La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert


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en ella y, cogidos de la cintura, prosiguieron su marcha.

      —¿Cómo quieres que viva allá abajo sin ti? —decía Frédéric, que volvió a entristecerse ante la amargura de su amigo. De haberme amado una mujer, yo hubiera hecho cualquier cosa... ¿Por qué te ríes?

      El amor es el alimento y la atmósfera del genio. Las emociones extraordinarias engendran las obras sublimes. En cuanto a buscar a la que yo necesitaría, renuncio a ello! Por otra parte, si alguna vez la encuentro, me rechazará. Pertenezco a la raza de los desheredados, y mi tesoro, de borra o de diamante, se extinguirá conmigo.

      Una sombra se reflejó en el suelo, mientras oían estas palabras:

      —Servidor de ustedes, señores.

      El que las pronunciaba era un hombrecillo vestido con amplio levitón oscuro y tocado con una gorra que bajo la visera dejaba ver una puntiaguda nariz.

      —¿Tío Roque? —dijo Frédéric.

      —El mismo —repuso la voz.

      El nogentés justificó su presencia en aquel sitio diciendo que venía de su huerto, de inspeccionar sus trampas para los lobos, a la orilla del agua.

      —¿Así que estás de regreso? ¡Muy bien! Lo he sabido por mi chiquilla. La salud, supongo, será buena. ¿Te quedarás un tiempo entre nosotros?

      Y se marchó, desalentado, sin duda, por la reacción de Frédéric. La señora Moreau no lo frecuentaba; el tío Roque vivía en amasiato con su sirvienta, y no obstante ser el electorero y administrador del señor Dambreuse, no tenía muy buena reputación.

      — Ese señor Dambreuse, ¿no es el banquero que vive en la calle de Anjou? —preguntó Deslauriers—. ¿Sabes lo que deberías hacer?

      Isidore les interrumpió otra vez. Tenía órdenes de llevar consigo a Frédéric; la señora se inquietaba con su prolongada ausencia.

      —Bien, bien; ahora mismo va para allá --dijo Deslauriers; no se quedará fuera de casa.

      Y una vez que el criado se marchó, Deslauriers prosiguió:

      —Deberías pedirle al viejo que te presente con los Dambreuse; nada tan útil como frecuentar una casa rica. Puesto que tienes frac y guantes blancos, júsalos! Es preciso que frecuentes esa sociedad.

      Después me llevarás a mí. Piénsalo bien, ¡se trata de un hombre millonario! Arréglatelas para agradarle, lo mismo que a su mujer, y si puedes hazte su amante.

      Frédéric protesto.

      —Pues me parece que lo que te digo es algo normal. ¡Acuérdate de Rastignac, en la Comedia humana! ¡Lo lograrás, estoy seguro!

      Frédéric confiaba plenamente en Deslauriers, de modo que lo convenció, y olvidando a la señora Arnoux, o incluyéndola en la predicción hecha por su amigo, no pudo contener una sonrisa.

      Deslauriers prosiguió:

      —Un último consejo: examínate. Un título es siempre muy conveniente. Y abandona de una vez a tus poetas católicos y satánicos, tan al corriente de la filosofía como se estaba en el siglo XII. Tu desesperación es tonta. Personajes importantísimos tuvieron en sus principios dificultades mayores, comenzando por Mirabeau. Además, nuestra separación no será tan larga. Ya haré vomitar el dinero al tramposo de mi padre. En fin, ya es hora de que me vaya; adiós. ¿Tienes cinco francos para mi cena?

      Frédéric le entregó diez; el resto de lo que por la mañana le diera Isidore.

      A unos veinte pasos de los puentes, a la orilla izquierda, en el desván de una casa achatada resplandecía una luz.

      Deslauriers, al verla, se quitó el sombrero y dijo enfáticamente:

      —¡Venus, reina de los cielos, salud! Pero ¡la Miseria es la madre de la Sabiduría! ¡Cuánto se nos ha calumniado por eso! ¡Misericordia!

