Tocqueville en el fin del mundo. Gabriela Rodríguez Rial

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Tocqueville en el fin del mundo - Gabriela Rodríguez Rial


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Darwin en sus diarios que se redactaron contemporáneamente a La Democracia en América. Pero, sinceramente, el fin del mundo que represento cuando recreo en el encuentro entre Alexis de Tocqueville y la Generación de 1837 es ese faro. Y la primera vez que lo vi fue cuando, una tarde de sábado de mi niñez, vi en la televisión la versión cinematográfica de Disney de Los hijos del capitán Grant. Poco tiempo después leí el libro del mismo título, también de Verne, que me compró mi mamá, y muchos años después El faro del fin del mundo. Los laberintos del pensamiento y el recuerdo son son así: puede encontrarse el camino de salida con astucia o ayuda externa del hilo de Ariadna pero no siempre se puede identificar un patrón racional en la forma en que fueron diseñados. No pretendo que me crean pero me gustaría que quienes lean este libro se atrevan a jugar con esta imagen mental y relean su propio mundo político, descentrando lo que se nos ha enseñado a poner en el centro de la escena.

      En un contexto donde estamos repensando cómo el patriarcado afecta no solamente al campo del poder sino también al campo del saber, parece extemporáneo dedicar un libro solamente a teóricos políticos varones. Y, ciertamente, lo es. Sin embargo, sin que suene a disculpa, estos hombres son la excusa para que esta mujer, la autora, que es politóloga hace décadas, que estudió sociología de la cultura y filosofía en su formación de posgrado, se atreva por primera vez a escribir un libro sola y firmarlo exclusivamente con su nombre. Puede parecer un pequeño hecho para otras más audaces, pero para alguien que siempre encontró más cómodo expresarse a través de las palabras de otros y otras que inventar conceptos propios es un paso subjetivamente importante.

      El libro está compuesto, además de la introducción, y un epílogo, de cinco capítulos, tres de los cuales tienen una estructura análoga de cinco partes cada uno y una similar cantidad de páginas. El primero aborda la sociabilidad de la Generación de 1837 desde una perspectiva que combina la historia política, la sociología de los campos y el análisis conceptual. Los capítulos segundo y tercero están dedicados a relacionar la biografía y política conceptual de Alexis de Tocqueville con la sociología política de Domingo Faustino Sarmiento y el institucionalismo de Juan Bautista Alberdi, respectivamente. Si bien he dedicado investigaciones previas a estos tres pensadores políticos plasmadas en artículos o algunos de los capítulos de mi tesis doctoral, es la primera vez que me propongo recorrer algunas de sus respectivas producciones a partir del impacto que tiene la concepción de la democracia como estado social en los fundamentos epistemológicos de sus análisis sociopolíticos. El capítulo cuatro es coral, porque ya no se trata de ver el impacto de la Ciencia Política tocquevilliana en una figura representativa de la Generación de 1837 sino en cuatro: Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Félix Frías y Juan María Gutiérrez. El propósito del mismo es poner a dialogar a los estudios políticos con la historiografía, la teología política y la historia intelectual. Finalmente, en el último capítulo, a partir de la comparación de Esteban Echeverría con Alexis de Tocqueville, se propone un índice imaginario para un libro nunca escrito, La Democracia en el Plata para concluir con una reflexión acerca del legado de la Generación de 1837 para la Ciencia Política Argentina por venir. ¿Por qué he priorizado estos siete personajes entre los más de cincuenta que forman parte de esta sociabilidad generacional? Como espero demostrar a partir del segundo capítulo, cada uno de ellos –Sarmiento, Alberdi, Mitre, V. F. López, Frías, Gutiérrez y Echeverría– representan modos aún vigentes de hacer Ciencia Política. Mientras Sarmiento articula con su mirada, no exenta de apasionamiento hiperbólico, la estructura social con la cultura política para comprender por qué la democracia no funciona del mismo modo aquí o allá, Alberdi nos recuerda que las instituciones importan, y que no se reducen a meras formas traducibles en constructos legales sino que están arraigadas en las costumbres. Mitre y López ponen a la historia política en el centro de una indagación que no deja de ser politológica, en un caso porque encuentra en el devenir de la revolución de la democracia el motor del cambio y, en el otro, porque pretende modificar el fallido presidencialismo argentino de fines del siglo XIX a partir de las lecciones de los antepasados. Al introducir el problema teológico político, Frías instala una cuestión que interpela los fundamentos ontológicos de la política hasta nuestros días. Y Gutiérrez, con su curiosidad y habilidad para entrelazar personas, discursos y experiencias institucionales muy diferentes en una interpretación lógica, conceptual e históricamente coherente adelanta algunos de los rasgos distintivos de la hermenéutica como enfoque epistemológico. Echeverría, aun con menos sofisticación teórica y analítica que el resto, es el responsable de haber propuesto un sueño a su generación, que también es el nuestro, de quienes dos siglos después seguimos fascinados por el enigma de la política: comprender los cómo y porqués de la democracia en el fin del mundo.

