Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel


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pesada para ser objeto de robo. El váter también seguía allí, pero tenía la tapa de la cisterna rota y habían arrancado el asiento de las bisagras.

      Flossie asomó la cabeza en el dormitorio más pequeño que daba al jardín trasero y le dijo a Fraya que podía ser su habitación.

      —Como puedes tener un cuarto para ti sola, no necesitas uno grande —dijo Flossie, apartándose el pelo.

      —Tiene un cuarto para ella sola porque es la mayor —le recordé yo a Flossie.

      —Solo tiene diecisiete años. No es mayor para hacer nada importante —repuso Flossie antes de decidir que Lint y Trustin se instalarían en la habitación de al lado de Fraya.

      Cuando Flossie entró en el dormitorio de la parte delantera, se puso a dar palmadas y dijo:

      —Nuestro cuarto será este, Betty.

      La habitación olía a humedad. Las manchas de agua del techo parecían moratones recientes, con los bordes amarillos, pálidos y verdes. Había telarañas, tanto nuevas como viejas, y una comba deshilachada enroscada en un cuenco como una serpiente. Esparcidas en el suelo se hallaban las piedras que la gente había tirado a las ventanas para romperlas.

      —Caray, parece que en este pueblo no hay nada mejor que hacer que romper ventanas —comentó Fraya al entrar, y se puso a dar puntapiés a las piedras—. A Lint le encantarán cuando las vea.

      Las piedras estaban envueltas en trozos de papel atados con gomas elásticas que se estaban pudriendo. En los papeles había nombres escritos, como si la casa fuese un pozo de los deseos que visitaban quienes querían imponer la maldición a otros.

      En medio de la habitación había una caja rota por un lado. Metí la mano y saqué un ejemplar maltrecho de la novela Herbs and Apples, de Helen Hooven Santmyer, junto con un frasco vacío de perfume Blue Waltz. Flossie me arrebató el frasco con forma de corazón.

      —Es como si te besase un príncipe.

      Chasqueó la lengua mientras se pasaba el frasco por el cuello hasta llegar a los labios.

      —¿Qué más hay dentro? —preguntó Fraya señalando la caja.

      Levanté la caja y la volqué. Salió un pañuelo azul claro acompañado de unas láminas de pan de oro con forma de hojas de roble y de arce. Había un artículo de 1937 sobre la desaparición de Amelia Earhart y varias chapas electorales, incluida una de la campaña de Alfred Landon de 1936. Bajo la fotografía de Landon figuraba su eslogan: VIDA, LIBERTAD Y LANDON.

      —Se apellida como papá.

      Cogí la chapa y se la mostré a mis hermanas.

      —Mmm —fue cuanto dijo Flossie mientras dejaba el frasco de perfume en el alféizar de la ventana—. Hala, mirad.

      Vio el par de agujeros de bala que había entre las dos ventanas.

      —Si hay dos agujeros quiere decir que aquí dispararon a dos personas.

      La voz de mamá sonó a nuestro alrededor.

      Nos giramos y la vimos mirando con moderada curiosidad desde la puerta.

      —Podrían ser de una persona a la que dispararon dos veces —propuso Fraya—. Y a lo mejor los disparos no le dieron a nadie. No hay cadáveres.

      —Fueron asesinados —terció Flossie—. Probablemente no con una pistola. El asesino debió de usar un hacha.

      Flossie chilló y se abalanzó sobre mí con los brazos en alto. La empujé hacia atrás justo cuando Leland asomaba la cabeza en la habitación.

      —¿Vas a quedarte? —le preguntó mamá.

      —Quiero ir a un par de sitios antes de volver con el Tío Sam.

      Se apoyó en el marco de la puerta hincando los talones de las botas e inclinando la barbilla sobre el pecho.

      —Bueno, no me extraña que no quieras quedarte —dijo mamá—. Esto no es precisamente una casa, considerando que puedes ver la tierra a través del suelo y el cielo a través del techo. —Inspiró bruscamente antes de añadir—: Por lo menos sabemos dónde han estado jugando los demonios todo este tiempo.

      Sacudió la cabeza al salir.

      Leland aprovechó la oportunidad para entrar en la habitación y dar puntapiés a las chapas mientras Fraya se recostaba contra los agujeros de bala.

      —¿Te gusta el joyero, Fray? —inquirió Leland—. Lo has dejado en el porche.

      Al ver que Fraya no le contestaba, bajó la voz para preguntarle:

      —¿Preferirías que te hubiese comprado un pijama?

      Ella abrazó la caja de mi pijama contra el pecho.

      —Solo se lo estoy sujetando a Betty —dijo.

      Él se volvió hacia mí y Flossie.

      —Vosotras dos, largaos —nos mandó.

      —Pero es nuestro cuarto —protesté.

      Él estuvo a punto de arrancarme el brazo al sacarme al pasillo y empujó a Flossie detrás de mí. Cerró la puerta de un portazo antes de que pudiésemos volver a entrar. Tiré del pomo, pero él tenía la mano al otro lado, de modo que empecé a aporrear la puerta con mis pequeños puños.

      —No vale la pena, Betty. —Flossie entrelazó su brazo con el mío—. Vamos a ver el resto de la casa.

      Atravesamos el pasillo. En lugar de contar los escarabajos muertos que crujían bajo nuestros pies como hacía Flossie, yo pensé en la última vez que habíamos visto a Leland. Papá había plantado un huerto en la casa de alquiler en la que vivíamos. En el huerto había varias hileras de maíz. Papá siempre nos decía que cuando una mazorca de maíz estaba madura, la barba se secaba y la hoja se oscurecía.

      —Hay gente que abre las hojas para ver los granos —decía papá—. No lo hagáis nunca porque si no está maduro, tendréis que dejar la mazorca en el tallo. Pero como ya habéis abierto las hojas, los bichos podrán entrar y estropear los granos.

      A pesar del consejo, Leland abrió unas mazorcas de maíz que sabía que no estaban maduras.

      —Estás estropeando el maíz, hijo —le dijo papá.

      Al ver que Leland no se detenía, él y papá empezaron a discutir. No sé si el primer puñetazo lo dio papá o si fue Leland. Solo sé que cuando todo acabó los tallos de maíz estaban aplastados y papá tenía un ojo morado. Poco después, Leland se alistó en el Ejército.

      —Noventa y ocho, noventa y nueve, cien, mil escarabajos.

      Flossie seguía contando los bichos muertos.

      El ruido al fondo del pasillo la hizo detenerse. Era papá, que estaba metiendo un colchón en el cuarto de mamá y de él. Lint y Trustin marchaban detrás de él como si estuviesen desfilando.

      —¿No te parece que nuestros hermanos deben de ser los niños más tontos sobre la faz de la tierra, Betty? —me preguntó Flossie.

      Cuando Trustin la oyó, dejó de desfilar. Se llevó la mano a la pistolera y dijo que era ilegal que dos niñas anduviesen descalzas por casa.

      —Agente de policía. Agente de policía.

      Vino corriendo adonde estábamos Flossie y yo, disparándonos a la cara con su pistola de juguete.

      —Tú también estás descalzo, idiota.

      La voz de Flossie y la mía se solaparon mientras le hacíamos retroceder.

      —Eh, eh. Nada de peleas en la casa nueva —dijo papá saliendo al pasillo seguido de Lint.

      Papá se frotó las manos y miró a su alrededor sonriendo.

      —Esta


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