      Esa alusión a una aventura común los puso alegres; avanzaron, riendo a carcajadas, por en medio de las calles.

      Luego, y una vez pagada la cuenta en la fonda, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta la plazuela del Hôtel-Dieu, y después de un prolongado abrazo los dos amigos se separaron.

      III

      Dos meses después, Frédéric, apenas llegó a la calle Coq-Héron, pensó en hacer su gran visita. La casualidad ayudó a sus deseos. El tío Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, suplicándole que lo entregara personalmente al señor Dambreause, y con el rollo le entregó una carta abierta en la que hacía la presentación de su joven paisano.

      La señora Moreau pareció sorprendida ante esta situación, mientras que Frédéric disimulaba el gran placer que le producía.

      El verdadero nombre del señor Dambreuse era conde d'Ambreuse; pero desde 1825 abandonó su título nobiliario y se dedicó a la industria, atento siempre a lo que se decía en los despachos y metido en toda suerte de negocios, al acecho de las oportunidades, sutil como un griego y dedicado como buen auverniano, por lo que logró amasar una considerable fortuna; además, era miembro de la Legión de Honor y del Consejo General del Aube, diputado, y con el tiempo llegaría a Par de Francia; complaciente, por lo demás, asediaba al ministro con sus continuadas peticiones de apoyos, cruces y estancos, y, en sus ataques al poder, se inclinaba siempre al centro izquierda. Su mujer, la linda señora Dambreuse, cuyo nombre aparecía en los periódicos de modas, presidía las reuniones de caridad. Halagando a las duquesas, apaciguaba los rencores de la nobleza y hacía creer a todos que su marido podría aún arrepentirse y prestarles buenos servicios.

      Frédéric se encaminó a aquella casa, sumamente turbado. "Debí haberme puesto frac. ¿y si me invitan al baile de la próxima semana?

      ¿Qué irán a decirme?" Recuperó el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un ricachón, y saltó con gallardía de su coche a la acera de la calle de Anjou.

      Tras empujar una de las dos puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalinata y penetró en un vestíbulo con piso de mármol de color.

      Una doble y recta escalera, con alfombra roja y varillas de bronce se apoyaba en las altas paredes de brillante estuco; al pie de la escalera se veía un plátano cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo del pasamanos; de dos candelabros de bronce pendían unos globos de porcelana, merced a unas cadenillas; los radiadores de los abiertos caloríferos exhalaban un bochornoso hálito, y sólo se oía el tic-tac de un enorme reloj, al otro extremo del vestíbulo, bajo una panoplia.

      Sonó un timbre y apareció un criado, que condujo a Frédéric a una salita en la que se veían dos arcones con los compartimientos llenos de legajos, y entre uno y otro arcón estaba el señor Dambreuse, en el escritorio de su despacho, escribiendo.

      Pasó la vista por la carta del tío Roque, rasgó con su cortaplumas la tela que envolvía los papeles y los examinó.

      De lejos, y debido a sus pocas carnes y corta estatura, parecía más joven; pero sus escasos y blancos cabellos, sus miembros débiles y, sobre todo, la notable palidez de su rostro, descubrían el desgaste provocado por el paso del tiempo. Sin embargo, en sus ojos verdes, más fríos que si fueran de cristal, brillaba una despiadada energía. Tenía los pómulos salientes y nudosas articulaciones en las manos.

      Levantándose, dirigió al joven algunas preguntas sobre personas que ambos conocían, sobre Nogent, y luego sobre sus estudios; por último, inclinándose, se despidió. Frédéric salió por otro pasillo y fue a dar al patio, junto a las cocheras.

      Un carruaje azul, tirado por un caballo negro, estaba parado al pie de la escalinata. Se abrió la portezuela; una señora subió, y el coche empezó a rodar sobre la grava, con un ruido apagado.

      Frédéric llegó al mismo tiempo a la puerta de la cochera, por el lado opuesto, y como el espacio no era suficiente, tuvo que esperar. La joven mujer, asomada a la ventanilla, hablaba en voz baja con el portero. Frédéric sólo le veía la espalda


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