      Capítulo 1

      ¿Quién es quién en la Generación de 1837?

      Formación, consolidación y crisis de una sociabilidad intelectual

      “Voy a ocuparme pronto de una mirada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año ’30 en adelante. Precisamos inventariar lo hecho para saber dónde estamos y quiénes han sido los operarios. No creo que haya otros nombres que los de nuestra gente. Veremos qué dirá la otra. Se quedará con la boca abierta.”

      Esteban Echeverría, Carta a Juan María Gutiérrez, fechada en Montevideo el 24 de diciembre de 1844 (Echeverría, 1940: 366)

      El 23 de junio de 1837, probablemente un viernes, tres jóvenes, Juan Bautista Alberdi de veintiséis años, Marcos Sastre y Juan María Gutiérrez, ambos de veintiocho años de edad, se preparaban para enunciar los discursos inaugurales del Salón Literario. Esta asociación iba a tener como lugar de reunión la librería del propio Sastre, situada en el centro de la ciudad de Buenos Aires. El objetivo de la misma era someter a discusión las novedades artísticas y literarias de la época e incitar en la joven generación, que había nacido cerca de la revolución de mayo de 1810, el espíritu reflexivo necesario para que la sociedad democrática que había irrumpido tras el fin del orden colonial dejara de ser tan ingobernable. No estaban presentes ese día ni Esteban Echeverría (1805-1851), el poeta admirado por sus contemporáneos, ni Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), un sanjuanino provocador que no pondría sus pies en Buenos Aires hasta febrero de 1852. Sin embargo, estuvieron dos amigos personales de Sarmiento, también oriundos de San Juan: Antonino Aberastain (1810-1861) y Manuel Quiroga Rosas, nacido en 1810, quien llevó las novedades asociativas porteñas a su ciudad natal. El cordobés Mariano Fragueiro (1795-1872) sí fue de la partida, lo mismo que Dalmacio Vélez Sarsfield (1800-1875), igualmente oriundo de la provincia mediterránea y que había viajado por muchos lugares de la entonces Confederación Argentina6 acompañando al caudillo federal Juan Facundo Quiroga (1793-1835). Marco Avellaneda (1813-1841), nacido en Tucumán, donde volvió a residir en 1834, fue parte de la audiencia que escuchó la alocución pronunciada por su coterráneo, Alberdi. Pero el íntimo amigo de este último, Miguel Cané padre (1812-1852), con quien compartió libros y cuya abuela, Bernabela Farías de Andrade, lo adoptó como un nieto más,7 leyó las intervenciones impresas días más tarde, porque ya se encontraba exiliado en Montevideo. Además de Santiago Cazaldilla (1806-1896) y Vicente Fidel López (1815-1903), que escribieron en sus años de vejez memorias donde contaron este acontecimiento junto con otras aventuras de juventud, asistieron al acto de apertura de esta sociedad filosófico literaria María Sánchez (1786-1868), viuda de Martín Thompson desde 1819 y ya separada de Washington de Mendeville, en cuya casa de interpretó por primera vez, en 1813, el Himno Nacional Argentino, y Vicente López y Planes (1814-1856). Este último, de 52 años, autor de la letra de la ya mencionada canción patria y político experimentado, cerró la velada con unas palabras que auguraban a la sociedad y sus jóvenes miembros un futuro promisorio. Juan Thompson (1809-1873), hijo de Mariquita, charlaba con su amigo Félix Frías (1816-1881) y se manifestaban algo recelosos del anti-hispanismo del discurso de Gutiérrez. Como buenos católicos practicantes no compartían el rechazo a la religión y culturas heredadas de la madre patria. Y sentado en un rincón, quizás cerca de Rafael Corvalán (1809-1860), hijo del edecán del gobernador Juan Manuel de Rosas (1793-18), el napolitano Pedro de Angelis (1784-1859) escuchaba atento para redactar una detallada crónica en los periódicos oficiales. No muy lejos, se encontraba José


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