tías: “Que, si estabas criando un pocho, un flojo, un bueno para nada” Esas tías que no conozco más que por su voz entrecortada a través del teléfono; siempre me obligabas a saludarlas en español. Sinceramente no entendía ni la mitad de lo que decían, hablaban tan rápido, con tanta palabra rara. Yo te rogaba que me dejaras ir a jugar con mis amigos, pero tú insistías que ésa era mi familia, que aquí nomás estábamos de paso, que pronto volveríamos e iba a conocer cientos de primos. Siempre me advertías con ese dedo acusador que más me valía darme a entender correctamente.

      Cómo te enorgullecías contándome la historia del abuelo quien fue, por muchos años, el único profesor en el pueblo y como, aun siendo una ranchería tan pequeña, sus alumnos ganaron por tres años consecutivos el concurso estatal de oratoria. El pueblo quería tanto al abuelo que, cuando dejó de recibir por meses el cheque que mandaba el gobierno, sobrevivieron de la milpa y una que otra gallina que le regalaban con tal de que siguiera dando clases; hasta que un día mandaron a un maestro recién egresado de la normal. A tu Apá lo invitaron a retirarse para dar paso a la nueva generación, así que no te quedó de otra que venirte al Norte para ayudar con los gastos.

      Yo pensaba que hablar español no me iba a servir más que para hablar contigo, Amá; toda esa familia de la que me contabas no eran más que fantasmas que habitaban tu cabeza y que nublaban tus ojos con lágrimas en las tardes de lluvia cuando el olor a tierra mojada te recordaba a esa patria tan lejana, pero tan tuya.

      Cuatro

      La gente avanza nuevamente. Ya escucho los gritos de las otras familias, seguramente están los padres de Jerry y sus abuelos que vinieron desde Pensilvania. Ya me imagino, también, a los parientes de Juan ocupando la primera fila; siempre llegaban temprano a todos los eventos y saludaban eufóricamente cuando lo veían en el escenario. Ellos inmigraron del Salvador en plena época de guerrillas, se vinieron todos juntos en un programa de asilo. Son una familia tan unida que, aunque todos tienen papeles y buenos trabajos, siguen viviendo como muéganos en la casa de los abuelos; disque para no pasar frío.

      Camila me comentó que venía su padre desde San Diego con su nueva esposa y medios hermanos. Su madre asistiría con su novio; era una mujer tan distinguida, tan elegante. Cada vez que iba a casa de Camila su madre parecía hipnotizarme con la plática: tiene un PHD en Physics, el grado más alto que otorga la Universidad. Una consagrada científica que recibía reconocimientos internacionales; había viajado por el mundo y hablaba cinco idiomas. No podía imaginar a una mujer más inteligente y refinada que ella. Su ropa siempre lucía impecable, todo coordinado, nada de segunda mano o de tienda de remates.

      Tú siempre intentabas convencerme de que la ropa que nos regalaban en la iglesia era igual o más buena que la que las güeras tenían. Nunca te vi en un vestido nuevo, ni el día de mi primera comunión, esa vez sólo me tocó estrenar a mí. Aún recuerdo que el pantalón me quedaba tan grande que casi me daba dos vueltas y que disimulabas las risas mientras intentabas ajustarlo y convencerme que así me iba a durar más. Siempre me decías “Tenemos que ahorrar lo más posible para mandar a México y algún día poder comprar un terreno y construir una casita”.

      ¿Casita?... ¡Por qué no una casa!... esa manera tuya de hablar con diminutivos, me ponía siempre en aprietos cuando tenía que traducir tus frases. A ver, cómo le iba a decir a la directora de la escuela que ahorita le mandabas las cuotas, cuando ni yo sabía qué significaba eso. Eso no era ni now ni later ... ni ahora ni después.

      Tres

      Me acomodo la corbata y enderezo mi head cap mientras miro el reloj en la pared. ¿Por qué harán siempre estos eventos tan noche?; supongo que para que puedan venir los padres que trabajan en las oficinas del centro. Tú siempre trabajando, sin horarios, sin descansos, sin vacaciones. Decías que el ocio es la madre de todos los vicios. Cuando no estabas limpiando casas, planchabas ropa, paseabas perros, hacías jardines; lo que fuera por traer unos dólares extra a la casa.

      Los sábados, mientras mis amigos desayunaban sus wafles and bacon y jugaban horas en el Xbox; a mí me tocaba ayudarte. Como buen morrito, la verdad no entendía por qué no podía quedarme en casa como ellos. Al final era sólo un niño que poco, o nada, podía hacer.

      Antes de llegar a esas casonas, que olían a rancio, ya me temblaban las piernas porque sabía que tendría que traducir cada palabra que los patrones te decían. Que si querían que limpiaras las vents o los baseboards; ¡Juro que me esforzaba Amá! pero cómo se suponía que supiera esas palabras si no teníamos nada de eso en nuestro cuarto alquilado. Empezaba repitiendo las palabras modificándolas al español, a ver si de milagro me entendías: “Que limpies las ventas Amá”. Me mirabas totalmente desconcertada mientras yo lo repetía una vez más “Las ventas, Amá”.

      La señora de la casa sacudía los dedos impacientemente y me urgía a continuar con la lista. Mi siguiente paso era señalar las cosas, así, insistentemente yo apuntaba a los cuadritos en la pared de donde salía el aire frío, hasta que decías aliviada: “¡Ah! ¡Las ventilas!”. Así seguía la tortura para ambos, hasta que, cuando por fin terminaba de traducir la enorme lista de pendientes, simplemente decías –gracias mijo– y me mandabas a esperar afuera.

      El tiempo transcurría mientras exploraba esos jardines tan verdes que parecían de mentira: con arbustos redondeados, perfectos; flores que cambiaban acorde al calendario en lugar de las estaciones; ardillas regordetas, que parecían mirarme con recelo y ese olor embriagante de galletas recién horneadas, que escapaba por la ventana del vecino. Cuando tenía suerte, encontraba pequeñas rocas que usaba para simular cochecitos; me imaginaba que eran los Hot Wheels que salían en la televisión y que me prometías que, algún día, me traerían los Reyes Magos. Yo, sinceramente, prefería a Santa Claus, ése sin falta iba cada Navidad a casa de mis compañeros de escuela, siempre regresaban a clases enumerando todos los regalos que habían recibido; carritos eléctricos, dinosaurios, Legos. Todo lo que yo solamente veía en la televisión y ansiaba tener.

      Pasaban 3 o 4 horas antes de que salieras, limpiando con el antebrazo la fatiga de tu frente, con las manos ocupadas con cubetas y la mente aturdida de cansancio. Me llamabas con un silbido que erizaba mi piel. Corría a ti con la cara encendida por el sol como un tomate colorado; el sudor escurriendo por el cuello; las uñas llenas de mugre y mis tripas crujiendo de hambre.

      Tomábamos el autobús de regreso a casa, el paisaje se iba transformando de esas mansiones señoriales a edificios de oficinas y, finalmente, aparecían los barrios con casas grises y muros llenos de grafiti. Recuerdo que me tapabas los ojos, con tus manos impregnadas con el aroma del amoníaco, cuando pasábamos frente al McDonald’s; no querías berrinches por esas porquerías cuando teníamos comida buena en casa. Yo sé que muchas veces se te hacía


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