Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel


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una niña de diez años desesperada por escapar para hacer realidad su sueño, era fácil creer que un hombre que había sido rico lo sería siempre.

      A Flossie no le costó capturar a Corncob. El perro solía estar en el campo, buscando mazorcas de maíz que cogía y transportaba en su boca desdentada para enterrarlas en los agujeros que cavaba. Flossie sacudió una de esas mazorcas hasta que el perro se dirigió tranquilamente a ella. Mi hermana lo condujo por el bosque. Le llevó toda la tarde. El animal se había vuelto lento, como todos los seres viejos. Flossie no le premió con la mazorca de maíz hasta que estuvo en el cobertizo.

      Esa noche durante toda la cena, mi hermana estuvo dando brincos en su silla. Papá le preguntó por qué sonreía tanto. Ella se metió más guiso de maíz y habas en la boca y contestó:

      —Por nada.

      Más tarde, cuando mamá y papá ya se habían acostado, yo estaba sentada en la cama escribiendo un poema sobre una niña reducida al tamaño de una hoja.

      Desciende por una colina en el sombrerito de una bellota, escribí, evitando a los lobos de abajo…

      Flossie me arrebató el lápiz de la mano e intentó metérmelo por la nariz.

      —Vete por ahí.

      La espanté de un manotazo.

      —Ven, quiero enseñarte una cosa —dijo.

      —Estoy escribiendo.

      —Betty, lo que tengo que enseñarte es más importante que uno de tus ridículos cuentos.

      —Déjame en paz, Flossie —le gruñí como un perro.

      —Está bien —respondió ella gruñendo como un lobo—. Entonces no te lo enseñaré.

      Se apartó con mi lápiz aún en la mano. Se detuvo enfrente del espejo del tocador y se levantó la camisa. Cuando se puso el lápiz en el pecho desnudo, le pregunté qué hacía.

      —La prueba del lápiz —contestó como si yo fuese tonta por no saberlo—. He leído cómo se hace en una revista de Papa Juniper’s. Te pones el lápiz debajo de las tetitas y si se queda quieto, ya puedes llevar sujetador. Pero si se cae, todavía eres una niña y no tienes que llevar nada aparte de flores en el pelo.

      Cuando lo soltó, el lápiz se cayó e hizo ruido en el suelo.

      —No te van a crecer las tetas esta noche, tonta —dije.

      Ella repitió la prueba varias veces más antes de dejar el lápiz definitivamente. Pasó por encima de él y me tiró del brazo.

      —Vamos, Betty. Quiero enseñarte una cosa increíble.

      —No me interesa.

      —Está vivo.

      Abrió mucho los ojos.

      —¿Vivo? —Me levanté de la cama abrigándome los hombros con la manta—. No me habías dicho que está vivo.

      —Sabía que querrías verlo, Betty.

      Asomamos las cabezas por la puerta de nuestro cuarto. Luego deslizamos los pies sin hacer ruido por el suelo del pasillo para no arriesgarnos a que la madera crujiese.

      —¿No te gusta estar despierta cuando todo el mundo está dormido? —me preguntó Flossie al oído mientras bajábamos la escalera pegadas a la pared.

      Una vez fuera, intentó meterse debajo de la manta conmigo. Yo la aparté de un empujón y me arrebujé con la manta mientras ella avanzaba dando fuertes pisotones.

      —Qué curioso, de noche todo te pone los pelos de punta —comentó cuando sopló una ráfaga de viento que pareció que sacudiese el suelo.

      A lo lejos, un búho ululó. Flossie se me acercó más.

      —Tienes miedo —dije—. Gallina. Co, co, co, co.

      —Cállate. —Se detuvo y miró detrás de nosotras—. ¿No tienes una sensación rara?

      —¿Qué sensación?

      —Como si alguien nos siguiera.

      Oímos una ramita que se partía en el suelo. Flossie inspiró bruscamente.

      —¿Hueles eso? —me preguntó—. Huele a mirra.

      —¿Mirra? ¿En qué película has visto eso? —inquirí.

      —La huelo de verdad.

      —Sabes por qué huele a mirra, ¿verdad? —dije en el tono más siniestro que pude adoptar.

      Ella negó con la cabeza.

      —Huele a mirra —declaré— porque es a lo que huele siempre que el hombre de la barriga roja anda cerca.

      —¿Por qué tiene la barriga roja? —quiso saber ella, desviando rápidamente la vista de una sombra a otra.

      —Porque tiene la barriga empapada de la sangre de todas las chicas a las que ha asesinado y devorado en mitad de la noche. —Le soplé en la nuca—. Puedes saber cuándo se acerca el hombre de la barriga roja porque el olor a mirra se vuelve más fuerte.

      —Cállate, Betty —susurró.

      —¿Qué es eso que se mueve? —Señalé a la oscuridad—. Madre mía. ¿Qué es eso, Flossie?

      —Basta ya, Betty.

      —Lo digo en serio. Hay algo ahí. Es… es… ¡el hombre de la barriga roja!

      La agarré.

      Ella se sobresaltó y gritó.

      —No dejes que me coma.

      Cuando yo me carcajeé, tardó varios segundos en darse cuenta de que no había ningún peligro real.

      —No estaba asustada —dijo resoplando al reemprender la marcha.

      —Pues te aseguro que lo parecías.

      Me acerqué a ella dando saltos.

      —Estaba perfeccionando la cara de miedo para las películas de terror en las que saldré algún día.

      Sin decir una palabra más, me llevó al cobertizo construido en la parte trasera del granero. En otro tiempo, el cobertizo había estado equipado con una pajarera. La reja había desaparecido, no había pájaros desde hacía años, y las enredaderas habían envuelto la estructura de madera hasta que se desplomó parcialmente. En el cobertizo se guardaban las provisiones para la pajarera.

      Flossie se volvió hacia mí y se llevó los dedos a los labios antes de descorrer el pestillo de la puerta sin hacer ruido y abrirla. Un tenue ronquido salió de la oscuridad del cobertizo. Flossie tiró de la cuerda de la bombilla. Al resplandor de la luz brillante, recorrí las estanterías polvorientas con la mirada antes de bajar la vista al perro dormido, que tenía la cabeza gris apoyada en una bolsa de alpiste vacía. Antes de que pudiese hacer ninguna pregunta, Flossie me explicó en detalle cómo había atrapado al perro y qué planes tenía.

      —Qué horror —dije—. Raptar a un perro para sacar dinero.

      —No voy a hacerle daño ni nada por el estilo —aseguró ella—. Además, a lo mejor le gusta la fama de perro secuestrado. Podemos hacernos famosos los dos.

      Se agachó, echó sus brazos larguiruchos alrededor del pescuezo del animal y lo despertó. El perro hizo poco más que bostezar. Aprovechando que estaba con la boca abierta, ella miró dentro y dijo que solo tenía un diente.

      —Debe de ser un diente de la suerte —dijo dirigiéndose a Corncob.

      —¿Nunca ladra ni hace nada? —le pregunté.

      —Creo que es demasiado viejo para acordarse de cómo se hace —contestó ella.

      Me eché al lado de Corncob y le rasqué debajo del mentón. Las comisuras de su boca se curvaron hacia arriba, y se puso a dar golpes en el suelo con la


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